– Si trabaja en la Factoría, podría tratarse de fiebre del fundidor -especulé. Arwyl me miró extrañado, y añadí-: En la Factoría se expone uno a toda clase de envenenamientos con metales pesados. Aquí no se dan muchos casos, porque los alumnos están bien entrenados, pero cualquiera que trabaje con bronce caliente puede morir por inhalación de vapores si no toma las debidas precauciones. -Vi que Kilvin asentía con la cabeza, y me alegré de no tener que admitir que la única razón por la que sabía aquello era que yo mismo había sufrido un caso leve hacía solo un mes.
Arwyl dejó escapar un pensativo «hummm» y señaló al otro lado de la mesa.
– ¿Maestro aritmético?
Brandeur estaba sentado en el extremo izquierdo de la mesa.
– Suponiendo que el cambista se lleva el cuatro por ciento, ¿cuántos peniques se pueden sacar de un talento? -Hizo la pregunta sin levantar la vista de los papeles que tenía delante.
– ¿Qué clase de penique, maestro Brandeur?
Levantó la vista y frunció el ceño.
– Si no recuerdo mal, todavía estamos en la Mancomunidad.
Calculé mentalmente, recordando las cifras de los libros que el maestro había dejado apartados en el Archivo. No eran las tarifas de cambio reales que ofrecería un prestamista, sino las tarifas de cambio oficiales que utilizaban los gobiernos y los financieros para engañarse unos a otros.
– Peniques de hierro. Trescientos cincuenta -dije, y añadí-: Cincuenta y uno. Y medio.
Brandeur volvió a fijar la vista en sus papeles antes de que yo hubiera terminado de hablar.
– Su brújula lee oro a doscientos veinte puntos, platino a ciento veinte puntos y cobalto a treinta y dos puntos. ¿Dónde se encuentra usted?
La pregunta me dejó atónito. La orientación mediante trifolio requería mapas detallados y triangulaciones meticulosas. Normalmente solo la practicaban los capitanes de barco y los cartógrafos, y utilizaban mapas detallados para hacer sus cálculos. Yo solo había visto una brújula de trifolio dos veces en mi vida.
O se trataba de una pregunta que aparecía en alguno de los libros que Brandeur había apartado para que los estudiáramos, o estaba deliberadamente pensada para fastidiarme. Dado que Brandeur y Hemme eran amigos, deduje que se trataba de lo último.
Cerré los ojos, visualicé un mapa del mundo civilizado y me la jugué.
– ¿En Tarbean? -dije-. ¿En algún lugar de Yll? -Abrí los ojos-. Francamente, no tengo ni idea.
Brandeur anotó algo en un trozo de papel.
– Maestro nominador -dijo sin levantar la cabeza.
Elodin me miró con una sonrisa traviesa y cómplice, y de pronto me asaltó el temor de que revelara mi participación en el incendio de las habitaciones de Hemme esa misma mañana.
Pero en lugar de eso, levantó tres dedos con gesto teatral.
– Tienes tres picas en la mano -dijo-. Y ya se han jugado cinco picas. -Levantó los dedos y me miró con seriedad-. ¿Cuántas picas hacen eso?
– Ocho picas -contesté.
Los otros maestros se rebulleron ligeramente en los asientos. Arwyl dio un suspiro. Kilvin se recostó en la silla. Hemme y Brandeur se miraron y pusieron los ojos en blanco. En general, expresaron diversos grados de resignación y exasperación.
Elodin los miró con el ceño fruncido y entrecerró los ojos.
– ¿Qué pasa? -dijo con cierta dureza-. ¿Queréis que coja esta canción y que baile más en serio? ¿Queréis que le haga preguntas que solo puede contestar un nominador?
Los otros maestros se quedaron quietos; parecían incómodos y le rehuían la mirada. Hemme fue la excepción y lo fulminó con la vista.
– Muy bien -dijo Elodin volviéndose hacia mí. Tenía los ojos muy oscuros, y su voz cobró una extraña resonancia. No subió el tono, pero cuando habló, fue como si su voz llenara toda la sala, sin dejar espacio para ningún otro sonido-. ¿Adónde va la luna -me preguntó Elodin, muy serio- cuando ya no está en nuestro cielo?
