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Robert Silverberg: Gilgamesh el rey

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Robert Silverberg Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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El vértigo me dominó. El dios golpeaba a las puertas de mi mente, pidiendo permiso para entrar. Pero yo no podía ni ceder ni resistirme, porque estaba paralizado por el temor a la muerte, algo que nunca me había afligido antes. Me tambaleé y tendí la mamo en busca del apoyo de Ur-kununna, pero él no estaba allí, y caí al suelo del templo, y permanecí tendido allí no sé cuánto tiempo.

Unas manos me alzaron. Unos brazos me rodearon.

—Lo ha abrumado el dolor —dijo alguien.

No, pensé. No siento dolor. El viaje de Lugalbanda es cosa de Lugalbanda. Es mi propio viaje el que me preocupa, no el suyo, porque su problema es morir y el mío es vivir. Así que no era el dolor lo que me había arrojado al suelo, sino el dios, intentando entrar en mi alma mientras yo permanecía de pie allí envuelto en el temor. Pero no les dije eso.

2

En el mes de kisilimu, cuando las fuertes lluvias del invierno barren como guadañas la Tierra, los dioses otorgaron un nuevo rey a Uruk. Esto ocurrió en la primera hora del mes, es decir, en el momento en que el nuevo creciente de la luna apareció por primera vez. Se produjo el batir de tambores y el chillar de trompetas, y nos dirigimos a la luz de las antorchas hasta el recinto de Eanna, a la Plataforma Blanca, al templo edificado por mi abuelo Enmerkar.

—¡Ha venido un rey! —gritaba la gente por las calles—. ¡Un rey! ¡Un rey!

Una ciudad no puede estar mucho tiempo sin un rey. Hay que servir a los dioses, es decir, deben efectuarse las ofrendas adecuadas en los momentos adecuados, porque nosotros somos sus criaturas y sus servidores: así que tiene que haber grano, tiene que haber carne. De moda que tienen que perforarse pozos y hay que dragar y ampliar los canales y los campos deben mantenerse verdes en tiempos de sequía y los animales tienen que ser engordados. Para conseguir todas estas cosas hay que mantener el orden, y es sobre el rey sobre quien recae esa carga. Él es el pastor de la gente. Sin un rey todas las cosas se desmoronan y se convierten en ruina, y las necesidades de los dioses, para cubrir las cuales nos crearon, no son atendidas.

Habían sido erigidos tres tronos en la gran nave del templo. El de la izquierda tenía el signo de Enlil, y el de la derecha el signo de An. Pero el trono del centro estaba flanqueado a cada lado por el alto haz de cañas, dobladas en la parte superior, que es el signo de la diosa; porque Inanna mantiene el poder sobre Uruk.

Sobre el trono de Enlil descansaba el cetro de la ciudad, y sobre el trono de An estaba la corona dorada que había llevado mi padre cuando era rey. Pero en el torno del centro se sentaba la sacerdotisa Inanna, tan resplandeciente que al mirarla me dolían los ojos.

Esa noche no llevaba ropa alguna. Pero distaba mucho de estar desnuda, porque su cuerpo estaba cubierto completamamente de adornos, cuentas de lapislázuli cayendo en cascada sobre sus pechos, una placa triangular de oro sobre sus ingles, una trenza dorada en su pelo, una cinta de oro en torno a sus caderas, una joya en su ombligo, joyas en las caderas y en la nariz y en los ojos, dos juegos de pendientes con la forma de la nueva luna, uno de oro y el otro de bronce. Tras todo aquello su piel estaba profusamente untada de aceite; resplandecía a la luz de las antorchas como si estuviera iluminada por una luz interior.

