Louise Cooper - Anghara

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—¡Ha estallado la tempestad, y es mucho peor de lo que nadie esperaba! El timón se ha roto; no podemos mantener el rumbo, ¡y estamos siendo arrastrados hacia el cabo Amberland! ¡En pie, zopencos, arriba...! ¡TODO EL MUNDO A cubierta!

CAPÍTULO 2

No era más que un pequeño puesto de vigía de entre muchos alineados a lo largo de las costas del territorio continental de las Islas Meridionales, pero los centinelas que se ocupaban de los faros situados en lo alto de los farallones del cabo Amberland sabían por larga y amarga experiencia que eran ellos, más que cualquiera de los otros, los que tenían más probabilidades de ser llamados a sus puestos durante las violentas tempestades de primavera u otoño.

Los hombres de guardia no habían dejado de escudriñar el cielo atentamente desde el amanecer del día anterior, y en cuanto el velo de la noche empezó a deslizarse por el firmamento desde el este, y el viento comenzó a soplar y el mar a rugir y gemir, los hombres de la torre de vigía salieron al exterior, encorvados para poder resistir los embates del viento del noroeste, a encender las hogueras que advertirían del peligro a cualquier barco que se acercase.

La noche era ya bastante cerrada, con jirones de nubes recorriendo veloces el cielo y oscureciendo la luna, y en las achaparradas torres de piedra que servían de faro el viento aullaba como un alma en pena por entre grietas y aberturas, haciendo repiquetear los prismas de cristal que protegían las hogueras y aumentaban su luz. Cuando la noche cayó por completo, los tres faros, situados a kilómetro y medio de distancia entre sí, ardían con fuerza, atendidos por dos hombres cada uno, mientras en las torres de vigía que se alzaban entre los faros, otros mantenían una helada vigilia con catalejos y sirenas. Abiertas las rutas marítimas apenas hacía un mes, tras un invierno particularmente crudo, gran número de buques se dirigían a Ranna y a los otros puertos de menor importancia de aquellas costas; se esperaba en cualquier momento la llegada de cargueros procedentes de Scorva, del País de los Caballeros y del golfo de Aghantine, y era probable que cualquier nave atrapada entre las islas exteriores cuando estallara la tormenta intentara llegar hasta un puerto del territorio continental por delante de la tempestad. En tales circunstancias, todo lo que los isleños podían hacer era rezar para que no sucediera lo peor al tiempo que se aseguraban de que, si sus plegarias no obtenían respuesta, ellos estarían preparados.

La noche se cerró aún más y la tempestad creció en virulencia. Tremendas ráfagas de lluvia se precipitaban contra la costa procedentes del mar, y la creciente marea tronaba ensordecedora al estrellarse las enormes olas contra la orilla. Las gentes de los pueblos y poblaciones pesqueras aseguraban las casas para protegerlas de la tormenta y rezaban fervientemente para que la mano protectora de la Madre del Mar condujera a todos los navegantes sanos y salvos hasta la orilla, mientras, al otro lado de las atrancadas ventanas, el viento aullaba y gemía y hacía que las casas se tambalearan en sus cimientos, y lluvia y mar al unísono barrían los muelles en un ataque demoledor.

Nadie supo qué hora era cuando se avistó la primera bengala frente a los acantilados de Amberland. Un diminuto y débil punto luminoso en la oscuridad se elevó hacia el cielo y, tras sólo un segundo o dos, se extinguió por la tormenta. En la torre de vigía más grande, el centinela se puso en pie de un salto y alertó a sus dos compañeros. Tras abrocharse bien los abrigos de cuero, los tres unieron sus fuerzas para empujar la puerta, consiguieron abrirla y salieron al exterior en medio del torbellino. Con los cabellos ondeando al viento y la lluvia azotándoles el rostro mientras se inclinaban para luchar contra los elementos, los tres hombres escudriñaron el mar.

¡Allí! ¡Otra!

El grito del vigía resultó inaudible en medio del rugir de la tormenta, pero todos habían visto cómo la segunda señal atravesaba el espacio y llameaba momentánea y desesperadamente antes de apagarse.

