Louise Cooper - El Proscrito
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Había resuelto hurtar la piedra de las habitaciones del Sumo Iniciado antes de bajar a las mazmorras donde Tarod estaba preso. Si había de ser sincera, tenía que confesar que sólo se sentiría tranquila cuando la joya estuviese en manos de éste; pues, si ella podía no ser más que una persona anónima para cualquiera que con ella se cruzase, él era conocido en todo el Castillo y sería inmediatamente reconocido si alguien le veía.
La música, amortiguada por la maciza puerta del salón, era una ligera y melodiosa tonada, acompañada del murmullo de muchas voces. La fiesta estaba en su apogeo y Cyllan no se atrevió a perder más tiempo. Mirando cautelosamente en ambas direcciones y comprobando que el corredor estaba desierto, salió de su escondite y caminó apresuradamente en la dirección que esperaba que fuese la de las habitaciones del Sumo Iniciado.
Esta vez no le engañó su instinto, y la puerta exterior no estaba cerrada con llave. Sufrió un momento de angustia al empujar la puerta, casi esperando ser interpelada desde el interior; pero el lugar estaba a oscuras y vacío.
Un estuche encerrado en el armario, le había dicho la Hermana Erminet... Cyllan cruzó cuidadosamente la estancia, evitando la mesa maciza colocada en su centro, y encontró el adornado armario de madera tallada a un lado de la chimenea. El tirador no cedió cuando ella trató de abrirlo, por lo que, maldiciendo en voz baja, empezó a buscar algo con lo que pudiese forzar la cerradura. La oscuridad dificultaba su búsqueda, pero no tenía nada con lo que alumbrarse, aun que tam poco se hubiese atrevido a hacerlo. Buscando a tientas sobre la mesa, tropezó con un tintero que se volcó con un chasquido, derramando su contenido sobre la mesa y el suelo. Cyllan se quedó paralizada y empezó a sudar copiosamente, pero nadie acudió a investigar la causa del ruido y, al cabo de un minuto, siguió buscando.
No encontró nada útil encima de la mesa y sólo cuando reparó en el cajón dio con un cuchillo. La hoja era fina y brilló como pizarra mojada en la oscuridad cuando ella lo sacó de su funda; pero pensó que le serviría. No había tiempo para andarse con contemplaciones y forzó la cerradura con tres fuertes movimientos; abrió la puerta y palpó en el interior en busca de su objetivo.
Una botella de cristal, un fajo de papeles... y el estuche. Cyllan lo sacó y lo depositó en el suelo agachándose para apalancar la tapa con el cuchillo. Al igual que el armario, el estuche estaba cerrado, pero era de estaño forrado de plomo y cedió al segundo intento. Levantó la tapa... y miró, fascinada, el contenido.
La piedra del Caos estaba sola en el estuche y resplandecía con luz propia: una radiación fría y pálida que hizo que las manos de Cyllan pareciesen las de un fantasma. Por un momento, se resistió a la idea de tocarla; pero después hizo acopio de valor, introdujo la mano en el estuche y sus dedos se cerraron sobre la gema. La invadió una desconcertante sensación de júbilo al notar sus duros contornos en la palma de la mano; sintió un cosquilleo en el brazo y, por un breve instante, experimentó un fuerte sentimiento de poder, como si una fuerza inexplicable hubiese pasado a su mente desde el corazón de la piedra. Se esforzó por dominar su euforia, pues todavía no había triunfado y el alborozo podía esperar, y cerró apresuradamente el estuche, lo dejó de nuevo en el armario y cerró lo mejor que pudo la estropeada puerta. Llevando la piedra en la mano, tomó el cuchillo una vez más. Lo guardaría, al menos hasta que Tarod y ella estuviesen a salvo...
Al dirigirse a la puerta, tropezó ruidosamente con una silla, pero también ahora el ruido fue insuficiente para provocar alarma. Esperó a que se calmase su corazón y entonces abrió la puerta...
El pasillo parecía brillantemente iluminado en contraste con la oscuridad del estudio. Cyllan salió...
Y una figura se cruzó en su camino.
Los ojos de Cyllan se desorbitaron de espanto. Trató de volver a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero era demasiado tarde: él la había visto, se había detenido y la había reconocido cuando la capucha había caído atrás y había descubierto los pálidos e inconfundibles cabellos..., y Cyllan se quedó paralizada ante la mirada pasmada de Drachea Rannak.
