Laurell Hamilton - Placeres Prohibidos

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Los vampiros la llaman la Ejecutora. Cómo los llama ella, mejor no repetirlo. `SOY LA EJECUTORA Y NO SALGO CON VAMPIROS… LOS MATO`.
De complexión menuda y lengua afilada, Anita Blake no es alguien a quien convenga subestimar: levanta muertos para ganarse el sustento, y la policía de San Luis recurre a ella cuando necesita asesoría en casos que involucran lo sobrenatural, está curtida en mil batallas y tiene licencia para matar vampiros. No siente simpatía alguna por ellos, pero contra todo pronóstico, se descubre investigando una serie de asesinatos… precisamente de vampiros.

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En mi vida había tenido tantas ganas de ver nada. No podía ser tan terrible. ¿O sí? Pero una promesa es una promesa. Sonaba como el elefante Horton: «Una persona siempre es una persona, por pequeña que sea». ¿Qué coño hacía en mitad de una cueva a oscuras, rodeada de hombres rata, citando al doctor Seuss y con intenciones de matar a una vampira de mil años? Vaya semana más rara estaba teniendo.

– Podéis encender -dijo Rafael, el rey de las ratas.

No me lo pensé dos veces. Mis ojos parecieron absorber la luz, impacientes por ver. Los hombres rata estaban en grupos pequeños en un túnel ancho y de techo plano. Eran diez; los había contado cuando tenían forma humana. En aquel momento, los siete hombres estaban cubiertos de pelo y llevaban vaqueros cortados; dos se habían puesto también camisetas holgadas. Las tres mujeres llevaban vestidos amplios, como de premamá; sus ojos centelleaban como botones negros. Y todos ellos eran peludos.

Edward se situó junto a mí. Miraba fijamente a los cambiaformas, con expresión distante e inescrutable. Le toqué el brazo. Le había dicho a Rafael que no era caza recompensas, pero Edward sí lo era, en ocasiones. Esperaba no haberlos puesto en peligro.

– ¿Estáis listos? -preguntó Rafael. Era el mismo hombre rata esbelto y negro que yo recordaba.

– Sí -dije. Edward asintió.

Los hombres rata, erguidos sobre dos patas en el suelo de piedra desgastado, se dispersaron.

– Yo creía que las cuevas eran lugares húmedos -dije, a nadie en particular.

– La caverna Cherokee es una cueva muerta -dijo un hombre rata menudo que llevaba camiseta.

– No te entiendo.

– Las cuevas vivas tienen agua, y sus formaciones rocosas están en proceso de cambio. Las cuevas secas donde ya no crecen estalactitas ni estalagmitas se llaman cuevas muertas.

– Mira tú-dije.

Separó los labios y mostró unos dientes enormes. Creo que era una sonrisa.

– Te he dicho más de lo que querías saber, ¿no?

– No hemos venido a hacer de guías turísticos, Louie -siseó Rafael-. Cerrad el pico los dos.

Louie se encogió de hombros y avanzó delante de mí. Era el hombre que estaba con Rafael en el restaurante, el de los ojos oscuros.

Una de las mujeres tenía el pelaje casi gris. Se llamaba Lillian y era médico. Llevaba una mochila llena de instrumental. Al parecer, daban por sentado que saldríamos heridos, pero al menos esperaban que saliéramos vivos. Menos da una piedra. Yo misma empezaba a dudarlo.

Al cabo de dos horas, el techo se hizo tan bajo que ya no pude avanzar erguida. Entonces descubrí por qué nos habían dado cascos a Edward y a mí: me había dado unos mil golpes en la cabeza. Si no la llevara protegida, habría quedado fuera de juego mucho antes de ver a Nikolaos.

Las ratas parecían tener la forma idónea para avanzar por el túnel; se deslizaban y aplanaban el cuerpo con una extraña elegancia. Edward y yo no podíamos imitarlas ni de lejos.

Edward maldijo en silencio a mis espaldas: los quince centímetros que me sacaba se las estaban haciendo pasar canutas. Si a mí me dolían los ríñones, a él tenían que estar matándolo. Había zonas en las que el techo se elevaba y podíamos caminar erguidos. Empecé a esperarlas con ansiedad, como si fueran bolsas de aire para un buceador.

El tipo de oscuridad cambió. Luz… Había luz delante; no mucha, pero allí estaba, parpadeando al final del túnel como un espejismo.

Rafael se agazapó a nuestro lado. Edward se sentó en la roca seca, y me uní a él.

