Entonces oí una risa que se destacaba, aguda y radiante, por encima del monótono murmullo del gentío. La habría reconocido en cualquier sitio: la risa de Denna. La conocía como la palma de mis manos.
Me di la vuelta, mientras se me pintaba una sonrisa en la cara. Siempre me pasaba lo mismo: solo la encontraba cuando había abandonado toda esperanza.
Escudriñé los rostros del remolino de gente y no me costó localizarla. Denna estaba de pie junto a la puerta de un pequeño café, con un largo vestido de terciopelo azul marino.
Di un paso hacia ella, y entonces me paré en seco. Denna hablaba con alguien que estaba de pie detrás de la puerta abierta de un carruaje. La única parte de su acompañante que alcancé a ver fue la coronilla. Llevaba un sombrero con una larga pluma blanca.
Al cabo de un momento, Ambrose cerró la puerta del carruaje. Dedicó a Denna una amplia y seductora sonrisa y dijo algo que la hizo reír. La luz de una lámpara sacaba destellos del brocado de oro de su chaqueta, y llevaba unos guantes teñidos del mismo morado real oscuro de sus botas. Contrariamente a lo que podría parecer, ese color no resultaba demasiado chillón en él.
Me quedé plantado mirando, y un carro ligero tirado por dos caballos estuvo a punto de tirarme al suelo y arrollarme; y me habría estado bien empleado, porque estaba de pie en medio de la calle. El conductor lanzó una blasfemia y chasqueó el látigo al pasar de largo. Me dio en la nuca, pero ni siquiera lo noté.
Recuperé el equilibrio y levanté la cabeza justo a tiempo para ver que Ambrose besaba la mano a Denna. Entonces, con un gesto grácil, le ofreció el brazo y entraron juntos en el café.
Temor acallado
Después de ver a Ambrose y a Denna en Imre, me puse de un humor sombrío. De regreso a la Universidad, no podía quitármelos de la cabeza. ¿Lo hacía Ambrose por pura maldad? ¿Cómo había podido pasar? ¿En qué estaba pensando Denna?
Tras una noche prácticamente en vela, intenté no pensar más en ello y me refugié en el Archivo. Los libros no son un gran sustituto de la compañía femenina, pero es más fácil encontrarlos. Me consolé buscando a los Chandrian por los oscuros rincones del Archivo. Leí hasta que me escocieron los ojos y se me quedó la cabeza espesa y entumecida.
Pasó casi un ciclo, y apenas hice nada más que asistir a clase y saquear el Archivo. La recompensa de mis esfuerzos fueron unos pulmones llenos de polvo, un dolor de cabeza persistente de pasarme horas leyendo con luz simpática, y un nudo entre los omoplatos de encorvarme sobre una mesa baja mientras hojeaba los desvaídos restos de los catálogos gileanos.
También encontré una sola mención de los Chandrian. Fue en un manuscrito en octavo titulado Curioso compendio de creencias populares. Calculé que debía de tener doscientos años.
El libro era una colección de historias y supersticiones recopiladas por un historiador aficionado de Vintas. A diferencia de Los ritos nupciales del draccus común, no pretendía demostrar ni desmentir esas creencias. El autor se había limitado a recoger y organizar las historias y añadir algún breve comentario sobre las variaciones en las creencias de unas regiones a otras.
Era un volumen admirable que, evidentemente, comprendía años de investigación. Había cuatro capítulos sobre demonios. Tres capítulos sobre hadas (uno de ellos, dedicado exclusivamente a cuentos sobre Felurian). Había páginas sobre los engendros, los descalandrajos y los troles. El autor reproducía canciones sobre las damas grises y los jinetes blancos. Una extensa sección sobre los draugar de los túmulos. Había seis capítulos sobre magia popular: ocho maneras de curar las verrugas, doce maneras de hablar con los muertos, veintidós hechizos de amor…
La única entrada sobre los Chandrian ocupaba menos de media página:
Por lo que refiérese a los Chaendrian, no hay mucho que dezir. Todo Hombre los conoce. Todo niño entona su canción. Y aun así, las gentes no cuentan historias.
