Laurell Hamilton - El Corazón Del Mal
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De la autora de la serie de Anita Blake, llega la novela El corazón del mal. La historia de una chica que se ve obligada a luchar entre su deseo de desarrollar sus dones para la magia y el de no comprometer a sus seres queridos.
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– Baja -ordenó Konrad.
Elaine no hizo ninguna pregunta; no había tiempo para eso. Asió la cuerda improvisada y descendió por ella. Cuando se encontraba a media altura de la pared, las sábanas empezaron a ceder bajo su peso y el de Konrad.
– Déjate caer, yo estoy aquí para recogerte. -Era la voz de Thordin.
Elaine tomó aire y soltó las telas. Los fuertes brazos de Thordin la recogieron. Acto seguido ambos rodaron por el suelo.
Konrad salvó los últimos metros dejándose caer, y aterrizó con manos y rodillas sobre la nieve. Elaine corrió hacia él y lo rodeó con los brazos. Él la abrazó, la cara apretada contra su hombro. Nubes de humo salían a través de la ventana por la que habían escapado.
El suelo se derrumbó con un estruendo estremecedor, y las llamas se alzaron con un rugido hasta el tejado. El cuerpo de Blaine todavía estaba dentro, pero se lo llevaría el fuego purificador. Era un final bastante mejor que el de la mayoría de los fallecidos en Cortton.
Konrad alzó el rostro hacia ella. Estaba muy, muy cerca. La besó, y ella permitió que lo hiciera. Sus labios eran suaves, y su piel olía a humo.
El amuleto que llevaba alrededor del cuello brillaba reflejando las llamas. Elaine no recordaba haber visto nunca en él ningún tipo de adorno.
Konrad acarició los cabellos de Elaine con las manos cubiertas de hollín, y rió. Volvió a besarla, bruscamente, casi con violencia, como si quisiera entrar en ella a través de su boca. A Elaine aquel beso casi le dolió.
Thordin y Gersalius se encontraban de pie ante ellos, observando cómo se quemaba la casa. Elaine buscó a Jonathan y lo encontró acurrucado en la nieve, al lado del cuerpo carbonizado de un zombi.
– Jonathan. -Elaine lo llamó por su nombre, pero él no reaccionó.
Gersalius le posó una mano en el hombro.
– Teresa se convirtió en uno de ellos. Tuvimos que sacrificarla.
Elaine observó a Jonathan, encogido sobre la nieve. Quería correr hacia él, decirle que todo se arreglaría, pero en el fondo de su corazón sabía que eso sería mentirle.
Capítulo 33
La taberna La Cabra de Hierro se hallaba abarrotada. El nuevo bardo estaba haciendo florecer el negocio. Kelric era un hombre de mediana estatura, anchas espaldas y una estrecha cintura. Él había aprendido a tocar la guitarra, el arpa y el clavicémbalo con unas manos de mayor tamaño de las que tenía ahora, pero aquellos largos y finos dedos habían demostrado su ligereza gracias a la práctica en el arte, no precisamente musical, sino en el del hurto. Había aprovechado aquella agilidad para reeducar sus dedos y volver a hacer música, en lugar de seguir desplumando por la espalda a pobres desprevenidos. Kelric el Carterista había pasado a llamarse Kelric Dulcevoz en cuestión de unos cuantos meses.
Echaba de menos su fama como Calum Songmaster, pero a la tierna edad de veinte años todavía tenía mucho tiempo por delante para labrarse de nuevo una buena reputación. Kelric contaba además con un timbre de voz más agudo y más limpio, que a Calum le agradaba considerablemente. Sólo era cuestión de elegir nuevas canciones más apropiadas para su nueva voz; un comienzo en todos los sentidos de la palabra.
Harkon Lukas había llevado al joven Kelric hasta el lecho de muerte de Calum y había colocado el amuleto alrededor del cuello del joven. Unas cuantas palabras, y el intercambio había quedado concluido. Calum no recordaba haber sentido nada. Un momento antes se encontraba postrado en la cama, sufriendo atroces dolores, y de pronto estaba allí, de pie, observando a un anciano arrugado y consumido.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había visto su reflejo en un espejo que la visión de su propio cuerpo lo impactó sobremanera. La piel era como de pergamino, arrugada, y colgaba de los huesos formando pliegues. La piel del cráneo había resbalado hacia la frente como si se tratara de cera a medio derretir. Únicamente los ojos le resultaban familiares. Eso era lo único que quedaba del recuerdo que tenía de sí mismo: los ojos. Calum Songmaster había muerto hacía mucho tiempo. Sólo que no se había dado cuenta.
