– Voy a tener que cobrar mi parte de la barra hoy -dije-. Este bimestre la matrícula me va a salir más cara.
Anker asintió y revisó un pequeño libro de contabilidad que guardaba bajo la barra, donde había apuntado todo el aguamiel de Greysdale que yo había fingido beberme en los dos últimos meses. A continuación cogió su bolsa y puso diez iotas de cobre encima de la barra. Un talento: el doble de lo que yo esperaba. Lo miré, desconcertado.
– Si hubiera tenido que venir uno de los chicos de Kilvin a arreglarme ese trasto, me habría cobrado como mínimo medio talento -me explicó Anker, y le dio un golpecito con el pie al helador.
– Es que no estoy seguro de que…
Anker me hizo callar con un ademán.
– Si no funciona, te lo restaré de la paga del mes que viene. O lo usaré como palanca para que empieces a tocar también las noches de Captura. -Sonrió-. Lo considero una inversión.
Me guardé el dinero en la bolsa: «Cuatro talentos».
Iba a la Factoría a ver si por fin se habían vendido mis lámparas cuando atisbé una cara conocida con la túnica oscura de maestro cruzando el patio.
– ¡Maestro Elodin! -grité al ver que se acercaba a la puerta lateral de la Casa de los Maestros. Era uno de los pocos edificios donde casi nunca entraba, porque contenía poco más que los alojamientos de los maestros, los de los guilers residentes y las habitaciones de invitados para los arcanistas que venían de visita.
Elodin se volvió al oír su nombre. Cuando me vio correr hacia él, levantó los ojos al cielo y fue hacia la puerta.
– Maestro Elodin -dije respirando entrecortadamente-, ¿puedo hacerle una pregunta?
– En términos estadísticos, es bastante probable -me contestó, y abrió la puerta con una reluciente llave de latón.
– Entonces, ¿puedo hacerle una pregunta?
– Dudo que exista fuerza conocida por el hombre capaz de impedírtelo. -Abrió la puerta y se metió dentro.
No me habían invitado, pero me colé detrás de él. Era difícil encontrar a Elodin, y me preocupaba que si no aprovechaba esa oportunidad, quizá no volviera a verlo hasta pasado otro ciclo.
Lo seguí por un angosto pasillo de piedra.
– Me he enterado de que está formando un grupo de alumnos para estudiar Nominación -dije con cautela.
– Eso no es una pregunta -objetó Elodin subiendo por una escalera larga y estrecha.
Contuve el impulso de soltar algún improperio y respiré hondo.
– ¿Es verdad que va a dar esa asignatura?
– Sí.
– ¿Pensaba incluirme en el grupo?
Elodin se paró en la escalera y se dio media vuelta para mirarme. Estaba raro con la túnica oscura de maestro. Llevaba el cabello alborotado y su rostro parecía demasiado joven, casi infantil.
Se quedó observándome largo rato. Me miró de arriba abajo como si yo fuera un caballo por el que pensara apostar, o una ijada de ternera que pensara vender al peso.
Pero eso no fue nada comparado con cuando cruzó conmigo la mirada. Por un instante fue sencillamente inquietante. Luego fue como si la luz de la escalera se atenuara. O como si de pronto me hundieran bajo el agua y la presión me impidiera llenar de aire los pulmones.
– Maldita sea, imbécil -oí a una voz conocida que parecía provenir de muy lejos-. Si vas a quedarte catatónico otra vez, ten la decencia de hacerlo en el Refugio para ahorrarnos el trabajo de llevar tu carcasa cubierta de espumarajos hasta allí en un carro. Y si no, apártate.
Elodin dejó de mirarme y de pronto todo volvió a verse claro y luminoso. Me contuve para no inspirar con una ruidosa bocanada.
El maestro Hemme bajó la escalera pisando fuerte, e hizo a un lado a Elodin de un empujón. Al verme, dio un resoplido y dijo:
– Claro. El otro retrasado también está aquí. ¿Quieres que te recomiende un libro para tu examen? Es una obra muy interesante titulada Pasillos, forma y función: manual para deficientes mentales.
