Louise Cooper - Anghara

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—¿Cómo...cómo me llamaste...?

—Te llamas Índigo, ¿no es verdad? —Olender frunció el entrecejo—. Me dijeron...

La muchacha profirió un extraño gemido que lo interrumpió en mitad de la frase, y antes de que pudiera impedírselo intentó incorporarse en el lecho.

—¡Túmbate! —le ordenó con ansiedad, obligándola a permanecer echada. Ella levantó una mano y se aferró a la muñeca de él.

—¡Dilo otra vez! ¡La palabra, el nombre!

—¿Índigo?

El miedo la atenazó, y los ojos se le abrieron repentinamente, desorbitados. Hurgaba desesperadamente en su mente, buscando, rastreando, pero la información que deseaba no se encontraba allí: quién era, de dónde venía, dónde había estado... Todo había desaparecido, y en su lugar no había más que un vacío, una enorme y profunda extensión de nada.

—¡No sé mi nombre! —El miedo se transformó en pánico, «Índigo, Índigo...», se repetía en silencio, una y otra vez, pero no era más que una palabra sin significado para ella—. ¡Ha desaparecido, todo ha desaparecido, no puedo encontrarlo! —Su voz se transformó en un agudo chillido aterrorizado—. ¡No sé quién soy!

—No podemos hacer otra cosa que aguardar y tener confianza. —Olender miró de soslayo al corpulento scorvio sentado lleno de desánimo frente a él y suspiró comprensivo—. Ya sé que eso no te sirve de consuelo, Vinar, pero me temo que es lo mejor que yo o cualquier otro podemos ofrecer. Físicamente se recuperará por completo, loada sea la Madre; pero si recuperará o no la memoria es algo que no puedo pronosticar. — Aguardó una respuesta y, al ver que Vinar no contestaba, añadió, en un intento de animarlo—: Me he tropezado con esto en más de una ocasión; se sabe que sucede a veces después de un golpe en la cabeza. En la mayoría de los casos la memoria regresa...

—Pero no siempre, ¿verdad? —Vinar levantó los ojos.

Olender se sintió incapaz de mentir.

—No, no siempre.

Se produjo un largo silencio. El médico no lo sabía, pero Vinar luchaba interiormente consigo mismo, como había hecho desde que le habían comunicado la noticia de la amnesia de Índigo. Olender sabía que él e Índigo habían sido buenos amigos, y había intentado hacer preguntas que pudieran ayudar a los aldeanos a localizar a la familia e la joven, o al menos a alguien en las Islas Meridionales que la conociera. Hasta el momento, Vinar había eludido las preguntas, pero ahora sabía que debía dar una respuesta... y, al hacerlo, desoír su conciencia o ceder a ella en la toma de una decisión de suma importancia.

—Lamento tener que apremiarte cuando tienes preocupaciones mayores —dijo Olender con suavidad—, pero si hay algo que puedas decirnos de su familia...

—Ya —interrumpió Vinar con brusquedad.

Había tomado una decisión. Podía estar equivocada, podía ser perversa; pero él no era más que un ser humano, con debilidades humanas. Y, se dijo a sí mismo con desesperación, ello no haría ningún daño a Índigo. De hecho no le acarrearía más que cosas buenas, ya que estaba seguro, totalmente seguro, de que no hacía más que anticipar la decisión que la misma Índigo acabaría tomando.

—Ya —repitió—. Puedo ayudar. Tiene familia en las islas, me lo dijo, aunque no sé dónde. Pero los encontraré, no lo dudes. Verás, ella iba a llevarme hasta ellos, a ver a su padre. —Una sonrisa se extendió despacio por su rostro—. Ella y yo, ¿sabes?, íbamos a casarnos. De modo que ahora puedo ocuparme de ella, y tan pronto como esté mejor nos iremos juntos, encontraremos a los suyos, ¡y entonces todo irá bien para los dos!