Aquellos ojos lo miraban ahora, parpadeando asombrados, con la boca abierta en un grito mudo. Kelric se había ofrecido voluntario, eso era cierto, pero al parecer no había comprendido el alcance de todo aquello. Nadie podía explicar el dolor con palabras. Siguió gritando sin pronunciar palabra. La lengua se agitaba en la boca desdentada, los labios tan finos que parecía que no hubiera nada más aparte de la muda abertura.
– ¡No puedo! ¡No puedo! -Gritó por fin-. ¡Sacadme de aquí, oh dioses, sacadme de este cuerpo!
– ¿Qué opinas, Calum? ¿Deberíamos volver a cambiar los cuerpos?
Harkon tocó los nuevos y fuertes hombros, palpando los jóvenes músculos con los largos dedos.
Calum observó el cuerpo agonizante. Vio los ojos llenos de pánico y de dolor. Sus ojos. Pero ya no serían sus ojos si ahora simplemente se negaba.
Los labios de Harkon se curvaron en una lenta y amplia sonrisa, como si se tratase de una serpiente que acabase de satisfacer su estómago. Se acercó al lecho con andares sinuosos, casi como si estuviera bailando. Estaba disfrutando con todo aquello.
– Te liberaré de este dolor, Kelric, y de esta horrible carga. -Se arrodilló al lado de la cama-. Vamos, Calum, busca un lugar desde el que tengas contacto visual. Es muy importante.
Calum quería negarse, pero algo en el rostro de Harkon se lo impidió. Cambió de posición hasta que pudo ver su viejo cuerpo, que lo miraba con los ojos de un extraño.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no era sólo la edad y la enfermedad lo que hacían que su propia cara le pareciera extraña. La expresión facial también le resultaba desconocida: era la personalidad de Kelric la que asomaba a su rostro.
Harkon se arrodilló y rozó con suavidad el rostro ajado. Sonrió con ternura, como si se dispusiera a arropar al anciano para pasar la noche. Calum casi esperaba que Harkon pidiera al hombre que cerrara los ojos, pero en lugar de eso extrajo lentamente una daga de la vaina que pendía de su cinto, haciendo alarde de ello.
El hombre lo miró con ojos como platos.
– ¡No! Me prometiste…
Calum se preguntó qué era lo que Harkon podía haberle prometido a Kelric a cambio de aquello.
– ¡No, por favor! -El anciano miró a Calum, es decir, a su propio cuerpo, de pie ante él. Alzó una mano salpicada por las manchas propias de la edad, en un gesto implorante-. ¡Ayúdame!
Harkon se encontraba recostado al lado del anciano. Pasó la hoja de la daga sobre las sábanas, por encima del frágil pecho.
– No has caído en la cuenta de algo muy importante, querido Kelric: Calum desea quedarse con tu cuerpo, y no tiene la menor intención de devolvértelo.
Kelric abrió los pálidos ojos aún más, con la certeza de la traición haciéndose patente en su rostro. Abrió la boca, y Calum se puso tenso en espera de las acusaciones y las recriminaciones. Pero la daga siguió avanzando hasta llegar a la suave piel del cuello. La boca quedó abierta, los ojos como platos.
– Acaba ya con esto -dijo Calum con una voz juvenil, la voz de Kelric.
– ¿Y qué explicación encontrarán ante el hecho de que aparezca degollado?
Harkon tomó una almohada de las que sostenían la cabeza del anciano. El hombre profirió un grito de asombro, y acto seguido Lukas le tapó la cara con la almohada. Envainó de nuevo la daga con una mano, para luego seguir apretando el cojín con las dos palmas. Unos dedos delgados y huesudos lo golpearon, mientras tiraban con fuerza de las mangas de Harkon.
Lukas siguió apretando con fuerza la almohada todavía largo rato, incluso después de que aquellas manos dejaron de moverse. Miró fijamente los nuevos ojos de Calum, mientras esbozaba una breve sonrisa.
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