— ¡No!—gritó, con una voz que ni ella misma reconocía—. No... , por Yandros, ¡no!
También Drachea había blasfemado en voz alta, llevándose inmediatamente la mano a la espada corta que recientemente se había acostumbrado a portar. Se había escabullido del banquete, aburrido y, tenía que confesárselo, bastante celoso del Sumo Iniciado, y estaba paseando malhumorado por el corredor cuando, por pura casualidad, había salido Cyllan con el producto de su robo. Ahora estaban cara a cara y, superada la impresión inicial que les había paralizado a los dos, Cyllan vio en los ojos alarmados de Drachea que éste se daba perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo.
— ¡Dioses! — Drachea desenvainó la espada—. Perra, ¿cómo has podido... ? ¡Oh, no!
Levantó la hoja en un furioso movimiento cuando Cyllan tomaba desesperadamente impulso para huir, y entonces ella retrocedió contra la pared para librarse de la estocada mortal.
—¡Oh, no! —dijo de nuevo Drachea, con voz ronca—. Esta vez no, demonio, ¡esta vez no! —Y gritó por encima del hombro—: ¡Auxilio! Criados, venid... ¡Deprisa!
La piedra del Caos vibró súbitamente cálida en la mano de Cyllan y un arrebato de ferocidad cruel cobró vida dentro de ella. Drachea la había hecho fracasar una vez; había sido la causa de la ruina de Tarod..., ,pero no volvería a suceder! ¡Nunca, nunca más! Como una visión percibida a la luz instantánea de un relámpago, su mente evocó la cara orgullosa y sarcástica de Yandros, y los ojos de éste parecieron reflejar la radiación incolora de la gema...
Drachea dio un salto cuando ella levantó la mano y de entre sus dedos surgió súbitamente un rayo de luz. Iba a gritar de nuevo para pedir auxilio, pero las palabras se extinguieron en su garganta, y, cuando trató de cobrar aliento, sus pulmones parecieron llenarse de hielo. Se tambaleó... y Cyllan dio un paso adelante, blandiendo la piedra como un arma, y su cara iluminada por la gema era la de una loca, la de una insensata. Drachea trató una vez más de gritar; su voz se quebró en un ronco alarido, y al resonar éste en el pasillo, Cyllan saltó sobre él y descargó un golpe mortal con el cuchillo que llevaba en la mano derecha, clavándolo en el estómago de Drachea y rasgando la carne hasta el esternón. El grito de Drachea se convirtió en un ahogado aullido de dolor y el joven se dobló, giró en redondo y a punto estuvo de caer sobre su propia espada. Al verle en el suelo, sintió Cyllan una explosión de ira y se lanzó por segunda vez sobre él, hundiendo la hoja del cuchillo en su hombro.
Había perdido la razón, impulsada por algo que no podía comprender ni dominar; algo que despertaba un afán inhumano de matar, de destruir, de vengarse...
Un chillido que no había sido lanzado por ella ni por Drachea resonó en su cabeza enloquecida, y Cyllan saltó atrás, como si hubiesen tirado de ella con una cuerda. Dos criados, un hombre y una mujer, habían llegado corriendo en respuesta al grito de auxilio de Drachea y, al doblar la esquina del pasillo, habían visto lo que parecía un demonio de rostro pálido, manchadas de sangre la cara y las manos, golpeando con un cuchillo ensangrentado el cuerpo caído de Drachea. La mujer se desmayó y el hombre miró fijamente a Cyllan, boquiabierto, y después respiró hondo para pedir auxilio a voz en grito La cordura volvió a Cyllan con una violenta sacudida. Drachea yacía entre sus pies, muerto o moribundo. La piedra del Caos era ahora fría como el hielo en su mano izquierda; el cuchillo estaba pegajoso y resbaladizo en su derecha; su vestido era una confusión de manchas carmesíes... Cyllan sintió náuseas y, galvanizada por un instinto animal, se volvió y echó a correr. El pasillo daba locamente vueltas delante de ella y, a su espalda, menguando pero resonando como redobles de tambor en su cabeza, podía oír la voz estridente y frenética del criado lanzando desespera dos gritos de alarma.
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