El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de que se apagara, chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Bert Brigden gritó, arrojó la espada y se lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún tiempo corrió a cuatro patas como un perro.
– ¡Rience!
El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos le temblaban, la voz también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del todo.
El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie estalló. Pero no a través, para cortar el camino a la muchacha que se acercaba. Estalló a lo largo. La capa de hielo se abrió con un sonoro chasquido, agua negra salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez en dirección a Dacre Silifant, que la contemplaba asombrado.
– ¡A los lados! -gritó Skellen-. ¡Huiiid!
Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en grandes pedazos. Dacre perdió el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el agujero también Boreas Mun, desapareció bajo el agua el gemmeriano que estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim. Después el agua negra devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los bordes en el último instante. La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló sobre la grieta, aterrizó salpicando hielo deshecho, desapareció detrás de Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo de un instante a los oídos de Antillo, que colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que erizaba los cabellos.
Lo había alcanzado.
– Señor… -jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido encaramarse sobre el hielo-. Dadme la mano… Señor coronel…
Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar terriblemente. El borde del hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció bajo el agua. Pero volvió a emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el hielo haciendo un esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite. Junto a él fue creciendo un charco.
Bóreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.
– Sálvame… Mun… Ayuda…
Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience. Sus húmedos cabellos estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes tintineaban como castañuelas, sonaba como la fantasmal obertura de alguna danse macabre infernal.
Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.
Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo con una línea goteante. Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los huesos por el agua helada, de pronto le embargó un calor insoportable.
Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano alzarse sobre la plataforma.
– Ayuda… -Rience venció su castañeteo de dientes-. Sálvame…
La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos, a baja altura, hacia las caderas.
– Sálvame -gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo-. Sálvame… Y te diré… dónde está Yennefer… Lo juro…
La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Bóreas Mun vio una terrible cicatriz y ahogó con dificultad un grito.
– Rience -dijo Ciri, aún sonriente-. Pues si tú me querías enseñar lo que es el dolor. ¿Lo recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con éstos con los que ahora te sujetas al hielo?
Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero castañeteaban y chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri giró y alzó la mano con la espada. Bóreas apretó los dientes convencido de que iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba impulso para ponerse en marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue, deprisa, impulsándose con bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la niebla, al cabo de un momento se apagó también el rítmico chirrido de los patines.
– Mun… Saaa… saca… me… -ladró Rience, con la barbilla sobre el borde de la grieta. Echó las dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía ya todas rotas. Enderezó los dedos, intentando agarrarse a la superficie con las palmas y las muñecas. Bóreas Mun le miraba y estaba seguro, completamente seguro…
Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha se acercó con increíble velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó hasta el mismo borde de la grieta, se detuvo junto a la orilla.
Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció. Encima del hielo, encima de unas huellas muy regulares de los patines, había sangre. Y dedos. Ocho dedos.
Boreas Mun vomitó sobre el hielo.
Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un loco, sin cuidarse de que el caballo podía romperse una pierna en cualquier momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las hojas escarchadas de los abetos le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el cogote polvo de hielo.
El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola humeante de una hechicera.
Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.
Lo presentía.
Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad hacia el fondo del lago a una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual se había deslizado del bolsillo de un cadáver que se iba hundiendo en la arcilla. Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando una nubecilla de fango, las percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de pronto huyeron asustadas.
La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.
– ¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no respondéis desde hace dos días? ¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha? ¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me oyes? ¡No podéis permitir que entre en la Torre de la Golondrina…! ¡Rience! ¡Responde, diablos! ¡Rience!
Rience, naturalmente, no podía responder.
La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó Bonhart, estoy en el borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde está esa puñetera torre?
La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba casi delante de él, sentada sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se comunica con ese animal. La envió a la otra punta del lago y la ordenó esperarla.
Pero tampoco esto le va a ayudar.
Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla. Primero haré que suplique por su vida… Y luego la mataré.
Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope maníaco.
Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había burlado de él.
No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado. Estaba en la otra orilla del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se doblaba ahora sobre el lado contrario: la muchacha, que iba por la cuerda del arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.
Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.
– ¡Corre, Kelpa!
De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola había hecho que la abrumara el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en plantarle cara en una lucha, un puño invisible le apretaba el estómago.
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