Por una poca de cerveza, un Labriego hablará dos largas horas de los Ressiniyos. Mas menciónesele a los Chaendrian, y aprieta la boca como el culo de una solterona, toca fierro y aparta con ímpetu la silla.
Muchos piensan que trae mala ventura hablar de los Fata, y aun así las gentes lo hazen. Por qué causa sea distinto con los Chaendrian, ignórolo. En el pueblo de Monstumulo, un Curtidor bastante borracho díjome en voz baja: «Si hablares de ellos, vinieren por ti». Ese parece ser el temor acallado destas gentes comunes.
Así que escribo de lo que he recopilado aquí y allá, muy general e inespecífico. Los Chaendrian son un grupo que varía en número. (A bien seguro siete, dado su nombre.) Aparécense y acometen actos de violencia sin razones fundadas.
Hay señales que anuncian su Llegada, mas no hay acuerdo sobre ellas. El fuego azul es la más común, aunque yo assimismo he oído hablar de vino que tórnase vinagre, de ceguera, de cultivos que marchítanse, de tormentas impropias de la estación, de preñeces interrumpidas y del sol escureciéndose en el cielo.
En suma, que pareciéronme un tema de Estudio Desalentador e Infructuoso.
Cerré el libro. «Desalentador e infructuoso» me sonaba de algo.
Lo peor no era que ya sabía todo lo que estaba escrito en aquella entrada, sino que era la mejor fuente de información que había descubierto en más de un centenar de largas horas de búsqueda.
Interludio: papeles
Kvothe alzó una mano, y Cronista levantó la pluma del papel.
– Hagamos una breve pausa aquí -propuso Kvothe, y señaló la ventana con un movimiento de la cabeza-. Veo a Cob bajando por la calle.
Se puso de pie y se sacudió el delantal.
– ¿Qué os parece si os tomáis los dos un momento para serenaros? -Apuntó con el mentón a Cronista-. Por la cara que tienes, se diría que estabas haciendo algo que no deberías. -Fue con calma hasta detrás de la barra-. Aunque nada podría estar más lejos de la verdad, por supuesto.
»Cronista, estás aburrido, esperando trabajo. Por eso has sacado tus cosas de escribir. Lamentas estar atrapado y sin caballo en este pueblo de mala muerte. Pero aquí estás, y piensas sacarle partido a la situación.
– ¡Oh! ¡Dame algo a mí también! -exclamó Bast con una sonrisa.
– Aprovecha tu potencial, Bast -dijo Kvothe-. Estás bebiendo con nuestro único cliente porque eres un holgazán sin remedio al que a nadie se le ocurriría jamás pedir que lo ayudara en el campo.
Bast seguía sonriendo.
– Y ¿también estoy aburrido?
– Claro que sí, Bast. ¿Cómo vas a estar? -Dobló el trapo de hilo y lo puso sobre la barra-. Yo, en cambio, estoy demasiado ocupado para aburrirme. Voy de un lado para otro realizando las mil pequeñas tareas que hacen funcionar esta posada. -Los miró a los dos-. Recuéstate en la silla, Cronista. Bast, ya que no puedes parar de sonreír, al menos empieza a contarle a nuestro amigo la historia de los tres sacerdotes y la hija del molinero.
– Esa sí que es buena -dijo Bast ensanchando un poco más la sonrisa.
– ¿Ya sabe cada uno cuál es su papel? -Kvothe cogió el trapo de la barra y entró en la cocina diciendo-: Entra el viejo Cob por la izquierda del escenario.
Se oyó un rumor de pasos en el porche de madera, y el viejo Cob entró pisando fuerte, enojado, en la posada Roca de Guía. Miró más allá de la mesa donde Bast seguía sonriendo y gesticulando para acompañar algún relato, y se dirigió a la barra.
– ¿Hola? Kote, ¿estás ahí?
Al cabo de un segundo, el posadero salió con presteza de la cocina, secándose las manos con el delantal.
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