– El tonto del convento viajó entonces hacia las tinieblas -quiso asegurarse Reynevan-. Y en lo que hasta entonces fuera su cuerpo se encarnó un negotium perambulans. Se intercambiaron, ¿verdad?
– Equilibrio -confirmó Circulos con la cabeza-. Yin y Yang. O… si la Cabala te es más cercana, Keter y Malkut. Si existe la cumbre, la altura, también ha de existir el abismo.
– ¿Y se puede hacer retroceder esto? ¿Rectificarlo? ¿Hacer que suceda un nuevo intercambio? Para que volviera… Sabéis…
– Sé. Es decir, no sé.
Estuvieron sentados durante un instante silenciosos y mudos, un silencio solamente enturbiado por los ronquidos de Coppirnik, el hipo de Buenaventura, los delirios de los idiotas, el susurro de las voces de los que discutían en el barrio Omega y el Benedictus Dominus que rezaba Camaldulense en voz baja.
– Él -dijo por fin Reynevan-. Sansón, es decir… Se llama a sí mismo el Vagabundo.
– Acertado.
Estuvieron callados durante algún tiempo.
– Tal cacodaemon -habló por fin Reynevan- de seguro que dispone de alguna fuerza… sobrehumana. De alguna… capacidad…
– ¿Te quiebras la cabeza -adivinó por fin Circulos, dando pruebas de perspicacia-pensando si puedes esperar salvación de su parte? ¿Si, acaso, estando él mismo libre, no habrá olvidado a sus compañeros en prisiones? Quieres saber si puedes contar con su ayuda. ¿Verdad?
– Verdad.
Circulos guardó silencio durante un tiempo.
– Yo no contaría con ello -anunció por fin con cruel sinceridad-. ¿Por qué habrían en esto de diferenciarse los demonios de los seres humanos?
Fue aquélla su última conversación. El hecho de si Circulos había tenido éxito en activar el amuleto contrabandeado en el culo y convocar al demonio Mersilde siguió siendo un secreto por los siglos de los siglos. Mas la teleportación fuera de toda duda no había salido. Circulos no se transportó en el espacio. Seguía estando en la torre. Yacía boca arriba en su nido, estirado, con ambas manos apretadas contra el pecho, con los dedos aferrados en un espasmo a la ropa.
– Por la Santa Virgen… -jadeó Institor-. Cubridle el rostro…
Scharley tapó con un jirón de manta la monstruosa máscara, deformada en un paroxismo de dolor y miedo. Los labios retorcidos y cubiertos de espuma seca. La boca abierta de par en par y los ojos salientes, acuosos y turbios.
– Llamad al hermano Tranquilus.
– Cristo… -gimió Coppirnik-. Mirad…
Junto al nido del difunto yacía con la tripa hacia arriba la rata Martín. Retorcida por el dolor, con los amarillentos dientes al aire.
– Un diablo le retorció el pescuezo -determinó con un gesto de experto Buenaventura-. Y se llevó su alma al infierno.
– Cierto, sin duda -lo apoyó Institor-. Pintaba diabluras en las paredes y se pasó de listo. Pues si hasta el más tonto lo ve: hexagramas, pentagramas, zodiacos, cabalas, zéfiros, otros símbolos diabólicos y judíos. Invocó al diablo el viejo truhán. Para su propia perdición.
– Lagarto, lagarto, fuerzas impuras… Habrá que borrar todos estos dibujillos. Regarlos de agua bendita. Celebrar una misa, antes de que el mal se nos pegue también a nosotros. Llamad a los monjes… ¿De qué os reís?
– Adivinad.
– Pues ciertamente -Urban Horn bostezó- digno de burla es lo que chamulleáis. Y vuestra agitación. ¿Qué hay aquí para excitarse? El viejo Circulos murió, dobló el pescuezo, estiró la pata, se despidió de este mundo, viajó a los campos elíseos. Que la tierra le sea leve y la lux perpetua lo ilumine. Y finís en esto, anuncio el final del duelo. ¿Y el diablo? Pues al diablo con el diablo.
– Oh, don Mumolno. -Tomás Alfa meneó la cabeza-. No bromeéis con el diablo. Porque visibles son aquí sus señales. Quién sabe, igual todavía ronda por aquí, escondido en la tiniebla. Sobre este lugar de muerte se alzan vapores infernales. ¿No los percibís? ¿Qué es esto, en vuestra opinión, sino azufre? ¿Eh? ¿Qué es lo que apesta aquí?
– Vuestros calzones.
– Si no fue el diablo -Buenaventura estalló-, ¿qué, según vos, lo mató?
