Louise Cooper - Troika
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El farol empezaba a desprender una luz azulada, señal de que se le agotaba el aceite, Índigo estiró la mano para bajar su intensidad, pero lo pensó mejor.
—¿Y nadie los ha tocado desde entonces? —preguntó.
—Sólo en una ocasión. Hace muchísimos años, en tiempos de mi bisabuelo. El bisabuelo era un hombre práctico al decir de todos y no creía en maldiciones. Ofreció el escudo y el hacha como regalo a un invitado que había expresado su admiración por ellos.
—¿Qué sucedió?
—Nada, al principio. El invitado se los llevó, y el bisabuelo pensó que al fin se había demostrado que toda aquella historia no era más que una leyenda supersticiosa. Pero volvieron a estar allí a la mañana siguiente, igual que antes, colgados en la pared. Y más tarde averiguaron que el invitado que se los había llevado había muerto durante la noche. Al parecer, su corazón dejó de latir sin más mientras dormía.
»Así pues —Veness se levantó bruscamente y empezó a pasear por la habitación; no en dirección a la chimenea sino alejándose de ella, como si quisiera interponer entre las antiguas reliquias y él la mayor distancia posible—, comprenderás ahora por qué a nadie se le permite jamás tocar siquiera estas armas. —Se interrumpió, volviéndose para mirarla, luego se encogió de hombros como si se sintiera avergonzado—. A lo mejor no hay nada en esas historias, a lo mejor la maldición ha perdido ya su poder. No lo sé. Pero no le permitiremos a nadie que se arriesgue a hacer la prueba.
Índigo tardó varios minutos en responder. Percibía la excitación que emanaba de la mente de Grimya, pero la apartó de sus pensamientos. Aún no deseaba examinar las reacciones de la loba ni las suyas ante el relato de Veness.
Llevar tal peso a través de generaciones... «¿Había conocido Fenran aquella maldición?», se preguntó. Durante todo el tiempo que tuvo contacto con él, que había estado tan unida a él, jamás le había hablado de su vida anterior prefiriendo cortar todo vínculo con ella y fingir que jamás había existido. Sin embargo, seguramente debía de haber vivido en esa casa sabiendo la tragedia que ocultaba y que llevaba inculcada en su mente desde la infancia.
Levantó al fin los ojos, intentando dominar la ya familiar sensación de una mano fantasmal que se aferrara a su estómago al ver el rostro de Veness; el rostro de Fenran. En voz muy baja, dijo:
—Todavía sientes la culpa de ese crimen, ¿no es así, Veness?
El permaneció inmóvil por un momento. Luego sacudió la cabeza despacio.
—No lo sé, Índigo. No soy un estúpido: sé que no se nos puede culpar por lo ocurrido hace siglos. Ni siquiera somos descendientes directos de aquel conde; un primo se hizo cargo de las tierras y del título después de que él y todos los suyos murieran, y nuestra familia desciende de él. Pero sigo sin poder cabalgar por las tierras que pertenecieron al nombre que el conde Bray traicionó, sin sentir que paso por un lugar en el que no tengo ningún derecho a estar.
—¿A quién pertenecen esas tierras ahora?
Veness calló de nuevo, luego se encogió de hombros.
—A nosotros. Quedó todo arreglado entonces, de una forma muy pragmática. El auténtico propietario y toda su familia habían muerto. Su asesino ya no podía ser castigado. El nuevo conde de Bray era un recién llegado que no tenía nada que ver con la tragedia, así que ninguno de los propietarios creyó que hubiera de pagar por un crimen que no había cometido. Nadie más quería la tierra, no querían seguir los pasos del hombre asesinado. De ese modo pasó a formar parte de la propiedad de los Bray. Jamás hemos hecho mucho con ella. Supongo que nunca hemos tenido el coraje de hacerlo. —Flexionó los hombres para mitigar su rigidez—. Pero ya he hablado bastante por esta noche. —Le dedicó una débil sonrisa, como si conscientemente hiciera un esfuerzo por aligerar la atmósfera—. No sé tú, pero después de esto aún no estoy listo para ir a dormir. ¿Quieres tomar otra jarra de cerveza antes de irnos cada uno por nuestro lado? La cocina estará más caliente que esta sala; los fogones permanecen encendidos toda la noche. Y a lo mejor encontramos un tema de conversación más alegre para endulzar nuestros sueños.
