Fela y Sim se quedaron mirándome en silencio. Entonces Sim soltó una carcajada, como si yo acabara de decir la cosa más ridícula que jamás había oído. Le cogió la mano a Fela y le plantó un beso en el anillo de piedra de múltiples facetas.
– Tú ganas -le dijo-. El amor es ciego, y sordomudo. Jamás volveré a poner en duda tu sabiduría.
Todavía estaba un poco mustio, y fui a buscar al maestro Elodin. Al final lo encontré sentado debajo de un árbol, en un jardincito cerca de las Dependencias.
– ¡Kvothe! -Me saludó perezosamente con una mano-. Ven. Siéntate. -Me acercó un cuenco con el pie-. Come uvas.
Cogí unas cuantas. La fruta fresca había dejado de ser un lujo que no pudiera permitirme, pero aquellas uvas estaban deliciosas, muy maduras, casi a punto de pasarse. Me quedé masticando con aire pensativo; seguía pensando en Denna.
– Maestro Elodin -dije al cabo de un rato-, ¿qué pensaría de alguien que cambia constantemente de nombre?
– ¿Qué? -De pronto se incorporó y me miró con gesto de pánico-. ¿Qué has hecho?
Su reacción me sobresaltó, y levanté las manos a la defensiva.
– ¡Nada! -le aseguré-. No soy yo. Es una chica que conozco.
Elodin palideció.
– ¿Fela? -me preguntó-. Oh, no. No. Ella no haría una cosa así. Es demasiado inteligente. -Parecía que intentara desesperadamente convencerse a sí mismo.
– No me refiero a Fela -dije-. Se trata de una chica que conozco. Cada vez que la veo, se ha cambiado el nombre.
– Ah -dijo Elodin, y se relajó. Volvió a apoyarse en el tronco del árbol y rió un poco-. Te refieres a los nombres propios -dijo con notable alivio-. Por los huesos de Dios, hijo, creía que… -Se interrumpió y sacudió la cabeza.
– ¿Qué creía? -pregunté.
– Nada -dijo quitándole importancia-. A ver, ¿qué pasa con esa chica?
Encogí los hombros y empecé a lamentar haber sacado el tema a colación.
– Solo me preguntaba qué pensaría usted de una chica que cambia constantemente de nombre. Cada vez que la veo, se lo ha cambiado. Dianah. Donna. Dyane.
– Supongo que no será una fugitiva -dijo Elodin con una sonrisa-. Que no la persiguen, que no tiene que eludir la ley del hierro de Atur, ni nada parecido.
– No, que yo sepa -dije, y sonreí también un poco.
– Podría indicar que no sabe quién es -dijo Elodin-. O que lo sabe y no le gusta. -Levantó la cabeza y se frotó la nariz con aire pensativo-. Podría indicar inquietud e insatisfacción. Podría significar que su naturaleza es cambiante, y por eso cambia de nombre, para adaptarlo a su naturaleza. O podría significar que cambia de nombre con la esperanza de que eso la ayude a ser una persona diferente.
– Eso es solo paja -repliqué con irritación-. Viene a ser como decir que sabes si tu sopa está fría o caliente. Si una manzana es dulce o ácida. -Lo miré con el ceño fruncido-. No es más que una manera complicada de decir que usted no tiene ni idea.
– Tú no me has preguntado qué sabía de una chica así -puntualizó él-. Me has preguntado qué diría de una chica así.
Me estaba cansando de aquella conversación. Comimos uvas en silencio mientras veíamos pasar a los estudiantes.
– Volví a llamar al viento -dije al caer en la cuenta de que todavía no se lo había explicado-. En Tarbean.
Elodin dio un respingo.
– Ah, ¿sí? -Se quedó mirándome, expectante-. Cuéntamelo. Quiero saber todos los detalles.
Elodin era un público excelente, atento y entusiasta. Le conté toda la historia, sin ahorrarme algunas florituras dramáticas. Al final de mi relato, comprobé que mi humor había mejorado notablemente.