CAPÍTULO 3

Después de una violenta tempestad siempre hay cosas que recuperar a lo largo de la costa que rodea Amberland, y en los días siguientes a la galerna mucha gente descendió a las playas y ensenadas durante la marea baja para peinar la costa en busca de cosas que salvar. Nadie buscaba sacar provecho de la desgracia de otros, pero para los aldeanos de la zona, educados según los principios del ahorro y la frugalidad, los desechos procedentes de un naufragio proporcionaban muchas cosas de valor, desde madera para usar como combustible en invierno hasta pedazos de cuerda, trozos de velamen y, bastante a menudo, los restos de cargamentos perecederos inútiles ahora para sus propietarios pero un gran hallazgo para una familia pobre.

Casi todo el raque lo realizaban los niños y aquellas personas demasiado ancianas o enfermizas para realizar un trabajo regular, y durante los dos días siguientes a la tempestad, mientras el mar se tranquilizaba poco a poco, personas solas y grupos patrullaron la orilla, exploraron cuevas y treparon por entre las rocas en busca de lo que fuera que la última marea alta hubiera arrastrado. Conscientes de que en los lugares de más fácil acceso ya no quedaría nada, algunos de los recolectadores más ágiles probaban suerte y arriesgaban el cuello en ensenadas menos accesibles y lejanas, y fue en una de tales calas, una mañana luminosa pero helada cuando la marea estaba en su punto más bajo, que dos jóvenes hermanos vieron algo que se movía entre un montón de algas de la playa.

Esk, que con sus diez años era el más joven de los dos, hizo caso omiso de la advertencia de su hermano mayor Retty de que tuviera cuidado, y corrió hacia allí sin pensarlo, para luego detenerse en seco a pocos metros del montón de algas.

—¡Es una foca! —gritó, pero enseguida agregó—: No, no lo es... Es... —Su voz se apagó y miró por encima del hombro con ojos asombrados—. ¡Es un perro!

—¡No lo toques! —advirtió Retty—. Si está herido puede atacarte. Quédate donde estás... Iré a echar una mirada.

Con el saco de lona rebotando sobre la espalda corrió a reunirse con su hermano menor, deteniéndose en el camino para recoger un palo de madera que le serviría para mantener al perro a raya si resultaba peligroso. Pero, cuando alcanzó a su hermano y juntos se acercaron despacio al animal, se dieron cuenta de que éste no estaba en condiciones de atacarlos. Desgreñada y cubierta de barro, con el empapado pelaje pegado al cuerpo de forma que le daba un aspecto esquelético, la criatura yacía en medio de las algas, moviendo débilmente la cabeza y una de las patas delanteras pero demasiado agotada para hacer nada más. Tenía los ojos entrecerrados, la lengua le colgaba a un lado y su respiración era jadeante y penosa; al acercarse más los muchachos escucharon un débil gemido que escapaba de su garganta.

—No es un perro —dijo Retty de improviso—. Es un lobo.

—¿Un lobo? —Esk se mostró incrédulo—. ¿Cómo ha ido a parar al mar un lobo?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. A lo mejor se cayó del acantilado, o algo así.

—Los lobos no se caen de los acantilados.

—Pues a lo mejor la galerna lo tiró de él. Pero sin duda es un lobo; mira la forma de

la cabeza, y las patas tan delgadas. Y esa cola. Eso es un lobo.

—¿Qué vamos a hacer? —Había compasión en la voz de Esk—. No podemos dejarlo aquí o se ahogará cuando vuelva a subir la marea. ¿Crees que podríamos ponerlo en pie?

Su hermano negó con la cabeza. —Me parece que tiene las patas traseras rotas. Mira... Las tiene dobladas al revés. ¿Ves cómo están? No puede andar, y no me gustaría intentar llevarlo en brazos, no sea que aún le hagamos más daño.

—A lo mejor incluso nos mordería —apuntó el pequeño en tono práctico.

Se quedaron contemplando en silencio el patético montón de pelo. Si el lobo se había dado cuenta de su presencia no lo demostraba; los gemidos habían cesado ahora, los ojos del animal estaban cerrados y era imposible decir si seguía respirando o no.

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