Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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Capítulo 7

Admisiones

A la mañana siguiente me mojé la cara y bajé medio dormido. La taberna de Anker's iba llenándose de clientes que querían comer pronto; también había unos cuantos estudiantes particularmente desconsolados que ya empezaban a beber.

Había dormido poco, y con los ojos todavía empañados me senté en mi mesa del rincón y empecé a inquietarme por mi inminente entrevista.

Kilvin y Elxa Dal no me preocupaban. Estaba preparado para sus preguntas. Y, en gran medida, también para las de Arwyl. Sin embargo, los otros maestros entrañaban misterios de diversas dimensiones.

Al inicio del bimestre, cada maestro ponía a disposición de los alumnos una selección de libros en Volúmenes, la sala de lectura del Archivo. Había textos básicos pensados para los E'lir de rango inferior, y obras progresivamente más avanzadas para los Re'lar y los El'the. Esos libros revelaban los conocimientos que los maestros consideraban valiosos. Eran los libros que los alumnos listos estudiaban antes de presentarse al examen de admisión.

Pero yo no podía pasearme por Volúmenes como los demás. Era el único alumno al que habían prohibido la entrada en el Archivo desde hacía doce años, y todo el mundo lo sabía. Volúmenes era la única sala bien iluminada de todo el edificio, y durante las admisiones siempre había allí gente leyendo.

Así pues, me vi obligado a buscar copias de los textos propuestos por los maestros sepultadas en Estanterías. Os sorprendería cuántas versiones del mismo libro puede haber. Si tenía suerte, el libro que encontraba era idéntico al que el maestro había apartado en Volúmenes. La mayoría de las veces, las versiones que encontraba estaban anticuadas, expurgadas o mal traducidas.

Llevaba varias noches leyendo cuanto podía, pero perdía un tiempo muy valioso buscando los libros, y mi preparación todavía era deplorable.

Iba dándoles vueltas a esos pensamientos angustiantes cuando me distrajo la voz de Anker.

– Mira, Kvothe es ese de ahí -decía.

Levanté la cabeza y vi a una mujer sentada a la barra. No vestía como una alumna. Llevaba un bonito vestido granate de falda larga y cintura ceñida, y guantes a juego hasta el codo.

Con un movimiento calculado, consiguió bajar del taburete sin que se le enredaran los pies; vino hacia mí y se paró junto a mi mesa. Llevaba el cabello rubio cuidadosamente rizado, y los labios pintados de color rojo intenso. No pude evitar preguntarme qué hacía en un sitio como Anker's.

– ¿Tú eres el que le rompió el brazo al idiota de Ambrose Anso? -me preguntó.

Hablaba atur con un marcado y musical acento modegano. Eso hacía que costara un poco entenderla, pero mentiría si dijera que no lo encontré atractivo. El acento modegano tiene una notable carga sexual.

– Sí -afirmé-. No lo hice del todo a propósito, pero sí.

– En ese caso, tienes que dejar que te invite a una copa -dijo ella con el tono de una mujer acostumbrada a salirse con la suya.

Le sonreí y lamenté no llevar más de diez minutos despierto, porque todavía tenía el ingenio embotado.

– No serías la primera que me invita a una copa por ese motivo -dije con franqueza-. Si insistes, me tomaré un aguamiel de Greysdale.

La mujer se dio la vuelta y volvió a la barra. Si era una alumna, era nueva. Si hubiera llevado allí aunque solo fueran unos días, Sim me habría hablado de ella, porque llevaba la cuenta de todas las muchachas hermosas de la ciudad, y las cortejaba con ingenuo entusiasmo.

La modegana regresó al cabo de un momento y se sentó enfrente de mí, acercándome una jarra de madera. Anker debía de haber acabado de lavarla, porque el asa le dejó unas marcas de humedad en los guantes de color granate.

Levantó su vaso, lleno de vino tinto.

– Por Ambrose Anso -dijo con repentina fiereza-. Que se caiga en un pozo y se muera.