– Ya van tres veces este bimestre -dijo Elodin, satisfecho-. Lo buscaste y lo encontraste cuando lo necesitabas. Y no una brisa, sino un aliento. Eso es algo muy sutil. -Me miró con el rabillo del ojo y compuso una sonrisa picara-. ¿Cuánto crees que falta para que puedas hacerte un anillo de aire?
Levanté mi mano izquierda, desnuda, con los dedos extendidos.
– ¿Quién ha dicho que no lo llevo ya?
Elodin rió a carcajadas, y al ver que yo no mudaba la expresión, paró de reír. Arrugó un poco la frente y escudriñó primero mi mano, y luego mi rostro.
– ¿Estás bromeando? -me preguntó.
– Esa es una buena pregunta -dije mirándolo a los ojos con serenidad-. ¿Estoy bromeando?
Delirio
Transcurría el bimestre de primavera. Contrariamente a lo que yo había imaginado, Denna no actuó en público en Imre. Y al cabo de unos días se fue al norte, a Anilin.
Pero esa vez pasó por Anker's para anunciarme que se marchaba. Me sentí halagado por ese detalle, y tuve la impresión de que era una prueba de que nuestra relación no estaba tan deteriorada.
Hacia el final del bimestre, el rector enfermó. Yo no conocía muy bien a Herma, pero le tenía simpatía. Estudiando íllico con él había comprobado que era un profesor muy agradable, pero además se había portado bien conmigo cuando yo llegué a la Universidad. Sin embargo, su enfermedad no me preocupaba especialmente. Arwyl y el personal de la Clínica podían hacer cualquier cosa que no fuera devolver la vida a los muertos.
Pero pasaban los días y no llegaban noticias de la Clínica. Circulaba el rumor de que el rector estaba demasiado débil para levantarse de la cama, con fiebres altísimas que amenazaban con consumir su poderosa mente de arcanista.
Cuando resultó obvio que Herma no podría volver a asumir sus funciones de rector a corto plazo, los maestros se reunieron para decidir quién ocuparía su lugar. Quizá permanentemente, en caso de que su estado empeorara.
Y, para no alargaros una dolorosa historia, nombraron rector a Hemme. Una vez superada la conmoción, comprendí por qué. Kilvin, Arwyl y Lorren estaban demasiado ocupados para asumir funciones añadidas. Lo mismo ocurría con Mandrag y Dal, aunque en menor medida. Solo quedaban Elodin, Brandeur y Hemme.
A Elodin no le interesaba el cargo, y en general se lo consideraba demasiado imprevisible para ocuparlo. Y Brandeur siempre miraba en la dirección en que soplara el viento de Hemme.
De modo que fue Hemme quien ocupó la silla del rector. A pesar de que me fastidiaba, aquello tuvo pocas consecuencias en mi vida cotidiana. La única precaución que tomé fue la de no vulnerar ni la más insignificante de las leyes de la Universidad, consciente de que si me ponían ante las astas del toro ahora, el voto de Hemme contaría doblemente contra mí.
Se acercaba el proceso de admisiones y el maestro Herma seguía débil y afiebrado. Me preparé para mi primer examen de admisión con Hemme como rector con un duro nudo de terror en el estómago.
Realicé la entrevista con el mismo artificio calculado que había mantenido los dos últimos bimestres: vacilaba y cometía algunos errores, y me imponían una matrícula de unos veinte talentos. Lo suficiente para ganar un poco de dinero, pero no lo suficiente para hacer demasiado el ridículo.
Hemme, como siempre, me hizo preguntas ambivalentes o engañosas pensadas para hacerme fallar, pero eso no era nada nuevo. La única diferencia real que advertí fue que Hemme sonreía mucho. Y no era una sonrisa muy agradable.
Después los maestros conferenciaron, como era habitual. Luego Hemme leyó mi matrícula: cincuenta talentos. Por lo visto, el rector controlaba esas decisiones más de lo que yo creía.
Me tuve que morder el labio para que no se me escapara la risa, y adopté la debida expresión de desaliento mientras me dirigía al sótano del Auditorio, donde estaba la tesorería. Los ojos de Riem destellaron al ver la cifra de mi matrícula; desapareció en su despacho privado y volvió al cabo de un momento con un grueso sobre.
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