– No me asusta decir en voz alta lo que piensa todo el mundo -dije-. Todo el proceso de admisiones es una chapuza de una imbecilidad apabullante. El maestro Kilvin sabe perfectamente de qué soy capaz. Y Elxa Dal también. Brandeur no me conoce de nada. ¿Por qué tiene que opinar él sobre mi matrícula?
Amlia se encogió de hombros sin mirarme a la cara.
Mordí otra almendra y rápidamente la escupí en los adoquines.
– ¡Puaj! -Le acerqué la bolsita-. ¿A ti también te saben a ciruela?
Me miró un poco asqueada, y luego su mirada se fijó en algo que había detrás de mí.
Giré la cabeza y vi a Ambrose, que cruzaba el patio hacia nosotros. Iba muy elegante, como siempre, con ropa blanca de lino, terciopelo y brocado. Llevaba un sombrero con una larga pluma blanca, y esa imagen me produjo una rabia irracional. De modo inusual, Ambrose iba solo, sin su acostumbrado séquito de aduladores y lameculos.
– Maravilloso -dije en cuanto estuvo lo bastante cerca para oírme-. Ambrose, tu presencia es el baño de estiércol que cubre el pastel de estiércol que es este proceso de admisiones.
Curiosamente, Ambrose sonrió al oírme.
– Hola, Kvothe. Yo también me alegro de verte.
– Precisamente hoy he conocido a una de tus ex amantes -dije-. Supongo que trataba de superar el profundo trauma emocional que sufre por haberte visto desnudo.
Mis palabras le agriaron un tanto la expresión; me incliné hacia Amlia y le dije en un susurro teatral:
– Según mis fuentes, Ambrose tiene un pene minúsculo, y no solo eso: además, únicamente puede tener una erección si se encuentra ante un perro muerto, un cuadro del duque de Gibea y un tambor de galera sin camisa.
Amlia estaba paralizada. Ambrose la miró.
– ¿Por qué no te vas? -le dijo educadamente-. No tienes por qué escuchar esta clase de groserías.
Amlia echó a correr.
– He de admitir -dije mientras la veía marchar- que no conozco a nadie capaz de hacer correr a una mujer como tú. -Me quité un sombrero imaginario-. Podrías dar clases. Podrías enseñar una asignatura.
Ambrose se quedó de pie asintiendo con la cabeza como si nada y observándome con un extraño aire de amo y señor.
– Con ese sombrero pareces un pederasta -añadí-. Y si no te largas, puede que te lo quite de la cabeza de un manotazo. -Lo miré y agregué-: Por cierto, ¿qué tal tu brazo?
– Mucho mejor, gracias -me contestó. Se lo frotó distraídamente y siguió allí plantado, sonriendo.
Me metí otra almendra en la boca, hice una mueca y volví a escupir.
– ¿Qué pasa? -me preguntó Ambrose-. ¿No te gustan las ciruelas? -Y sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y se alejó. Todavía sonreía.
El hecho de que me quedara allí de pie viéndolo marchar, desconcertado, dice mucho de cuál era mi estado. Me llevé la bolsa a la nariz y aspiré. Me llegó el olor polvoriento de la chala de maíz, el de la miel y la canela. Ni rastro de olor a ciruela ni a nuez moscada. ¿Cómo podía saber Ambrose…?
De pronto todas las piezas colisionaron en mi cabeza. Y en ese preciso instante sonó la campana del mediodía y todos los que tenían una ficha parecida a la mía empezaron a formar una cola larga y serpenteante por el patio. Había llegado la hora de mi examen de admisión.
Salí del patio a toda velocidad.
Me puse a golpear la puerta como un desesperado, casi sin aliento después de subir corriendo al tercer piso de las Dependencias.
– ¡Simmon! -grité-. ¡Abre la puerta, necesito hablar contigo!
Se abrieron varias puertas a lo largo del pasillo, y algunos estudiantes se asomaron para ver a qué venía tanto jaleo. Una de las cabezas era la de Simmon, con el cabello rubio rojizo despeinado.
– ¡Kvothe! ¿Qué haces aquí? Pero si esa ni siquiera es mi puerta.
Fui hacia él, le hice entrar en su habitación de un empujón y, una vez yo dentro, cerré la puerta.
