La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas, resultó de pronto perturbada, tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le daba vueltas. Le dio la sensación de que se encontraba en el interior de algún imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro gigantesco.
Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en una serie interminable de direcciones y posibilidades.
Y Ciri comenzó a ver.
Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de cabellos cenicientos. La muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad, teme los susurros que surgen de la oscuridad, le aterran los golpes de las herraduras que escucha. La mujer morena que lleva una centelleante estrella con brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever. Sigue conduciendo a la muchacha hacia delante. Hacia su destino.
Kelpa avanza. La siguiente puerta.
Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una senda congelada y cubierta de nieve. El cielo es de color rojo.
La siguiente puerta.
Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke. Ambas miran, sus rostros se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o el futuro? ¿La verdad o la mentira?
Sobre ambas, Nenneke y Iola, unas manos. Las manos extendidas en un gesto de bendición de un mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un brillante que refulge como la estrella del alba. En los hombros de la mujer hay un gato. Sobre su cabeza, un halcón.
La siguiente puerta.
Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados por la fuerza del viento. No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.
No aquí. En la cima del monte.
Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras. Caminan despacio. Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares. Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen Zigrin y Paulie Dahlberg. Fabio Sachs… Jarre… Tissaia de Vries.
Mistle…
¿Geralt?
La siguiente puerta.
Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una mazmorra. Sus dedos son una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros están desgreñados y enmarañados… Los labios rotos e hinchados… Pero en sus ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de lucha y resistencia.
– ¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!
La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.
Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos en sí mismos. Procurándose el uno al otro placer.
Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los cascos resuenan. En la oscuridad palpitan los susurros.
La siguiente puerta.
Hola, Ciri.
– ¿Vysogota?
Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina. ¿Lo conseguiste sin daño?
– Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu hija…
Me refería a un daño psíquico.
– Me abstuve de vengarme… No maté a todos… No maté a Antillo… Aunque él fue quien me hirió y desfiguró. Me controlé.
Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había leído. Porque esto ya había sido descrito… Todo esto ya había sido descrito. ¿Sabes lo que te dan los estudios? La capacidad de utilizar las fuentes.
– ¿Cómo es posible que estemos hablando…? Vysogota… Acaso tú…
Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me enteré, de lo que me di cuenta… Ahora ya sé dónde fueron a parar los días perdidos, qué sucedió en el desierto de Korath, de qué forma desapareciste ante los ojos de tus perseguidores…
– ¿Y la forma en que entré en esta torre, también?
La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y sobre el espacio. Sobre las dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los Mundos, Ciri. Posees un poderosa Fuerza. No permitas que te la quiten y la usen para sus propios objetivos, criminales e indignos…
– No lo permitiré.
Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.
– Adiós, Viejo Cuervo.
La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.
Y un penetrante olor a flores.
Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho, que era barrida aprisa por el viento. La superficie del agua estaba pulida como un espejo, sobre el verde diván de planas hojas de nenúfar resaltaban unas flores blancas.
Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.
Hacía calor.
Era primavera.
Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era posible. Noviembre, hielo, nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre una cumbre cubierta de matojos… eso era allí. Y aquí es aquí, aquí la delgada torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se refleja en el agua verde de un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque sólo en mayo florecen la rosa salvaje y la cereza.
Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y saltarina melodía.
En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos blancos como la nieve. Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces los caballos alzaron las cabezas y relincharon, el agua les caía de los morros, y Ciri lanzó un fuerte suspiro.
Porque no eran caballos, sino unicornios.
Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.
Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos cerezos cubiertos de blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por propia iniciativa, sin que la apremiaran. Ciri tragó saliva. Los dos unicornios, inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban en la superficie del agua, pulida como un espejo.
Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo rubio de rostro triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con habilidad los dedos por los agujeros de la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa, aunque las miró, no dejó de tocar.
Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri había percibido en su vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente: en el mundo en el que he vivido hasta ahora, simplemente los cerezos huelen de otro modo.
Porque en aquel mundo todo es distinto.
El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de los labios, se incorporó.
– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó con una sonrisa-. ¿Qué te ha entretenido?
***