Y vaya si podría estropear las cosas… Una cosa era que Alvin se hubiera ofendido por algo que Thrower dijera o hiciera inadvertidamente. Pero abrir el debate sobre la creencia en brujerías, desde el comienzo mismo, ah, no había modo de eludir el conflicto. El campo de batalla estaba trazado: Thrower ocupaba el lado del Cristianismo y la ciencia, y del otro, todos los poderes de la oscuridad y la superstición. Del otro lado estaba la naturaleza carnal y bestial del hombre, y Alvin Miller era su abanderado. Apenas he iniciado mi contienda en nombre del Señor, pensó Thrower. Si no puedo derrotar a este primer oponente, ninguna otra victoria me será posible.
—¡Pastor Thrower! —gritó el hijo mayor de Alvin, David—. ¡Estamos listos para izar la viga maestra!
Thrower avanzó con paso ligero y luego, recordando su dignidad, serenó su andar. Nada en los evangelios sugería que el Señor hubiese corrido alguna vez. Sólo caminó, como era propio de su elevada estatura. Desde luego, Pablo había hecho comentarios acerca de correr una larga distancia, pero eso era sólo una alegoría. Un ministro debía ser la sombra de Jesucristo, caminar como Él y representarlo ante el pueblo. Era lo más cerca que esta gente podía llegar a estar de la majestuosidad de Dios. El reverendo Thrower tenía el deber de refrenar la vitalidad de su juventud y caminar con el paso reverente de un anciano, aunque sólo tuviera veinticuatro años.
—¿Piensa bendecir la viga, verdad? —preguntó uno de los granjeros. Era Ole, un sueco proveniente de las orillas de Delaware y, por lo tanto, luterano de corazón. Pero estaba dispuesto a colaborar para construir una iglesia presbiteriana en el valle del Wobbish, considerando que fuera de ella el templo más cercano era la catedral papista de Detroit.
—Así es —repuso Thrower. Posó su mano sobre la viga pesada y cortada a golpes de hacha.
—Reverendo Thrower. —A sus espaldas oyó la voz de un niño. Sólo una voz infantil podía ser tan aguda y estridente—. ¿No sería una especie de hechizo bendecir un pedazo de madera?
Thrower se volvió y alcanzó a ver a Fe Miller imponiendo silencio al niño. Alvin Júnior sólo tenía seis años, pero obviamente acabaría causando tantos problemas como su padre. Tal vez más aún… Alvin, el padre, al menos había tenido la delicadeza de mantenerse al margen de la construcción de la iglesia.
—Usté siga adelante —dijo Fe—. No se moleste por él. Todavía no le he enseñado cuándo abrir la boca y cuándo callar…
Pero aunque la mano de la mujer oprimía fuertemente los labios del pequeño, la mirada tenaz del niño seguía posada sobre él. Y cuando Thrower volvió a su tarea, vio que todos los hombres lo miraban con expectación. La pregunta del niño era un desafío al que debía responder, pues de lo contrario pasaría por hipócrita o por tonto delante de los mismos hombres a quienes había venido a convertir.
—Si creen que mi bendición realmente hace algo por modificar la naturaleza de la viga maestra —convino—, entiendo que les resulte afín con una brujería. Pero lo cierto es que la viga en sí es sólo la ocasión. Lo que realmente estoy bendiciendo es la congregación de cristianos que se reunirá bajo este techo. Y en eso no hay nada de mágico. Lo que estamos pidiendo es el poder y el amor de Dios, no una cura para las verrugas ni un hechizo contra el mal de ojo.
—¡Qué lástima! —murmuró un hombre—. A mí me vendría bien una cura pa' las verrugas…
Todos se echaron a reír, pero el peligro había pasado. Cuando la viga maestra se elevara, su ascensión sería un acto cristiano y no pagano.
Bendijo la viga maestra y tomó la precaución de cambiar la oración habitual por otra que específicamente no confiriera ninguna propiedad determinada a la viga misma. Luego los hombres ajustaron la cuerda y Thrower entonó «Gloria al Señor sobre el inmenso mar», con toda su espléndida voz de barítono, para que su labor hallara ritmo e inspiración.
