– Del «cisma de Barcelona» -lo corrigió Buenaventura, tranquilizando al mismo tiempo al lloroso Isaías-. Y esto significaría que se trata de Gil Muñoz, llamado Clemente VIII, el cismático que siguiera al Papa Luna. Al menos en ello no se discurre en la profecía del sucesor de Martín.
– ¿Ah, ciertamente? -se asombró Scharley exageradamente-. ¿Al menos en ello? Qué alivio.
– Si sólo se ha de tener en cuenta a los Papas de Roma -concluyó Tomás Alfa-, el siguiente según Malaquías es «la loba celestial».
– Sabía que al final se llegaría a ello -bufó Horn-. Siempre la curia romana se distinguió por sus leyes y costumbres lobunas, mas, Dios nos guarde, ¿una loba en la silla de Pedro?
– Y encima una hembra -se burló Scharley-. ¿Otra vez? ¿Es que no hubo bastante con una Juana? Y se decía que iban a verificar cuidadosamente si todos los candidatos tenían huevos.
– Dejaron de hacer la prueba. -Horn le guiñó un ojo-. Porque había demasiados que no la hubieran pasado.
– No son éstas bromas apropiadas. -Tomás Alfa frunció el ceño-. Y además cercanas están a la herejía.
– Ni que lo digáis -añadió sombrío el Institor-. Blasfemáis. Como con esa rata vuestra…
– Basta, basta -le hizo callar Coppirnik con un gesto. Volvamos a Malaquías. ¿Quién será pues el siguiente Papa?
– Lo repasé y sé -Tomás Alfa miró con orgullo a su alrededor- que uno de los cardinales entra en la cuenta. Gabriel Condulmer. El que fuera obispo de Siena. Siena, fijaos, tiene por escudo a una loba. El tal Condulmer, recordad mis palabras y las de Malaquías, será elegido por el cónclave, después del Papa Martín, Dios le conceda el más largo de los pontificados.
– No me parece ello posible. -Horn meneó la cabeza-. Hay candidatos más seguros, de los que se oye hablar, que hacen rápida carrera. Albert Branda Castiglione y Giordano Orsini, ambos miembros del colegio de cardenales. O Juan de Cervantes, cardenal de San Pedro ad Vincula. O como Bartolomeo Capra, arzobispo de Milán…
– El camarlengo papal, Giovanni Palomar -añadió Scharley-. Isidore Charlier, el decano de Cambrai. El cardenal Juan de Torquemada. Jan Stojkovic de Ragusa, en fin. En mi opinión: magras tiene esperanzas el tal Condulmer, del cual si he de ser sincero no había oído hablar hasta ahora.
– Las profecías de Malaquías -cortó la discusión Tomás Alfa- son infalibles.
– Lo que no se puede decir de sus intérpretes -le respondió Scharley.
La rata olisqueó el plato de Scharley. Reynevan se alzó con esfuerzo, apoyando la espalda en la pared.
– Ay, señores, señores -dijo agotado, limpiándose el sudor de la frente y reteniendo las toses-. Estamos encerrados en una torre, en una oscura cárcel. No se sabe qué será de nosotros mañana. ¿Quizá nos conducirán al tormento y la muerte? ¿Y vosotros disputáis acerca de un Papa que será nombrado dentro de seis años…?
– ¿Cómo sabéis -Tomás Alfa casi se atragantó- que dentro de seis años?
– No lo sé. Sólo me ha salido así.
En la víspera del santo Martín, el diez de noviembre, cuando Reynevan ya había recuperado la salud por completo, Isaías y Normal fueron reconocidos como curados y se los liberó. Anteriormente se los había llevado a revisión unas cuantas veces. No se sabía quién la había llevado a cabo, pero fuera quien fuera debió de haber considerado que la masturbación interminable y la comunicación exclusivamente a base de citas de libros proféticos no probaban nada y nada malo decían acerca de la salud psíquica del individuo, al cabo, citar el Libro de Isaías era algo que hasta al Papa le podía pasar y la masturbación es también cosa humana. Nicolás Coppirnik tenía una opinión diferente acerca de esta cuestión.
