No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd, cuando el hechicero Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima…
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y monstruoso calor. No podía creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una torre, simplemente no había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo unos cúmulos de rocas cubiertos de tallos desnudos, secos y congelados.
– ¡Ésta es tu torre! -gritó-. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de piedras!
Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las cercanías de una colina, sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a los cielos por lo que había encontrado.
– ¡Te dije -gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas- que eras mía! ¡Que haría contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni los dioses, ni los diablos, ni los demonios! ¡Ni tampoco los hechizos! ¡Eres mía, brujilla!
Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento que salía de no se sabe dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró de las riendas con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la testa, golpeteaba en el suelo, se resbalaba en el hielo.
Delante de ellos -entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri- bailaba sobre la capa de hielo un unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la postura típica de los escudos de armas.
– ¡No podrán conmigo estas tretas! -gritó el cazador, al tiempo que controlaba el caballo-. ¡No me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las formas se iban haciendo cada vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos jinetes vestidos con armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones, yelmos abollados y agujereados decorados con cuernos de búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos. Por debajo de las viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor lívido. Unos estandartes deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una corona sobre el yelmo, con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza herrumbrosa.
Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro. Controló su miedo, no se dejó llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras, relinchó salvaje, dio coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos con un chapoteo horroroso, la capa de hielo se elevó perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las patas delanteras en el borde, lo hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un salto. Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un campanario. Los pulmones estaban a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo, seguramente el caballo que se iba hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del agujero en el hielo. Sin ceder al pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se derrumbó, respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos espolvoreados de blanco… todo se inundó de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez, una cúpula de luz de la que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon columnas bailarinas y remolinos de luz. En el firmamento estuvieron suspendidas por un instante las formas centelleantes, ágiles y rápidamente mudables de cintas y colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un garrote.
En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y un montón de piedras se elevaba ahora una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera labrada de un solo trozo de basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas almenas de la cima ardía la aurora borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la marcada línea de la fea cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora, cómo entraba sin apresurarse en la tiniebla negra, bajo el arco de piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina nevada, un montón de piedras, unos tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el cazador de recompensas gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo, gritó, aulló, bramó y blasfemó contra los hombres, los dioses y los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó por la helada superficie del lago Tarn Mira.
El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo largo corredor detrás de una arquería, el mismo interminable abismo de la perspectiva de columnas y estatuas. No era posible comprender de qué forma el delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo. Pero también sabía que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había surgido de la nada, había aparecido donde antes no existía. En aquella torre podía haber de todo y no había por qué asombrarse.
Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que hubiera tenido tiempo. Pero prefería asegurarse.
La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor innatural.
Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía. Huesos. Cráneos, tibias, costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un gigantesco osario. Kaer Morhen, pensó, recordando. A los muertos se los debiera enterrar bajo tierra… Cuánto tiempo hacía de aquello… Entonces todavía creía en ello… En la majestad de la muerte, en el respeto a los muertos… Y la muerte no es más que muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No importa dónde yace, ni dónde se pudren sus huesos.
Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La oscuridad ondulaba como si fuera humo, los oídos se le llenaron con unos susurros intrusos, con unos suspiros, con unos cánticos lejanos. Ante ella estalló de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas gigantescas. Se abrieron unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas hojas que se abrían ante ella sin un susurro.
Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.
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