– Sin escenas, sin escenas -dijo, aparentando estar furiosa y crispada-. Vais a una guerra normal y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la vista.
– Hasta la vista, madre.
Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma sacerdotisa Nenneke, la hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las acompañaron con la mirada.
Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.
– ¿Qué pasa? -Nenneke puso sus ojos sobre él.
– ¡Se lo has permitido! -estalló el muchacho con pasión-. ¡A ellas, unas mujeres, les has permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está permitido? ¿Tengo que seguir volviendo las páginas de pergaminos polvorientos, aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un cobarde! Es una vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres…
– Esas mujeres -le interrumpió la sacerdotisa- han estudiado durante toda su joven vida las técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los enfermos y heridos. Van a la guerra no por patriotismo ni deseo de aventura, sino porque con toda seguridad allí habrá enfermos y heridos. ¡Un montón de trabajo, de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y otras muchachas son la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como parte de la sociedad, paga a la sociedad su deuda. Da al ejército y a la guerra su aportación: especialistas bien entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre? ¡Especialistas! ¡No carne de cañón!
– ¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!
– Has dicho una tontería, Jarre -dijo Triss en voz alta-. No has entendido nada.
– Yo quiero ir a la guerra… -La voz del muchacho se quebró-. Quiero salvar a… Ciri…
– Vaya -dijo Nenneke con tono de burla-. El caballero andante quiere ir a salvar a la dama de su corazón. En un caballo blanco…
Se calló al ver la mirada de la hechicera.
– Basta ya de todo esto, Jarre -reprendió al muchacho con la mirada-. ¡Te he dicho que no te lo permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia. Vamos, Triss. No perdamos tiempo.
Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo barato, un libro de cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas, inclinada sobre los objetos, estaba Iola Primera, la sacerdotisa de dones proféticos.
– No te apresures, Iola -le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado-. Concéntrate poco a poco. No queremos una predicción repentina, no queremos un enigma con mil respuestas. Queremos una imagen. Una imagen clara. Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri, Ciri los tocó. Absorbe el aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.
En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió muy deprisa los tejados y el patio del santuario.
Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.
– Estoy lista, madre -dijo Iola Primera con su voz melodiosa.
– Comienza.
– Un momento. -Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle, arrojó de sus hombros la piel de chinchilla-. Un momento, Nenneke. Quiero entrar en trance con ella.
– Eso es arriesgado.
– Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri… Amo a esa muchacha como a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida, arriesgando su propia cabeza…
La voz de la hechicera se quebró de pronto.
– Lo mismito que Jarre. -La suma sacerdotisa meneó la cabeza-. Corres a salvarla, a ciegas, a matacaballo, sin saber adonde ni por qué. Pero Jarre es un muchachillo ingenuo, mientras que tú eres una maga adulta y al parecer sabia. Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en trance. Y que sin embargo te puedes perjudicar a ti misma.
– Quiero entrar en trance junto con Iola -repitió Triss, mordiéndose los labios-. Permítemelo, Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque de epilepsia? Incluso si así fuera, me sacas de él y en paz.
– Te arriesgas -dijo Nenneke muy despacio- a que veas aquello que no debieras ver.
El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí una vez. En el que me enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi tumba. El Monte y la tumba que algún día se acordarán de mí.
Lo sé. Ya me fue predicho antes.
– Yo ya he tomado mi decisión -dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se levantaba y echaba con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello-. Comencemos.
Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.
– Comencemos -dijo en voz baja-. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí, Triss. Toma a Iola de la mano.
En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.
Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien Lagos, en un lugar alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele unos quinientos mil vuelos de cuervo, una pesadilla despertó bruscamente al pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el contenido de lo que había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar el sueño durante mucho tiempo.
Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una perca, sólo se consigue con los primeros hielos.
El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba de todos y era tan caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los primeros hielos y las primeras nevadas dieron una desagradable sorpresa, como un ladrón en una emboscada. Fue al principio de noviembre, hacia Saovine, en una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y había un montón de trabajo. Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el lago y cuando casi casi parecía que iba a poder sostener el peso de un hombre, el caprichoso invierno cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la lluvia, y la capa humedecida por ella gimió, se desgajó de la orilla y la deshizo el cálido viento del sur. ¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es invierno o no es invierno?
No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin nieves, sin ventiscas, pero a cambio el frío golpeaba como el herrero con el martinete. Hasta hacía temblar los huesos. En el transcurso de una noche el agua que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en afilados carámbanos de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron pegados a los congelados cenagales.
Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados en forma de hielo.
Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una caja con una cuerda para llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos de pesca. Limpió con cuidado sus botas de paja, tomó la zamarra, asió el punzón, el saco y se apresuró al lago.
Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.
El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero resistía. Gosta avanzó perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se sentó sobre la caja, desenrolló la cuerda de pelo de caballo asida a una corta verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un gancho, la lanzó al agua. La primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la cuerda y se tensara.
No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo yacían ya más de medio centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas como la sangre. Gosta tenía más percas de las que necesitaba, pero su euforia de pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo, siempre podía regalar los peces a los vecinos.
Escuchó un relincho agudo.
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