Cuando dejó de hablar, un extraño silencio se apoderó de la sala. Como si su voz hubiera dejado un agujero en el mundo.
Esperé para ver si Elodin añadía algo a su pregunta.
– No tengo ni idea -confesé. Después de oírse la voz de Elodin, la mía parecía débil e inconsistente.
Elodin se encogió de hombros, e hizo un gesto elegante dirigido al otro lado de la mesa.
– Maestro simpatista.
Elxa Dal era el único que parecía realmente cómodo con su túnica de gala. Como siempre, su barba oscura y su rostro enjuto me recordaron al mago malvado de tantas obras de teatro atur. Me miró con cierta cordialidad.
– ¿Cuál es el vínculo de la atracción galvánica lineal? -me preguntó como si tal cosa.
Lo recité sin dificultad. El maestro asintió.
– ¿Cuál es la distancia de deterioro insalvable para el hierro?
– Ocho kilómetros -contesté dando la respuesta del libro de texto, pese a que tenía algunas objeciones con relación al término «insalvable». Si bien era cierto que era estadísticamente imposible mover cierta cantidad de energía más de nueve kilómetros, podías utilizar la simpatía para alcanzar distancias mucho mayores.
– Una vez que empieza a hervir una onza de agua, ¿cuánto calor hace falta para que se consuma por completo?
Rescaté cuanto pude recordar de las tablas de vaporización con que había trabajado en la Factoría.
– Ciento ochenta taumos -respondí con más seguridad de la que en realidad tenía.
– Nada más -dijo Dal-. ¿Maestro alquimista?
Mandrag agitó una mano cubierta de manchas y dijo:
– Paso.
– Se le dan bien las preguntas sobre picas -lo animó Elodin.
Mandrag miró con el ceño fruncido a Elodin.
– Maestro archivero -se limitó a decir.
Lorren me miró fijamente, con gesto imperturbable.
– ¿Cuáles son las normas del Archivo?
Me sonrojé y agaché la cabeza.
– Andar sin hacer ruido -dije-. Respetar los libros. Obedecer a los secretarios. Nada de agua. Nada de comida. -Tragué saliva-. Nada de fuego.
Lorren asintió. No había nada en su tono ni en su postura que indicara desaprobación, pero eso solo lo hacía más difícil. Recorrió la mesa con la mirada.
– Maestro artífice.
Maldije por dentro. Durante el ciclo pasado había leído los seis libros que el maestro Lorren había apartado para que los Re'lar los estudiáramos. Solo La caída del imperio de Feltemi Reis me había llevado diez horas. Había pocas cosas que yo deseara más que entrar en el Archivo, y confiaba en impresionar al maestro Lorren contestando cualquier pregunta que pudiera ocurrírsele hacerme.
Pero no podía hacer nada. Me volví hacia Kilvin.
– Rendimiento galvánico del cobre -dijo el maestro con apariencia de oso a través de su barba.
Se lo di, en cinco medios. Había tenido que utilizarlo cuando realizaba los cálculos para las lámparas marineras.
– Coeficiente conductivo del galio.
Era un dato que yo había necesitado para incrustar los emisores de la lámpara. ¿Me estaba regalando Kilvin preguntas fáciles? Di la respuesta.
– Muy bien -dijo Kilvin-. Maestro retórico.
Inspiré hondo y me volví para mirar a Hemme. Había conseguido leer tres de sus libros, pese a que detestaba la retórica y la filosofía inútil.
Con todo, podía controlar mi aversión durante dos minutos e interpretar el papel de alumno humilde y disciplinado. Soy un Ruh, podía hacer ese papel.
Hemme me miró con el ceño fruncido; su cara, redonda, parecía una luna enfadada.
– ¿Has prendido fuego a mis habitaciones, miserable liante?
La crudeza de la pregunta me pilló completamente desprevenido. Estaba preparado para preguntas dificilísimas, o preguntas con trampa, o preguntas a las que Hemme pudiera dar la vuelta para que cualquier respuesta que yo diera pareciera errónea.
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