Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo negro, de los ollares le salía una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo de piel de almizclera, tenía el rostro embargado por la locura.
Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más profundo de su espíritu, sin embargo, contaba con que el jinete no se iba a atrever a adentrarse con el caballo en el quebradizo hielo.
Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El pescador la cogió, la desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un ojo vio cómo el jinete desmontaba, arrojaba las riendas a un desnudo arbusto y se acercaba a él, pisando con precaución en la superficie resbaladiza. La perca se agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las agallas. Gosta se levantó, se inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de arma.
– No tengas miedo.
Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la cara, deformada por una horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la espalda, veía la empuñadura de hermoso trabajo que surgía por encima del hombro.
– No te haré nada malo -dijo en voz baja-. Sólo quiero preguntar por algo.
Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la helada. ¿Quién pasea o viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.
– Este país. ¿Es Mil Trachta?
– Cierto… -murmuró, mirando al agujero, al agua negra-. Mil Trachta. Pero nostros decimos: Cien Lagos.
– ¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?
– Tos lo conocen. -Miró a la muchacha, asustado-. Ca en estos lares lo decimos Sinfondo. Un lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran allí, ahogan al que pasa. Y en unas ruinas viejas y encantadas anidan las ánimas.
Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.
– ¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?
– ¡Qué va a haber una torre! -No consiguió contener un resoplido-. Unos pedruscos encima dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones de cascotes…
La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de coloreadas rayas. La muchacha se quedó absorta, pensativa.
– La muerte en el hielo -dijo- posee en sí misma algo como fascinante.
– ¿Lo qué?
– ¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?
Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta aguda del punzón. Movió la cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla del lago golpeaba con los cascos en los terrones congelados, relinchaba, arrojaba vaho con un sonido ronco.
Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo galopaba por las aristas del barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los alisos y sauces sin hojas ya, a través del hermoso bosque de cuento de hadas, decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La yegua mora corría con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían escuchar los golpeteos de sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de las ramas que golpeaba la nieve plateada. Como si por aquel bosque de cuento de hadas escarchado y paralizado por la helada estuviera cabalgando no un caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo fantasma.
¿Y no sería aquello una aparición?
¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el aspecto de una muchacha de grandes ojos verdes y rostro deforme?
¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas ruinas malditas?
Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a casa cruzando el bosque. Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le aconsejaban que no fuera por el sendero, que no se expusiera a la vista. La muchacha, le decía la razón, pese a todas las apariencias, no era un fantasma, era un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un caballo. Y detrás de los que cabalgan a toda prisa por despoblados, y para colmo en invierno, suelen ir los perseguidores.
Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce jinetes.
Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el arzón de la silla. Pero el xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.
– Mierda de magia -comentó Bonhart con voz fría-. Se jodio, vaya un cacharro de feria.
– O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos -añadió Stefan Skellen.
Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.
– Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos. Gracias al señor Vilgefortz sabemos adonde se dirige esta muchacha. Sabemos adonde vamos y lo que tenemos que hacer. Opino que esto es mucho. En comparación con vuestras acciones de hace un mes.
– No hables tanto. Eh, Bóreas, ¿qué dicen las señales?
Bóreas Mun se enderezó, tosió.
– Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta cabalgar deprisa. Mas éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan extraordinaria nos lleva una ventaja de cinco o seis millas.
– Y en verdad se mete entre estos lagos -murmuró Skellen-. Vilgefortz tenía razón, y yo no lo creí…
– Yo tampoco -reconoció Bonhart-. Pero sólo hasta el momento en que los labriegos ayer confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún constructo mágico.
Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Antillo lanzó un vistazo por su hombro izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no le gustaba el aspecto de la cara de la telépata. Se está poniendo nerviosa, pensó. Esta persecución nos ha cansado a todos, física y psíquicamente. Ya es hora de terminar. Lo más pronto posible.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la noche anterior.
– ¡Vale ya! -Se sacudió-. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!
Bóreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra completamente congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve empujada por el viento sólo se mantenía en los surcos y las hendiduras. En ellas buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la yegua mora. Tenía que prestar mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la voz mágica que les llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles consejo y advertirles.
Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha desde hacía ya casi tres semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dáre. Casi tres semanas sobre las sillas, todo el tiempo al acoso. Y ni la yegua mora ni la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni aminoraban la velocidad.
Bóreas Mun observaba las huellas.
No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche. En ese sueño se hundía, se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y él bajaba hacia el fondo, el agua helada le llenaba la garganta y los pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril, aunque a su alrededor hacía un frío de perros.
Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de acabar con esto.
– ¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?
El xenovoce callaba como un maldito.
Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos heladas. El cuello y la espalda estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le dolían, cada movimiento un poco fuerte del caballo le recordaba este dolor. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir.
Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un frío penetrante y, desde hacía un par de días, con una helada que rompía los huesos.
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