Era una invitación franca y amistosa, pero Índigo no quiso aceptarla. Le gustaba Veness (era imposible evitarlo) y sin embargo al mismo tiempo la trastornaba profundamente. Temía que su extraordinario parecido con Fenran pudiera hacerle cometer un terrible error. A su mente le resultaría fácil imponer la imagen de Fenran sobre la de Veness y hacer que se convenciera de que se trataba de Fenran en todo excepto el nombre. En varias ocasiones se había sorprendido anticipando las ligeras y familiares peculiaridades de Fenran en las palabras y gestos de Veness, y en cada ocasión su ausencia la había confundido momentáneamente. No confiaba en sí misma; y de repente no quiso estar a solas con él.
—Gracias, Veness —repuso en voz alta—, pero... creo que me iré a la cama. —Le sonrió con un esfuerzo aunque sin gran convencimiento y estuvo segura de que no había resultado convincente—. Estoy más cansada de lo que creía —añadió con menos convicción aún.
Veness no hizo ningún comentario, pero su expresión pareció encerrarse en sí misma.
—Claro—Pareció como si lamentara haber hecho la invitación, Índigo deseó con toda el alma haber podido rehusarla sin causarle impresión equívoca—. Te deseo buenas noches, pues. —Su sonrisa seguía siendo afectuosa, pero impregnada de pesar—. Que duermas bien.
Cuando la puerta se cerró detrás de Veness, Índigo se llevó las palmas de las manos a la frente y suspiró con fuerza.
«Lo he disgustado», dijo a Grimya en silencio, llena de tristeza. «Era lo último que deseaba hacer. Pero no podía decirle la verdad, Grimya. No podía.»
«A lo mejor habría sido más fácil ser sincera», repuso Grimya, vacilante. «Le caes bien, y parece una vergüenza dejar que piense que no deseas ser su amiga.»
Habían dejado de oírse las pisadas de Veness. Una tabla del suelo crujió sobre sus cabezas y, juzgando que éste había llegado al piso superior y ya no podía oírlas, Índigo habló en voz alta.
—Lo sé, cariño. Pero en cierto modo no quiero hacer amistad con él. Existen demasiados escollos.
«¿Porque se parece a Fenran?»
—Sí. Y además quizás haya otros motivos. No quisiera que pensara... —Su voz se apagó, y Grimya inquirió:
«¿Pensara qué?»
Índigo sacudió la cabeza.
—No lo sé. Probablemente estoy yendo demasiado deprisa y demasiado lejos. Es sólo que... no quiero que haya el menor peligro de un malentendido. —Bajó las manos y se quedó mirándolas—. Ojalá la ventisca no nos tuviera atrapadas aquí. Sería mejor para todo el mundo si pudiéramos abandonar esta casa.
Con cierta reluctancia, Grimya volvió la cabeza para mirar la repisa de la chimenea.
«Sí», dijo. «Quizá sería mejor.» Vaciló, luego decidió que debía expresar aquello que acechaba como el olor de una tormenta aproximándose en la parte más recóndita de su mente. «Pero me temo que sea algo más que la ventisca lo que nos retenga aquí.»
—¿Qué quieres decir?
«Creo que sabes lo que quiero decir. También tú has estado pensándolo aunque has intentado fingir lo contrario.» Se produjo otro silencio, y al ver que Índigo no hablaba, la loba añadió: «Estudié con más atención el escudo mientras Veness nos contaba su historia. Hay lugares donde la superficie puede verse todavía entre la suciedad. No sé de qué metal está hecho pero su color es plateado.»
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