– El corazón -dijo Reynevan, cierto que no muy convencido-. Le estalló el corazón. Tuvo lugar una plethora. El exceso de bilis transportada por el pneuma produjo un tumor, se ocasionó una obstrucción, es decir un infarto. Hubo un spasmus y estalló la arteria pulmonalis.
– Escuchad -dijo Scharley-. Habló la ciencia. Sine ira et studio. Causa finita, todo claro.
– ¿Seguro? -intervino de pronto Coppirnik-. ¿Y la rata? ¿Qué mató a la rata?
– El arenque que se había comido.
En la parte de arriba crujieron las puertas, chirriaron las escaleras, golpeteó contra los escalones el barrilete.
– ¡Alabado sea Dios! ¡La comida, hermanos! ¡Venga, a orar! ¡Y después, con los platitos a por el pescadete!
A la petición de agua bendita, de la eucaristía y de un exorcismo sobre el nido del difunto, contestó el hermano Tranquilus con un encogimiento de hombros muy significativo y con un aún más significativo golpeteo sobre la sien. Este hecho avivó extraordinariamente las tertulias de después de la comida. Atrevidas tesis y suposiciones resultaron expuestas y diseñadas. Según las más atrevidas, el propio hermano Tranquilus era un herético y adorador del diablo, puesto que sólo los tales le niegan a los fieles el agua bendita y la ayuda espiritual. Sin hacer caso de que Scharley y Horn se estaban muriendo de risa, Tomás Alfa, Buenaventura e Institor comenzaron a ahondar en el tema. Hasta el momento en que -para asombro de todos- se sumó a la discusión la persona que menos se esperaban. Camaldulense, nada más y nada menos.
– El agua bendita -el joven sacerdote dejó escuchar su voz por vez primera a sus compañeros de celda- no os hubiera servido de nada. Si en verdad estuvo aquí el diablo. No afecta al diablo el agua bendita. Bien lo sé. Puesto que lo vi. Por eso precisamente estoy aquí encerrado.
Cuando se apagó el chismorreo excitado y se hizo un pesado silencio, Camaldulense explicó el hecho.
– Soy, habéis de saber, diácono en la Ascensión de Nuestra Señora en Niemodlin, secretario del venerable Pedro Nikisch, deán de la Colegial. El suceso que voy a relataros tuvo lugar este año, en el mes de agosto, feria secunda post festum Laurentü martyris. Alrededor del mediodía pasó por la iglesia su merced don Fabián Pfefferkorn, mercator, pariente lejano del deán. Grandemente alterado, pidió que el señor Nikisch lo oyera en confesión de inmediato. De lo que aquella tratara, no se ha de hablar, que confesión era, y para colmo de un difunto, ya se dice que de mortius aut bene aut nihil. Sólo revelaré una cosa y es que comenzaron al punto a gritarse en el confesionario. Y hasta de palabras gruesas se hizo uso, no importa cuáles fueran. Como resultado, el reverendo no le dio al señor Pfefferkorn la absolución y el señor Pfefferkorn se fue llamando al reverendo palabras feas y contra la fe y la Iglesia de Roma blasfemando. Cuando se cruzó conmigo en el atrio gritó: «¡Que el diablo se os lleve, curatos!». Entonces me dio por pensar, ay, señor Pfefferkorn, que no lo hayas dicho en mala hora. Y al punto apareció el diablo.
– ¿En la iglesia?
– En el atrio, en la misma puerta. De algún lugar en lo alto cayera. O más bien bajó volando, en forma de ave. ¡La verdad digo! Mas de inmediato tomó forma de persona. Sujetaba una espada brillante, exactement como en las pinturas. Y con esa espada le asestó derecho en el rostro al señor Pfefferkorn. Derecho en el rostro. La sangre regó el suelo…
»E1 señor Pfefferkorn -el diácono tragó saliva con ruido- agitó la mano, diríase que como una muñeca. Y a mí, al parecer, entonces San Miguel, mi patrón, diome awálium y valor, porque acercándome a la pila del agua bendita agarré desta agua en mis manos y se la eché al diablo. ¿Y qué pensáis que pasó? ¡Nada! Le resbaló como si fuera un ganso. El infernal frunció algo los ojos, escupió lo que le cayera en los morros. Y me miró. Y yo… yo, vergüenza da reconocerlo, entonces me desmayé del propio miedo. Cuando los hermanos me despertaran ya había pasado todo. Esfumárase el diablo, el señor Pfefferkorn yacía muerto. Sin el alma que, de seguro, se llevara el Malo con él al infierno.
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