– Están preparando el terreno para el inquisidor -afirmó sombrío-. Están sacando de aquí a los chiflados y perturbados para que el inquisidor no tenga que perder tiempo con ellos. Están dejando sólo la nata. O sea, a nosotros.
– También lo creo -le apoyó Horn.
Circulos escuchó la conversación. Al poco se mudó. Recolectó su paja y la arrastró, como un viejo pelícano calvo, a la pared contraria, donde se preparó un nuevo nido, más alejado. En un tiempo record cubrió la pared y el suelo con jeroglíficos e ideogramas. Dominaban las señales del zodiaco, los pentagramas y hexagramas, no faltaban espirales ni tetrakrys, se repetían las letras madre: Alef, Mem y Shin. Había, y de qué tamaño, algo con forma del Árbol de las Sefirot. Y otros, los símbolos y señales más diversos.
– ¿Y vosotros, señores -señaló Tomás Alfa con un movimiento de cabeza-, qué le decís a esas diabluras?
– El inquisidor lo llevará como primero -pronosticó Buenaventura-. Recordad mis palabras.
– Lo dudo -dijo Scharley-. Pienso que antes al contrario, lo dejarán irse ya mismo. Si efectivamente andan liberando chiflados, él cumple la condición incluso modélicamente.
– Opino -lo contradijo Coppirnik- que os equivocáis en lo que a él respecta.
Reynevan también opinaba lo mismo.
En el menú del tiempo de ayuno dominaba por completo el arenque, al poco hasta la rata Martín lo comía con perceptible desagrado. Y Reynevan se decidió.
Circulos no le prestó atención, ni siquiera lo advirtió cuando se acercó, ocupado como estaba en pintar en la pared el Sello de Salomón. Reynevan carraspeó. Una vez, luego otra, luego más fuerte. Circulos no volvió la cabeza.
– ¡No me quites la luz!
Reynevan se acuclilló. Circulos raspó en el círculo que rodeaba al sello unas palabras simétricamente dispuestas: AMASARAC, ASARADEL, AGLON, VAYCHEON y STIMULAMATHON.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Conozco esas siglas y esos hechizos. He oído hablar de ellos.
– ¿Sí…? -Sólo entonces Circulos lo miró, calló algún tiempo-. Y yo he oído hablar de provocadores. Vete, serpiente.
Se dio la vuelta y siguió con sus dibujos. Reynevan tosió, tomó aliento.
– Clavis Salomonis…
Circulos se quedó petrificado. Durante un instante no se movió. Luego volvió la cabeza. Y la agitó.
– Speculum salvationis -respondió con una voz en la que sin embargo resonaban la sospecha y la inseguridad-. ¿Toledo?
– Alma mater nostra.
– Ventas Domini?
– Manet in saeculum.
– Amén. -Circulos por fin mostró en una sonrisa los restos de sus dientes ennegrecidos, mientras miraba a su alrededor a ver si nadie escuchaba-. Amén, joven confráter. ¿Qué academia? ¿Cracovia?
– Praga.
– Y yo -Circulos sonrió aún más- Bolonia. Luego Padua. Y Montpellier. También he estado en Praga… Conocía a los doctores, maestros, bachilleres… No olvidaron recordármelo. Cuando me arrestaron. Y el inquisidor querrá conocer los detalles… ¿Y tú, joven confráter? ¿Qué te va a preguntar el defensor de la fe católica que viene apresurado hacia aquí? ¿A quién conociste en Praga? Deja que adivine: ¿a Jan Pribram? ¿Jan Kardinal? ¿Peter Payne? ¿Jacobo de Striber?
– Yo -Reynevan recordó las advertencias de Scharley- a nadie conocí. Soy inocente. Estoy aquí por casualidad. Por un malentendido…
– Ceñes, ceñes. -Circulos agitó la mano-. Cómo iba a ser de otro modo. Sé en esa tu santa inocencia convincente, permita Dios que salgas de ésta sano y salvo. Tienes una posibilidad. Al contrario que yo.
– Qué decís…
– Sé lo que digo -cortó-. Soy reincidente. Haereticus relapsus, ¿entiendes? No aguanto las torturas, yo mismo me perderé… La hoguera está garantizada. Por eso…
Señaló con la mano a los símbolos dibujados en la pared.
– Por eso -repitió- hago mis chanchullos, como ves.
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