Y sin embargo, todo el rato tenía una nítida conciencia del pequeño Alvin Júnior. No era sólo por el incómodo desafío que el niño le había lanzado poco antes. El pequeño era espontáneo y puro como todas las criaturas. Thrower no pensaba que cavilara intenciones siniestras. Lo que llamaba la atención del niño era algo totalmente distinto. No era ninguna propiedad del pequeño en sí, sino algo acerca de las personas que lo estuvieran mirando todo el tiempo. Eso sería una ocupación permanente, ya que no paraba de corretear un minuto. Pero siempre tenían conciencia de él, como el cocinero del colegio tenía siempre conciencia del perro de la cocina: jamás le hablaba, pero iba y venía a su alrededor sin detenerse en su trabajo.
No eran sólo sus familiares los que tanto lo cuidaban. Todos se comportaban del mismo modo: alemanes, escandinavos, ingleses, recién llegados y antiguos colonos. Como si la crianza del niño fuera un proyecto comunitario, al igual que la construcción de la iglesia o de un puente sobre el río.
—Despacio, despacio, despacio —gritaba Previsión, encaramado cerca de la cumbrera derecha para guiar hasta su sitio la pesada viga. Debía ser así, para que las alfardas se recostaran suavemente contra ella y formaran un sólido techo.
—No, no, os habéis pasado —gritó Mesura.
Estaba de pie sobre un andamio, en la viga transversal sobre la cual descansaba el corto poste que sostendría las dos vigas maestras allí donde los extremos de ambas encajaban uno en el otro. Precisamente esto era lo más importante para poder construir el techo, y también lo más engorroso.
Debían colocar los extremos de dos pesadas vigas sobre la punta de un madero que apenas tenía medio metro de ancho. Por eso estaba allí Mesura, quien hacía justicia a su nombre por su buen ojo y cuidado.
—¡Va bien! —gritaba el joven—. ¡Más!
—¡Otra vez para mi lado! —exclamó Previsión.
—¡Quietos! —gritó Mesura.
—¡Listo! —se oyó la voz de Previsión.
Por fin también Mesura dio el alto, y los hombres que trabajaban desde el suelo aflojaron la tensión de las cuerdas. Y cuando las sogas cayeron laxas, todos lanzaron vivas, pues la viga maestra se extendía hasta la parte central de la iglesia. No sería una catedral, pero en esas tierras de ignorancia era una labor prodigiosa: la estructura más grande que alguien hubiera osado imaginar en miles de kilómetros a la redonda. El mero hecho de construirla era una declaración de que los colonos estaban decididos a quedarse, y que ni franceses, ni españoles, ni caballeros, ni yanquis, ni siquiera los salvajes pieles rojas con sus flechas de fuego podrían conseguir que se marcharan de ese lugar.
Naturalmente, el reverendo Thrower entró junto con todos los demás para ver por primera vez el cielo quebrado por una viga de no menos de doce metros de largo. Y eso apenas era la mitad de lo que finalmente llegaría a ser.
Mi iglesia, pensó Thrower, y ya es más bella que casi todo lo que vi en Filadelfia.
Sobre la endeble estructura de tablas, Mesura embutía un tarugo de madera en la muesca que había al extremo de la viga maestra hasta introducirla en el orificio correspondiente de la cumbrera. Previsión hacía lo mismo por el otro lado. Los tarugos sostendrían la viga en su sitio hasta que colocaran las alfardas. Y cuando hubieran terminado, la viga maestra sería tan fuerte que hasta podrían quitar la viga transversal, de no ser porque la necesitaban para colgar el candelabro que iluminaría la iglesia de noche. De noche, para que los vidrios de colores refulgieran en la oscuridad. Tal era la grandeza del sitio que el reverendo Thrower concebía. Que sus mentes simples se postraran de admiración cuando vieran el lugar y que se maravillaran ante la majestuosidad del Señor.
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