Detrás y a los lados de los tronos permanecían de pie los oficiales de la corte que no habían bajadlo al pozo con Lugalbanda: el alguacil, el mantenedor del trono, el chambelán de la guerra y el chambelán del agua, el secretario de estado, el supervisor de pesca, el recaudador de impuestos, el jefe de mayordomos, el maestro de límites, y muchos más. Al único que rao vi entre ellos fue al gran señor que había colocado la corona cornuda de la divinidad en la cabeza de mi padre muerto. Faltaba por una buena razón, porque él era el hombre que había elegido Inanna para asumir el reinado a partir de aquel día, y en aquellos tiempos al rey no se le permitía entrar en el templo de la diosa hasta que ella le indicaba que lo hiciera. En tiempos posteriores hice que esa costumbre fuera alterada. La llamada del nuevo rey al templo tardó varias horas en producirse, o al menos eso creo recordar. Primero vinieron las plegarias y las libaciones, la invocación de cada dios por turno, comenzando con los menores, Igalimma que es el portero de los dioses y Dunshagana su ayudante, y Enlulim el divino cabrero y Ensignum el dios de los aurigas, y así tantos otros que apenas puedo recordarlos a todos, hasta que llegamos finalmente a Enki y Enlil y An. Ya era tarde y notaba pesados mis párpados, y me costaba mantenerme despierto.

Y cada vez me sentía más terriblemente inquieto. Nadie parecía recordar que yo estaba allí, o a nadie parecía importarle. Los cantos resonaban y resonaban, y en un momento determinado me escabullí en la oscuridad más allá de la luz de las antorchas y encontré una entrada a un pasadizo que conducía a un laberinto de capillas menores. Creí oír allí el agitar de invisibles alas, y raspantes risas muy lejanas. Me invadió el temor y deseé estar de regreso en la gran estancia. Pero fui incapaz de hallar el camino de vuelta. Llamé desesperado a Lugalbanda para que me guiara.

Pero en vez de Lugalbanda fue una de las doncellas de Inanna la que acudió a buscarme, una muchachita alta de resplandecientes ojos de diez u once años. Todo lo que llevaba encima era siete tiras de cuentas azules en torno a su cintura y cinco amuletos de concha rosa en las puntas de su pelo, y su cuerpo estaba pintado por delante y por los lados con motivos de serpientes que bajaban hacia sus pies. Se echó a reír y dijo: —¿Adonde vas, hijo de Lugalbanda? ¿Estás buscando la puerta del mundo inferior?

Desdeñé la burla en su voz. Me erguí en toda mi estatura, aunque ella siguió siendo más alta que yo, y dije:

—Déjame en paz, niña. Soy un hombre. —¡Ah, un hombre! ¡Eres un hombre! ¡Sí, lo eres, hijo de Lugalbanda! ¡Eres realmente un gran hombre! No pude decir si se estaba burlando de mí o no. Empecé a estremecerme de rabia hacia ella, y de rabia interior hacia mí mismo, porque no comprendía a qué estaba jugando conmigo. Entonces yo era demasiado joven. Me tomó por la mano, tiró de mí hacia ella, como si yo fuera una muñeca, y apoyó mi mejilla contra los brotes de sus nacientes pechos. Olí su ¡intenso perfume.

—Pequeño diosecillo —murmuró, y su tono rozó de nuevo los límites entre la ironía y la deferencia. Me acarició y me llamó por mi nombre, muy familiarmente, y me dijo el suyo. Cuando yo me debatí e intenté liberarme, ella cogió mis manos entre las suyas y tiró de nuevo de mí de modo que mis ojos miraran directamente a los suyos. Me sujetó firmemente y susurró ansiosamente—: ¡Cuando seas rey, yaceré en tus brazos!

En aquel momento su tono no tenía el menor asomo de burla.

La miré desconcertado. De nuevo sentí aquella extraña presión en mi frente que era el dios intentando abrirse camino al borde de mi alma, pero sólo fue un momento.'Mis labios temblaron, y creí que iba a echarme a llorar, pero no me lo permití.

—Ven —dijo—. No debes perderte la ceremonia de la coronación, pequeño diosecillo. Un día necesitarás saber cómo se hacen estas cosas.

Me llevó de vuelta a la gran nave en el momento en que se iniciaba el gran estallido de la música, las flautas y las flautas dobles, las largas trompetas, los címbalos y las panderetas. El nuevo rey había hecho finalmente su entrada. Iba desnudo hasta la cintura, con sólo una falda de volantes. Encendió una bola de incienso y depositó ofrendas delante de cada uno de los tronos, un cuenco de oro lleno de oloroso aceite perfumado, y una jarra de plata, y una túnica ricamente bordada. Luego tocó el suelo con su frente delante de Inanna, y lo besó, y le entregó un cesto de paja trenzada lleno a rebosar con cereales y frutos secos. Entonces la diosa se alzó del trono y se irguió resplandeciendo como un faro a la luz de las antorchas.

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