Cronista miró alrededor.
– A mí no me parece que la posada esté en llamas.
Bast lo miró con cara de incredulidad.
– El mundo entero está en llamas -dijo-. Abre los ojos.
Cronista frunció el entrecejo.
– Aunque no tuviéramos en cuenta nada más -insistió-, Felurian lo dejó marchar. Ella sabía que había hablado con el Cthaeh; dudo mucho que lo hubiera dejado libre por el mundo a menos que tuviera alguna forma de protegerse contra su influencia.
Los ojos de Bast se iluminaron cuando oyó eso, pero se apagaron casi inmediatamente. Meneó la cabeza.
– Buscas profundidad en un arroyo poco hondo -dijo.
– No estoy de acuerdo -dijo Cronista-. ¿Qué razón podía tener ella para dejarlo marchar si entrañaba un verdadero peligro?
– ¿Razón? -preguntó Bast, con un deje de misteriosa diversión-. Ninguna razón. Ella no entiende nada de razones. Lo dejó marchar para satisfacer su orgullo. Quería que él volviera al mundo de los mortales y cantara sus alabanzas. Que contara historias sobre ella. Que suspirara por ella. Por eso lo dejó marchar. -Dio un suspiro-. Ya te lo he dicho: mi gente no es famosa por tomar decisiones acertadas.
– Quizá -dijo Cronista-. O quizá sencillamente se dio cuenta de que era inútil intentar anticiparse al Cthaeh. -Hizo un gesto de indiferencia-. Si todo lo que vas a hacer está mal, puedes hacer lo que quieras.
Bast se quedó callado largo rato. Entonces asintió con la cabeza, primero débilmente, y luego con más firmeza.
– Tienes razón -concedió-. Si de todas formas todo va a acabar con lágrimas, puedo hacer lo que quiera.
Bast miró alrededor, y de pronto se levantó. Tras buscar un poco, encontró una gruesa capa arrugada en el suelo. Le dio una enérgica sacudida y se la echó sobre los hombros antes de dirigirse a la ventana. Entonces se paró, volvió al sofá y rebuscó entre los almohadones hasta que encontró una botella de vino.
Cronista estaba desconcertado.
– ¿Qué haces? ¿Te vas al velatorio de Shep?
Bast se detuvo de camino hacia la ventana, y pareció sorprenderse de ver a Cronista allí de pie.
– Voy a ocuparme de mis asuntos -dijo, y se puso la botella de vino debajo del brazo. Abrió la ventana y sacó un pie-. No me esperes levantado.
Kvothe entró con paso vigoroso en su habitación y cerró la puerta.
Se puso a hacer cosas. Retiró las cenizas frías de la chimenea y colocó leña nueva, encendiendo el fuego con una gruesa cerilla de azufre rojo. Cogió una segunda manta y la extendió sobre su estrecha cama. Frunciendo ligeramente el ceño, recogió la hoja de papel arrugada que se había caído al suelo y la dejó encima de su mesa, junto a otras dos hojas arrugadas.
Entonces, moviéndose como a regañadientes, fue hasta el pie de su cama. Inspiró hondo, se secó las manos en los pantalones y se arrodilló frente al arcón oscuro que había allí. Apoyó ambas manos sobre la tapa curvada y cerró los ojos, como si escuchara algo. Tiró de la tapa tensando los hombros.
No pasó nada. Kvothe abrió los ojos. Sus labios dibujaban una línea recta. Volvió a mover las manos, tirando más fuerte, haciendo fuerza largo rato antes de desistir.
Imperturbable, Kvothe se levantó y fue hasta la ventana que daba al bosque detrás de la posada. La abrió y se asomó por ella, estirando ambos brazos para coger algo abajo. Entonces volvió a meterse dentro de la habitación, llevando una caja de madera pequeña en las manos.
Retiró una capa de polvo y telarañas y abrió la caja. Dentro había una llave de hierro negra y una llave de brillante cobre. Kvothe se arrodilló otra vez frente al arcón y metió la llave de cobre en la cerradura de hierro. La hizo girar lentamente, con precisión: vuelta a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda, escuchando atentamente los débiles chasquidos del mecanismo interno.