– Ahí tenéis la mazmorra. Esperaremos aquí hasta que empiece a oscurecer. Si no habéis salido, nos iremos. Cuando Nikolaos esté muerta, os ayudaremos si podemos.

Asentí, y la luz de mi casco se movió conmigo.

– Gracias por ayudarnos.

– Os he traído a la puerta del infierno -dijo sacudiendo la cabeza estrecha y ratuna-. No tenéis nada que agradecerme.

Miré a Edward. Seguía con aquel gesto distante e inescrutable; era imposible saber si lo que acababa de decir el hombre rata lo afectaba. Por su expresión, cualquiera diría que hablábamos de la lista de la compra.

Edward y yo nos arrodillamos frente a la abertura que daba a la mazmorra. La temblorosa luz de las antorchas era casi deslumbrante después de la oscuridad. Edward empuñaba la Uzi que llevaba colgada en bandolera; yo llevaba la escopeta… y mis dos pistolas y dos cuchillos, y una Derringer, regalo de Edward, en el bolsillo de la chaqueta.

– Tiene un retroceso de la leche -me había comentado Edward al entregármela-, pero si se la pones a alguien bajo la barbilla, le volarás la puta cabeza.

Bueno era saberlo.

Fuera era de día. No debería haber ni un vampiro despierto, pero Burchard estaría allí, y si nos veía, Nikolaos se enteraría. De algún modo, lo sabría. Se me puso la piel de gallina.

Entramos a rastras, dispuestos a montar una carnicería. La habitación estaba vacía. La adrenalina me bullía en las venas, me aceleraba la respiración y hacía que se me disparara el corazón. El lugar donde habían encadenado a Phillip estaba limpio. Lo habían fregado a fondo.

Reprimí el impulso de tocar la pared donde había estado él.

– Anita. -Edward me llamó en voz baja desde la puerta. Corrí hacia él-. ¿Qué pasa? -me preguntó.

– Aquí fue donde mató a Phillip.

– Concéntrate en el trabajo. No quiero morir porque tengas la cabeza en otro lado.

Noté crecer la ira, pero me la tragué. Tenía razón.

Edward tanteó la puerta, y se abrió; si no había prisioneros, no había necesidad de cerrarla. Me situé a la izquierda, y él, a la derecha. El pasillo estaba vacío.

Me sudaban las manos en la escopeta. Edward encabezó la marcha por el lado derecho del pasillo, y lo seguí a la guarida del dragón, aunque no me sentía como un caballero. Se me habían acabado los corceles lustrosos, ¿o eran las armaduras lustrosas?

Lo que fuera. Allí estábamos. La cosa iba en serio. Me notaba el corazón en un puño.

Capítulo 46

El dragón no salió a comernos de inmediato. De hecho, el sitio estaba tranquilo. Por recurrir a un tópico, demasiado tranquilo.

– No es que me queje -le susurré a Edward acercándome a él-, pero ¿dónde está todo el mundo?

– Puede que mataras a Winter -dijo apoyando la espalda en la pared-. Eso sólo dejaría a Burchard. Y quizá esté haciendo algún recado.

– Demasiado fácil -dije, sacudiendo la cabeza.

– No te preocupes: ya se complicará. -Continuó andando por el pasillo y lo seguí. Tardé tres pasos en darme cuenta de que intentaba ser irónico.

El pasillo llevaba a una habitación enorme, parecida a la sala del trono de Nikolaos, pero sin silla. En cambio, había ataúdes. Cinco, distribuidos sobre unas plataformas elevadas, para evitar la corriente de aire del suelo. A la cabeza y al pie de cada ataúd había un candelabro alto de hierro, con velas encendidas.

La mayoría de los vampiros se esfuerza por ocultar el ataúd; Nikolaos, no.

– Arrogante -susurró Edward.

– Sí -murmuré. Todo el mundo habla en susurros cuando tiene ataúdes cerca, al menos al principio, como si estuviera en un velatorio y los muertos oyeran.

La estancia estaba impregnada de un olor rancio que ponía los pelos de punta. Se me metía en la garganta y parecía que tuviera sabor, levemente metálico. Era como el olor de las serpientes enjauladas. Bastaba con el olfato para darse cuenta de que en aquella habitación no había nada cálido y peludo, y aquello era quedarse corto. Era el olor de los vampiros.

El primer ataúd era de madera oscura y bien barnizada, con asas doradas. Era más ancho en la parte de los hombros y después se estrechaba, siguiendo el contorno de un cuerpo humano. A veces, los ataúdes antiguos tenían aquella forma.

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