Cogí la jarra y di un sorbo, y me pregunté si habría alguna mujer en cien kilómetros a la redonda a la que Ambrose no hubiera maltratado. Me sequé discretamente la mano en los pantalones.

La mujer dio un gran sorbo de vino y golpeó la mesa con el vaso. Tenía las pupilas muy dilatadas. Pese a lo temprano que era, ya debía de llevar un buen rato bebiendo.

De repente percibí un olor a nuez moscada y a ciruela. Olisqueé mi jarra y miré el tablero de la mesa pensando que quizá alguien había derramado una bebida. Pero no había nada.

Entonces la mujer que estaba sentada enfrente de mí rompió a llorar. Y no fueron unas lagrimitas discretas. Fue como si alguien hubiera abierto un grifo.

Se miró las manos enguantadas y sacudió la cabeza. Se quitó un guante húmedo, me miró y, entre sollozos, pronunció unas palabras en modegano.

– Lo siento -me disculpé, desconsolado-. No hablo…

Pero ella ya había retirado la silla y se levantaba. Corrió hacia la puerta mientras se enjugaba las lágrimas.

Anker me observaba desde detrás de la barra, como el resto de los que estaban en la taberna.

– No ha sido culpa mía -aclaré señalando la puerta-. Se ha puesto así ella sola.

La habría seguido y habría intentado resolverlo todo, pero ella ya estaba fuera, y faltaba menos de una hora para mi entrevista de admisiones. Además, si trataba de ayudar a todas las mujeres que Ambrose había traumatizado, no tendría tiempo para comer ni para dormir.

Lo bueno fue que aquel extraño encuentro me despejó la mente, y ya no estaba espeso y atontado por la falta de sueño. Decidí aprovechar aquella circunstancia y liquidar mi entrevista de admisiones. Como decía mi padre, cuanto antes empiezas, antes acabas.

Camino del Auditorio, me paré a comprar un dorado pastel de carne en el carrito de un vendedor ambulante. Sabía que iba a necesitar hasta el último penique para pagar mi matrícula de ese bimestre, pero de todas formas, el precio de una comida decente no iba a cambiar mucho mi situación. Era un pastel sólido y caliente, relleno de pollo, zanahorias y salvia. Me lo comí mientras andaba, deleitándome con la pequeña libertad de comprarme algo que me apetecía en lugar de contentarme con lo que Anker tuviera a mano.

Cuando me terminé el último trozo de corteza, olí a almendras garrapiñadas. Me compré una palada generosa, y me la sirvieron en una ingeniosa bolsa hecha con una chala de maíz seca. Me costó cuatro drabines, pero llevaba años sin probar las almendras garrapiñadas, y pensé que no me vendría mal tener un poco de azúcar en la sangre cuando estuviera contestando las preguntas.

La cola de admisiones recorría el patio. No era exageradamente larga, pero aun así era un fastidio. Reconocí una cara de la Factoría y me puse junto a una joven de ojos verdes que también esperaba su turno.

– Hola -la saludé-. Eres Amlia, ¿verdad?

Ella me sonrió con timidez y afirmó con la cabeza.

– Me llamó Kvothe -dije, e hice una pequeña reverencia.

– Ya sé quién eres -repuso ella-. Te he visto en la Artefactoría.

– Deberías llamarla la Factoría -dije. Le ofrecí la bolsa de almendras-. ¿Te apetece una almendra garrapiñada?

Amlia negó con la cabeza.

– Están muy buenas -dije, y sacudí la chala de maíz para tentarla.

Amlia estiró un brazo, vacilante, y cogió una.

– ¿Esta es la cola del mediodía? -pregunté señalando.

Ella negó con la cabeza.

– Todavía faltan un par de minutos para que podamos empezar a formar la cola.

– Es absurdo que nos hagan pasar tanto rato aquí de pie -opiné-. Como ovejas en un cercado. Este proceso es una pérdida de tiempo para todos, y además es insultante. -Vi una sombra de ansiedad en el rostro de Amlia, y pregunté-: ¿Qué pasa?

– Es que hablas en voz muy alta -contestó ella mirando alrededor.

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