Entonces cogió la llave de hierro y la introdujo en la cerradura de cobre. Esa llave no la hizo girar. La encajó hasta el fondo de la cerradura, la extrajo un poco y volvió a empujarla antes de sacarla del todo con un rápido y ágil movimiento.
Guardó las llaves en la caja y volvió a poner las manos en los lados de la tapa, en la misma posición que antes.
– Ábrete -murmuró-. Ábrete, maldita sea. ¡Edro!
Tiró de la tapa, y la espalda y los hombros se le tensaron con el esfuerzo.
La tapa del arcón no cedió. Kvothe dio un largo suspiro y se inclinó hacia delante hasta apoyar 1» frente contra la fría y oscura madera. Mientras expulsaba el aire, dejó caer los hombros; de pronto parecía débil y quebrantado, terriblemente cansado y mucho mayor de lo que era.
Sin embargo, su expresión no delataba sorpresa ni pena, sino tan solo resignación. Era la expresión de un hombre que por fin ha recibido la mala noticia que llevaba tiempo esperando.
Baya de saúco
No era una buena noche para estar al raso.
Las nubes habían aparecido tarde, como una sábana gris desplegándose por el cielo. Soplaba un viento frío y racheado, y una lluvia intermitente caía con fuerza para de pronto reducirse a una fina llovizna.
Pese a todo eso, los dos soldados acampados en un bosquecillo cerca del camino parecían estar divirtiéndose. Habían encontrado la provisión de leña escondida de un leñador y habían encendido una fogata tan alta y tan caliente que las rociadas de lluvia apenas la hacían silbar y chisporrotear un poco.
Los dos hombres hablaban en voz alta, riendo con la risa desenfrenada y estridente de quienes están demasiado borrachos para molestarse por las inclemencias del tiempo.
Un tercer hombre salió de entre los árboles oscuros y pasó con cuidado por encima de un tronco caído. Iba mojado, por no decir empapado, y el cabello castaño oscuro se le adhería a la cabeza. Cuando los soldados lo vieron, alzaron sus botellas y lo saludaron con gritos de entusiasmo.
– No sabíamos si podrías acercarte -dijo el soldado rubio-. Hace una noche de perros. Pero es justo que te lleves tu parte.
– Estás calado -dijo el de la barba alzando una botella amarilla y estrecha-. Bebe un poco de esto. Es de frutas, pero pega a base de bien.
– Eso son meados para señoritas -dijo el rubio levantando su botella-. Toma. Esto sí que es bebida de hombres.
El recién llegado miró una y otra botella tratando de decidirse. Al final levantó un dedo, señaló primero una botella y luego la otra y empezó a cantar:
Arce. Mayo.
Canta y baila.
Ceniza y brasa.
Del saúco la baya.
Terminó señalando la botella amarilla; la cogió por el cuello y se la llevó a los labios. Dio un sorbo largo y lento.
– ¡Eh, tú! -dijo el soldado de la barba-. ¡Deja un poco!
Bast bajó la botella y se relamió. Soltó una risa áspera y forzada.
– Es la botella de licor buena -dijo-. Baya de saúco.
– Ya no estás tan parlanchín como esta mañana -observó el rubio ladeando la cabeza-. Parece que se te haya muerto el perro. ¿Va todo bien?
– No -dijo Bast-. Nada va bien.
– Si te ha descubierto, nosotros no tenemos la culpa -se apresuró a decir el rubio-. Esperamos un poco después de salir tú, como nos dijiste. Pero ya llevábamos horas esperando. Creíamos que no saldrías nunca.
– Mierda -dijo el de la barba con fastidio-. ¿Se ha enterado? ¿Te ha echado?
Bast sacudió la cabeza y volvió a inclinar la botella.
– Entonces, no te quejes. -El soldado rubio se frotó la cabeza y frunció el ceño-. Ese desgraciado me ha hecho un par de chichones.
– Bah, yo se los he devuelto con propina. -El de la barba sonrió y se frotó los nudillos con el pulgar-. Mañana se levantará meando sangre.
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