Me lanzó una mirada fulminante, y como no me aparté de inmediato, compuso una sonrisa antipática.
– Ah, pero si todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿verdad? ¿Quieres que organice una presentación de la información básica en un formato más adecuado a los de tu clase? ¿Quizá una pantomima o una especie de espectáculo de títeres?
Me aparté, y Hemme pasó a mi lado murmurando por lo bajo. Elodin fijó la mirada como si clavara puñales en la ancha espalda del otro maestro, y hasta que Hemme no dobló la esquina, no volvió a prestarme atención.
– Quizá sería mejor que te dedicaras a tus otras asignaturas, Re'lar Kvothe -dijo tras dar un suspiro-. Dal te tiene aprecio, y Kilvin también. Creo que con ellos estás progresando adecuadamente.
– Pero, señor -dije tratando de disimular mi consternación-, fue usted quien propuso que me ascendieran a Re'lar.
Elodin se volvió y siguió subiendo la escalera.
– Entonces deberías valorar mis sabios consejos, ¿no te parece?
– Pero si va a enseñar a otros alumnos, ¿por qué a mí no?
– Porque eres demasiado entusiasta para tener la paciencia necesaria -me contestó con ligereza-. Eres demasiado orgulloso para escuchar como es debido. Y eres demasiado listo. Eso es lo peor.
– Hay maestros que prefieren a los alumnos inteligentes -murmuré al entrar en un pasillo ancho.
– Sí -admitió Elodin-. Dal, Kilvin y Arwyl prefieren a los alumnos inteligentes. Ve y estudia con alguno de ellos. Así, tu vida y la mía serán considerablemente más fáciles.
– Pero…
Elodin se paró en seco en medio del pasillo.
– Muy bien -dijo-. Demuéstrame que vale la pena que te enseñe. Sacude mis prejuicios hasta los cimientos. -Se palpó la túnica teatralmente, como si buscara algo perdido en algún bolsillo-. Lamentablemente, no tengo forma de entrar por esa puerta. -Dio unos golpecitos en ella con los nudillos-. ¿Qué harías tú en esta situación, Re'lar Kvothe?
Sonreí pese a mi ligero enojo. Elodin no habría podido escoger un reto más adecuado para mis talentos. Saqué un trozo de acero elástico largo y delgado de uno de los bolsillos de mi capa, me arrodillé ante la puerta y examiné el ojo de la cerradura. La cerradura era sólida, fabricada para durar. Pero si bien las cerraduras grandes y pesadas parecen imponentes, en realidad son más fáciles de burlar, siempre y cuando hayan estado bien cuidadas.
Y aquella la habían cuidado. Solo tardé lo que se tarda en respirar tres veces lentamente en abrirla produciendo un satisfactorio chasquido. Me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y abrí la puerta hacia dentro con un floreo.
Elodin, por su parte, se mostró un tanto impresionado. Al abrirse la puerta, arqueó las cejas.
– Muy listo -dijo, y entró.
Lo seguí. Nunca me había preguntado cómo serían las habitaciones de Elodin. Pero si me lo hubiera preguntado, no me las habría imaginado como aquellas.
Eran enormes y lujosas, con techos altos y alfombras gruesas. Las paredes estaban forradas de madera noble, y los ventanales dejaban entrar la luz matutina. Había cuadros al óleo y muebles de madera antiguos y enormes. Todo destilaba una extraña normalidad.
Elodin entró deprisa por el recibidor, cruzó una bien decorada salita y llegó al dormitorio. O mejor dicho, a la cámara. Era inmensa, con una cama con dosel del tamaño de una barca. Elodin abrió de par en par un armario ropero y empezó a sacar de él varias túnicas largas y oscuras, parecidas a la que llevaba puesta.
– Toma. -Elodin me llenó los brazos de túnicas hasta que ya no pude sujetar ni una más. Algunas eran de algodón, de uso diario, pero había otras de hilo, finísimas, y de terciopelo denso y suave. Elodin se puso media docena de túnicas más en el brazo y las llevó a la salita.
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