Laurell Hamilton - Placeres Prohibidos

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Los vampiros la llaman la Ejecutora. Cómo los llama ella, mejor no repetirlo. `SOY LA EJECUTORA Y NO SALGO CON VAMPIROS… LOS MATO`.
De complexión menuda y lengua afilada, Anita Blake no es alguien a quien convenga subestimar: levanta muertos para ganarse el sustento, y la policía de San Luis recurre a ella cuando necesita asesoría en casos que involucran lo sobrenatural, está curtida en mil batallas y tiene licencia para matar vampiros. No siente simpatía alguna por ellos, pero contra todo pronóstico, se descubre investigando una serie de asesinatos… precisamente de vampiros.

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– ¿Cuántos años tenía esa cosa? -graznó Edward mientras se ponía en pie tambaleándose.

– Más de quinientos -dije.

– Joooder. -Tragó saliva, y pareció dolerle.

– Yo no intentaría clavarle una aguja a Nikolaos.

Consiguió echarme una mirada furiosa, todavía medio recostado en el ataúd de Aubrey.

Me volví hacia el quinto ataúd, el que habíamos dejado para el final sin necesidad de hablarlo. Estaba junto a la pared más alejada: un ataúd blanco y delicado, demasiado pequeño para un adulto. La luz de las velas se reflejaba en la madera labrada de la tapa.

Estuve tentada de abrirle un boquete con la escopeta, pero tenía que verla. Tenía que ver contra qué estaba disparando. El corazón iba a salírseme por la garganta; tenía el pecho encogido. Era el ama de los vampiros. Matar a un maestro vampiro, aun de día, era muy arriesgado; podían mantener atrapada a una persona con la mirada hasta que cayera la noche. Su mente. Su voz. Tanto poder… Y Nikolaos era la más poderosa que había visto en mi vida. Tenía el crucifijo bendecido. Todo iría bien. Aunque me habían arrebatado demasiadas cruces para que me sintiera completamente a salvo. En fin. Intenté levantar la tapa con una mano, pero era muy pesada y no tenía los goznes dispuestos de forma que pudiera abrirse fácilmente, como los ataúdes modernos.

– ¿Puedes echarme una mano, Edward, o sigues intentando recordar cómo se respira?

Edward se me acercó, con la cara casi del color habitual. Cogió la tapa, y yo preparé la escopeta. Cuando la levantó, cayó un lado; no tenía bisagras.

– ¡Mierda! -dije. El ataúd estaba vacío.

– ¿Me buscabais? -Dijo una voz aguda y musical desde la puerta-. Arriba las manos. Se dice así, ¿no? Estáis perdidos.

– Ni os molestéis en tratar de alcanzar las armas -dijo Burchard.

Miré a Edward y vi que tenía la mano cerca de la metralleta, pero no lo suficiente. Su expresión era inescrutable, tranquila, normal. Como si estuviera de excursión. Yo estaba tan acojonada que sentía el sabor de la bilis en la garganta. Nos miramos y levantamos las manos.

– Girad despacio -dijo Burchard.

Le hicimos caso.

Nos estaba apuntando con una especie de subfusil. No soy tan fanática de las armas como Edward, así que no reconocí la marca ni el modelo, pero sabía que haría agujeros muy grandes. Además, por la espalda le asomaba la empuñadura de una espada. Una espada de verdad, nada menos.

Zachary estaba junto a él, con una pistola. La sostenía con las dos manos y los brazos rígidos. No parecía muy contento.

– Soltad las armas, por favor -dijo Burchard-, y poned las manos en la cabeza. -Sostenía el rifle como si hubiera nacido con él.

Obedecimos. Edward soltó la metralleta y yo dejé caer la escopeta. Teníamos muchas más armas.

Nikolaos estaba a un lado con una expresión fría de cólera.

– Tengo más años de los que podéis llegar a concebir -dijo con una voz que resonó por toda la habitación-. ¿Creíais que aún era prisionera de la luz del día? ¿Después de un milenio? -Entró en la habitación, con cuidado de no pasar por delante de Burchard y Zachary. Miró los restos de los vampiros, en los ataúdes, y sonrió; yo no había visto nunca nada tan perverso-. Pagarás por esto, reanimadora. Quítales el resto de las armas, Burchard; luego le haremos un regalo a la niñata.

Se colocaron frente a nosotros, pero no demasiado cerca.

– Contra la pared, reanimadora -dijo Burchard-. Zachary, si el hombre se mueve, pégale un tiro.

Burchard me empujó contra la pared y me registró a conciencia. No me obligó a abrir la boca ni a bajarme los pantalones, pero estuvo a punto. Encontró todo lo que llevaba, hasta la Derringer. Se guardó mi crucifijo en el bolsillo. ¿Y si me tatuase una cruz en el brazo…? No, seguramente no funcionaría.