– Simmon, Ambrose me ha drogado. Creo que algo no va bien en mi cabeza, pero no sé qué es.
Simmon sonrió.
– Eso llevo pensándolo yo desde… -Se interrumpió y me miró con gesto de incredulidad-. Pero ¿qué haces? ¡No escupas en mi suelo!
– Es que noto un sabor raro en la boca -expliqué.
– No me importa -repuso él, enojado y confuso-. ¿Qué te pasa? ¿Naciste en un granero, o qué?
Le di un fuerte bofetón que lo envió tambaleándose hacia atrás contra la pared.
– Pues sí, nací en un granero -dije con gravedad-. ¿Pasa algo?
Sim se quedó de pie apoyado en la pared con una mano y con la otra tocándose la mejilla, que se le estaba poniendo roja. Estaba completamente perplejo.
– En el nombre de Dios, ¿qué te pasa?
– No me pasa nada, pero será mejor que vigiles tu tono. Me caes bastante bien, pero que no tenga unos padres ricos no significa que seas mejor que yo. -Fruncí el ceño y volví a escupir-. Dios, qué asco, odio la nuez moscada. La odio desde que era pequeño.
De pronto Sim mudó la expresión.
– Ese sabor que tienes en la boca… -dijo-. ¿Es sabor a ciruela y especias?
Asentí.
– Es repugnante.
– ¡Divinas cenizas! -dijo Sim en voz baja, profundamente consternado-. Vale. Tienes razón. Te han drogado. Ya sé qué es. -Enmudeció cuando yo me di la vuelta y fui a abrir la puerta-. ¿Qué haces?
– Voy a matar a Ambrose -respondí-. Por envenenarme.
– No es un veneno. Es… -Se interrumpió bruscamente, y luego continuó con voz calmada y serena-: ¿De dónde has sacado esa navaja?
– La llevo siempre atada a la pierna, bajo el pantalón -contesté-. Para casos de emergencia.
Sim respiró hondo y soltó el aire despacio.
– Antes de ir a matar a Ambrose, ¿me das un minuto para que te lo explique?
Me encogí de hombros.
– Vale.
Sim señaló una silla.
– ¿Te importaría sentarte mientras hablamos?
– Muy bien. -Di un suspiro y me senté-. Pero date prisa. Tengo que ir a examinarme.
Sim asintió tranquilamente y se sentó en el borde de su cama, enfrente de mí.
– Veamos, ¿sabes cuando alguien ha bebido y se le mete en la cabeza hacer alguna estupidez? Y no hay manera de convencerlo para que no lo haga, aunque sea evidente que no es una buena idea.
– ¿Como el día que querías ir a hablar con aquella arpista delante del Eolio y vomitaste encima de su caballo? -dije riendo.
– Exactamente -confirmó Sim asintiendo con la cabeza-. Pues los alquimistas hacen una cosa que produce el mismo efecto, pero mucho más extremo.
– No estoy borracho ni nada parecido -dije meneando la cabeza-. Tengo la cabeza completamente despejada.
Sim volvió a asentir sin impacientarse.
– No es como estar borracho -aclaró-. Solo te afecta en ese sentido. No te mareas, ni te cansas. Pero es mucho más fácil que cometas alguna estupidez.
Reflexioné un momento.
– Dudo que sea eso -dije-. Yo no tengo ninguna intención de cometer estupideces.
– Hay una forma de saberlo -replicó Sim-. ¿Se te ocurre algo ahora mismo que creas que no deberías hacer?
Cavilé un poco mientras golpeaba el borde de mi bota con la parte plana de la hoja de la navaja.
– No debería… -No terminé la frase.
Seguí pensando bajo la atenta mirada de Sim.
– ¿… saltar desde el tejado? -dije tentativamente.
Sim se quedó mirándome sin decir nada.
– Creo que ya entiendo el problema -dije-. Es como si no tuviera filtros conductuales.
Simmon compuso una sonrisa de alivio y asintió, más animado.
– Es exactamente eso. Todas tus inhibiciones están hechas picadillo, hasta tal punto que ni siquiera te das cuenta de que han desaparecido. Pero todo lo demás sigue igual. Te mantienes firme, sabes expresarte y puedes razonar.
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