– Demasiado en serio os tomáis el papel de abogado. -El delgado dominico lo midió con su maligna mirada-. Os recuerdo que habíais de estar callado y no interponeros. ¡Girad!
Reynevan a poco no se desmayó gritando.
Y como si fuera un cuento, alguien escuchó sus gritos y reaccionó.
– Pues si os lo pedí -dijo aquel alguien, de pie en la puerta, un gallardo dominico de unos treinta años-. Pues si os pedí que no lo hicierais. Pecas de exceso de celo, hermano Arnulfo. Y, lo que es peor, de falta de obediencia.
– Yo… Reverencia… Perdonad…
– Salid. A la capilla. Rezad, esperad con humildad, y puede que caiga sobre vos la gracia de la iluminación. Vosotros, liberad al preso, presto. Y fuera, fuera, salid. ¡Todos!
– Reverendo padre…
– ¡He dicho que todos!
El inquisidor se sentó a la mesa, en el lugar liberado por el hermano Arnulfo, retiró a un lado el crucifijo, que le molestaba un tanto.
Señaló un banco sin decir palabra. Reynevan se levantó, gimiendo, jadeando, cojeando, se sentó. El dominico metió las manos en las mangas de su blanco hábito, lo contempló largo tiempo desde debajo de unas enormes y amenazadoras cejas.
– Naciste con potra -dijo por fin-, Reinmar de Bielau.
Reynevan confirmó con un gesto de la cabeza que lo sabía. No se podía discutir.
– Tuviste suerte -dijo el inquisidor- de que pasara por aquí en ese momento. Una o dos vueltas más de esa tuerca… ¿Y sabes lo que habría pasado?
– Puedo imaginarlo…
– No. No puedes, te lo aseguro. Eh, Reynevan, Reynevan, dónde nos hemos ido a encontrar… ¡En una cámara de tortura! Aunque por Dios y la verdad que era esto cosa que podía preverse entonces, durante los estudios. Tus ideas libertinas, tu amor por los jolgorios y la bebida, por no hablar de las mujeres fáciles… Pardiez, ya entonces, en Praga, cuando te veía en la Taberna del Dragón en la calle Celetna, te profeticé que el verdugo te castigaría por ello. Que tu putanería te llevaría a la perdición.
Reynevan guardó silencio aunque él mismo, por Dios y la verdad, pensaba y profetizaba lo mismo, entonces, allá en Praga, en la Ciudad Vieja, en El Dragón de la calle Celetna, en La Bárbara de la calle Plateros, en los burdeles preferidos por los estudiantes de los callejones detrás de las iglesias de San Nicolás y San Valentín, donde Gregorio Hejncze, estudiante, y poco después magister en la facultad de teología de la Universidad Carolina, solía ser cliente bastante frecuente y bastante alegre. Reynevan jamás habría imaginado que el siempre presto ala diversión Gregorio Hejncze fuera a aguantar en el hábito de clérigo. Pero al parecer había aguantado. Para suerte mía, pensó, mientras se masajeaba el pie y el tobillo. Los cuales, de no mediar su intervención, la tuerca de la bota habría convertido ya con toda seguridad en una masa ensangrentada.
Pese a la salvación milagrosa que le había producido alivio, un miedo loco le seguía erizando los cabellos y haciendo que su espalda se inclinara. Era consciente de que aquello no era el final. El gallardo dominico de ágiles ojos, densas cejas y bien dibujada mandíbula no era, pese a las apariencias, Gregorio Hejncze, el alegre compañero de las tabernas y burdeles praguenses. Era -los gestos y las reverencias de los monjes y verdugos al salir de la habitación no dejaban lugar a duda alguna- un superior, un prior. Un visitador del Santo Oficio, defensor et candor fidei catholicae, su excelencia el inquisitor a Sede Apostólica para toda la diócesis de Wroclaw, que despertaba el terror a su alrededor. No convenía olvidarlo. La horrible bota que apestaba a orín y sangre yacía a dos pasos, allí donde el verdugo la había arrojado. El verdugo podía ser llamado en cada momento, y la bota podía ser colocada de nuevo. Reynevan no se hacía ilusiones a este respecto.