Me pusieron junto a Zachary, y le llegó el turno a Edward. Miré a Zachary.

– ¿Lo sabe? -pregunté.

– Cállate.

– No tiene ni idea, ¿verdad? -Sonreí.

Edward regresó y nos quedamos allí, desarmados y con las manos en la coronilla. No pintaba nada bien.

La adrenalina burbujeaba en mi interior como el champán, y el corazón amenazaba con salírseme por la boca. No me daban miedo las armas, de verdad. Me daba miedo Nikolaos. ¿Qué nos haría? ¿Qué me haría? No vi más solución que obligarlos a dispararme; tenía que ser mejor que cualquier cosa que Nikolaos tuviera en su mente estrecha y retorcida.

– Están desarmados, ama -dijo Burchard.

– Bien. ¿Sabes qué hacíamos mientras te cargabas a los míos?

No creí que esperara respuesta, de modo que no se la di.

– Estábamos preparando a un amigo tuyo, reanimadora.

Se me hizo un nudo en el estómago. Me acudió a la mente una imagen de Catherine, pero estaba fuera de la ciudad. Dios mío, Ronnie. ¿Tendrían a Ronnie?

Debió de notárseme en la cara, porque Nikolaos se echó a reír con una carcajada chillona y salvaje.

– De verdad, odio esa risa -dije.

– Silencio -dijo Burchard.

– Oh, Anita, ¡qué graciosa eres! Me encantará tenerte entre los míos. -Había empezado a hablar con voz aguda e infantil, pero al final era suficientemente grave para agarrotarme la columna-. Ven aquí, ¡ahora! -gritó con voz clara.

Oí un arrastrar de pies; Phillip entró en la estancia. La horrible herida de su cuello era una cicatriz gruesa y blanca. Recorrió la habitación con la mirada perdida, como si no la estuviera viendo.

– Virgen santa -susurré.

Lo habían levantado de entre los muertos.

Capítulo 47

Nikolaos danzó alrededor de Phillip. La falda de su vestido rosa pastel giraba acompañando su baile. El lazo grande y rosa que llevaba en el pelo se movía mientras ella daba vueltas con los brazos extendidos. Llevaba las delgadas piernas cubiertas con leotardos blancos. Los zapatos también eran blancos, con lazos rosa.

Se detuvo, riendo y sin aliento. Un rubor sano y sonrosado le cubría las mejillas, y le brillaban los ojos. ¿Cómo lo hacía?

– Parece muy vivo, ¿no? -Caminó a su alrededor y le rozó el brazo. Él se apartó, siguiendo con los ojos cada movimiento, asustado. La recordaba. Que Dios nos ampare. La recordaba.

– ¿Quieres ver cómo lo hace tu amante? -preguntó.

Esperaba no haberla entendido. Me esforcé por mantener la cara inexpresiva. Debí de conseguirlo, porque se me acercó furiosa, con las manos en las caderas.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Quieres ver cómo se lo monta?

– ¿Contigo? -pregunté. Tragué bilis, aunque igual debería haberle vomitado encima; así aprendería.

– O contigo. -Se acercó con las manos a la espalda-. Tú decides.

Casi me tocaba la cara con la suya. Tenía unos ojos tan condenadamente grandes e inocentes que parecía un sacrilegio.

– Ninguna de las dos opciones me hace demasiada gracia -dije.

– Lástima. -Regresó junto a Phillip. Estaba desnudo, y su cuerpo bronceado seguía siendo hermoso. ¿Qué eran unas cuantas cicatrices más?

– No sabías que ibas encontrarme aquí, así que ¿para qué has levantado a Phillip?

– Para que intentara matar a Aubrey. -Giró sobre sus zapatitos-. Los zombis de asesinados pueden ser muy divertidos cuando tratan de matar a sus asesinos. Se nos ocurrió darle una oportunidad mientras Aubrey estaba dormido, aunque era capaz de moverse si lo molestaban. -Miró a Edward-. Pero eso ya lo sabéis.

– Queríais que Aubrey lo matara otra vez -dije.

– Aja -asintió, moviendo la cabeza con vehemencia.

– Guaira-dije.

Burchard me encajó un culatazo en el estómago, y caí de rodillas. Intenté respirar, pero no sirvió de gran cosa.

Edward miraba fijamente a Zachary, que le apretaba el cañón de la pistola contra el pecho. No hace falta ser buen tirador a esa distancia; ni siquiera tener suerte. Basta con apretar el gatillo para matar a alguien. Paf.

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