Los tres hombres no perdieron un segundo. Se dieron la vuelta; uno, entre bandazos y traspiés, marchó corriendo en dirección al fantasmal resplandor del faro más cercano, situado a medio kilómetro, mientras que el segundo tomaba un sendero que se perdía tierra adentro en dirección al pueblo más próximo. El tercer hombre corrió a colocarse a sotavento de la torre de vigía donde la pared de piedra proporcionaba una cierta protección contra la violencia del viento y la lluvia, y forcejeó con una bolsa de cuero que llevaba sujeta al cinturón. De esta bolsa sacó un tubo hueco de madera, de unos dos palmos de longitud y perforado por agujeros. El tubo llevaba sujeta una cadena gruesa y el hombre empezó a balancear dicha cadena, primero de un lado a otro y luego, a medida que tomaba más impulso, en un amplio círculo por encima de su cabeza. El viento, azotando la pared desde el otro extremo, golpeaba y tiraba de la cadena, pero el hombre la sujetó con fuerza, haciéndola girar más y más, y de improviso el estruendo de la tormenta se vio eclipsado por un aullido sobrenatural parecido al alarido de un alma atormentada cuando la sirena se hizo oír. Era un sonido increíble, que se alzaba incluso por encima del estrépito de la galerna y del mar y que, para cualquiera que conociera su espantoso son, resultaba inconfundible. Minutos más tarde, una segunda sirena respondió desde el faro más cercano, luego a lo lejos se escuchó un tercer lamento al transmitirse la señal, siguiendo un recorrido que la llevaría de faro a granja y por fin al pueblo. El hombre resguardado tras la casa de vigía dejó caer la sirena y volvió a introducirla en la bolsa antes de darse la vuelta y acuclillarse junto a la pared, con los hombros encorvados al frente para protegerse de la lluvia y los ojos fijos en el sendero que se perdía tierra adentro. Pronto —en cuestión de minutos, si todo iba bien— distinguiría los primeros destellos de los faroles de los hombres del pueblo pesquero que acudían a la llamada cargados de cuerdas y arneses. Hasta entonces, todo lo que podía hacer era esperar... y rezar para que, cuando el barco en apuros chocara contra los arrecifes de Amberland —cosa que no podría evitar—, pudieran salvar a la tripulación antes de que perdieran la vida en las embravecidas aguas.

Los hombres de la orilla divisaron por vez primera al Buena Esperanza justo minutos antes de que se estrellara contra las rocas situadas frente al cabo Amberland. Cual un fantasma monstruoso la nave surgió de entre las rugientes tinieblas, con el palo mayor y el de mesana rotos y los jirones de las velas ondeando enloquecidos en medio del vendaval. No se veían luces a bordo, pero, bajo el resplandor de los faros que lanzaban su silenciosa advertencia desde lo alto de los acantilados que se alzaban sobre la bahía, los vigilantes distinguieron figuras humanas que se movían como hormigas frenéticas por la cubierta mientras el enorme casco se abatía sobre las aguas.

Algunos forcejeaban todavía valientemente con las drizas en un último y desesperado esfuerzo por hacer girar la nave y mantenerla alejada de la costa, pero la mayoría de sus camaradas habían abandonado toda esperanza de que el navío consiguiera salvarse y se esforzaban por bajar los botes.

La nave golpeó de costado contra el arrecife, con un estallido lento y chirriante que resultó aún más aterrador en medio del bramar de la tempestad. Los dos mástiles que aún quedaban enteros se balancearon violentamente, uno de ellos se partió por la mitad y la parte superior fue a estrellarse contra la cubierta, arrastrando velas, jarcias y crucetas en su caída. Uno de los botes recibió el impacto de los escombros y salió despedido por encima de la borda, con media docena de tripulantes; el grupo de rescate de la playa los vio luchar con las olas pero no pudo hacer nada por ayudarlos. En aquel mar ni siquiera los nadadores más resistentes y valientes se atrevían con los arrecifes; hasta que la marea arrastrara más cerca de la orilla a los hombres que intentaban mantenerse a flote, éstos tendrían que arreglárselas como pudieran.

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