– Sin embargo, no hay nada malo que por bien no venga -lo interrumpió tras un corto silencio Gregorio Hejncze-. No planeaba usar de la tortura contigo, camarada. De modo que no habrías regresado a la torre portando huellas ni señales. Y así volverás cojeando, dolorosamente herido por la terrible Inquisición. Sin despertar sospechas. Y, querido mío, no debes despertar sospechas.
Reynevan guardó silencio. De todo lo dicho sólo había entendido bien lo de que volvía. Las otras palabras le llegaron con retardo. Y despertaron el miedo que se había dormido por un instante.
– Voy a almorzar. ¿Estás quizá hambriento? ¿Quieres arenque?
– No… Arenque no… Gracias.
– No te propongo otra cosa. Estamos en tiempo de ayuno y en mi posición he de dar ejemplo.
Gregorio Hejncze dio una palmada, impartió unas órdenes. El ayuno sería el ayuno, el ejemplo el ejemplo, pero los peces que le trajeron eran mucho más carnosos y dos veces mayores que los que se les daban a los pensionarios de la Narrenturm. El inquisidor murmuró un corto Benedictus Domine y sin mayores dudas comenzó a devorar el arenque, mitigando la salazón con pan de centeno cortado en gruesas rebanadas.
– Pasemos entonces al grano -comenzó, sin dejar de comer-. Estás en un aprieto, camarada. Un buen aprieto. Las pesquisas en lo relativo a tu nigromancia en el taller de Olesnica las detuve, ciertamente, al fin y al cabo te conozco, avalo el desarrollo de la medicina y el Espíritu Santo insufla lo que quiere, incluyendo el desarrollo de la medicina que no se produce sin Su deseo. El asunto del adulterium me desagrada ciertamente, más no me ocupo de su persecución. En lo referente a tus otros supuestos crímenes seglares, me permito no creerlo. Al fin y al cabo te conozco.
Reynevan inspiró profundamente. Demasiado pronto.
– Queda sin embargo, Reinmar, la causa fidei Los asuntos de la religión y la fe católica. No tengo pues seguridad de que no compartas las ideas de tu difunto hermano. En lo tocante, te aclaro, a la cuestión de Unam Sanctam, el dominio y la infalibilidad del Papa, los sacramentos y la transubstanciación. La comunión sub utraque specie. Asimismo en lo relativo a la Biblia para la plebe, la confesión oral, la existencia del purgatorio. Y lo demás.
Reynevan abrió la boca, pero el inquisidor lo acalló con un gesto.
– No sé -continuó, al tiempo que escupía una espina- si de la misma forma que tu hermano lees a Ockham, Waldhausen, Wiclif, Hus y Jerónimo de Praga, si del mismo modo que tu hermano distribuyes los escritos de los mencionados por Silesia, la Marca y la Gran Polonia. No sé si, a ejemplo de tu hermano, das refugio a los emisarios y espías husitas. En pocas palabras: si eres un hereje. Pienso, y he investigado un tanto el asunto, que no. Que no tienes culpa. Juzgo que en todo este lío simplemente te ha metido el azar, naturalmente si ésta fuera la palabra adecuada para describir los enormes ojos azules de Adela de Sterz. Y tu debilidad por tales grandes ojos, bien conocida por mí.
– Gregorio… -Reynevan hizo surgir con esfuerzo las palabras a través de su garganta-. Eso es, perdonad… reverendo padre… aseguro que no tengo nada que ver con la herejía. Tampoco mi hermano, víctima de un crimen…
– Ten cuidado en poner una vela por tu hermano -lo interrumpió Gregorio Hejncze-. Te asombraría saber cuántas delaciones hubo contra él y no sin motivo. Habría acabado ante un tribunal. Y habría delatado a sus compañeros. Cierto estoy de que no habrías estado entre ellos.
Soltó la raspa del arenque, se lamió los dedos.
– Sin embargo, el punto a la irrazonable actividad de Peter de Bielau -continuó, aprestándose a comer el segundo pescado- lo puso no la justicia, no un proceso penal, no la poenitentia, sino un crimen. Un crimen cuyos culpables estaría contento de ver castigados. Tú también, ¿no es cierto? Sé que tú también. Has de saber entonces que serán castigados y bien pronto. Este conocimiento debiera ayudarte a tomar una decisión.
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