Tras decantarme por un libro de recetas griegas con montones de fotos a color, salí de mi ensimismamiento media hora más tarde y busqué a Seth. Lo encontré en la sección infantil, de rodillas junto a una pila de libros, completamente ensimismado.
Me acuclillé a su lado.
– ¿Qué miras?
Se encogió ligeramente, sobresaltado por mi proximidad, y apartó la vista de su hallazgo para mirarme. De cerca, podía ver que sus ojos realmente tenían un tono castaño más dorado ambarino; sus largas pestañas serían la envidia de cualquier muchacha.
– Los cuentos de hadas de Andrew Lang. -Me enseñó un ejemplar de bolsillo titulado El libro azul de las hadas . En lo alto del montón junto a él había otro llamado El libro naranja de las hadas , y no pude sino asumir que el resto seguiría el mismo código de colores. Seth, radiante y embriagado de literatura, se olvidó de la reticencia que le inspiraba mi compañía-. Las reimpresiones de los años sesenta. No tan valiosas como, digamos, las ediciones del siglo XIX, pero éstos son los que tenía mi padre, los que solía leernos. Sólo poseía un par, sin embargo; ésta es la colección entera. Los voy a comprar para leérselos a mis sobrinas.
Mientras pasaba las páginas del Libro rojo de las hadas , reconocí los títulos de muchas historias familiares, algunas de las cuales desconocía que existieran aún. Le di la vuelta al libro y miré al dorso de la cubierta, pero no encontré ningún precio.
– ¿Cuánto cuestan?
Seth señaló un cartelito que había junto a la estantería de donde los había sacado.
– ¿Es un precio razonable? -pregunté.
– Un poco alto, pero me parece justo por poder llevármelos todos a la vez.
– Ni hablar. -Recogí parte de los libros y me levanté-. Regatearemos con él.
– ¿Regatear cómo?
Mis labios se curvaron en una sonrisa.
– Con palabras.
Seth no parecía muy convencido, pero el librero resultó ser presa fácil. La mayoría de los hombres terminaban rindiéndose ante una mujer atractiva con carisma… por no hablar de un súcubo que aún lucía un fulgor de fuerza vital residual. Además, había aprendido a regatear a la vera de mi madre. El tipo detrás del mostrador no tenía la menor oportunidad. Cuando acabé con él, estaba encantado de haber reducido el precio un 25% e incluir mi libro de recetas sin coste añadido.
Mientras regresábamos al coche, cargados de libros, Seth no dejaba de lanzarme suspicaces miraditas de reojo.
– ¿Cómo lo has conseguido? No he visto nada igual en mi vida.
– Con mucha práctica. -Respuesta vaga digna de cualquiera de las suyas.
– Gracias. Ojalá pudiera devolverte el favor.
– No te preocupes… Hey, en realidad sí que puedes. ¿Te importaría hacer un recado conmigo? Es en una librería, pero una librería espeluznante.
– ¿Espeluznante cómo?
Cinco minutos después íbamos camino de ver a mi viejo amigo Erik Lancaster. Erik llevaba enclaustrado en la zona de Seattle más tiempo que yo, y era una figura bien conocida para casi todas las entidades inmortales de los alrededores. Versado en mitología y saber sobrenatural, demostraba con regularidad ser una excelente fuente de recursos para todo lo que tuviera que ver con lo paranormal. Si se había dado cuenta de que algunos de sus clientes nunca envejecían, sabiamente se abstenía de hacer comentarios al respecto.
Lo único que tenía de molesto visitar a Erik era que para ello había que visitar Krystal Starz, un ejemplo perfecto de espiritualidad de la nueva era echada a perder. No dudaba que el lugar pudiera tener buenas intenciones cuando abrió allá por los años ochenta, pero la librería exhibía ahora una colección de coloridas fruslerías comerciales más cargadas de precio que de valor místico. Erik, según mis estimaciones, era el único empleado genuinamente preocupado y entendido en asuntos esotéricos. Los mejores de sus compañeros de trabajo eran sencillamente apáticos; los peores, fanáticos y timadores profesionales.
Al entrar en el aparcamiento de la tienda, me sorprendió de inmediato la cantidad de coches que había. Tanta gente en Emerald City significaría que había alguna sesión de firmas, pero esa clase de acontecimiento parecía poco probable en mitad de la jornada laboral.
Una pesada oleada de incienso nos bañó cuando entramos, y Seth pareció sorprenderse tanto como yo al ver a toda aquella gente y actividad.
– Podría tardar un rato -le dije-. Echa un vistazo por ahí. Tampoco hay mucho que ver.
Se esfumó, y yo volví mi atención hacia un joven de ojos brillantes que estaba de pie junto a la puerta, dirigiendo a la multitud.
– ¿Vienes a la reunión?
– Hm, no -respondí-. Venía a ver a Erik.
– ¿Qué Erik?
– ¿Lancaster? ¿Mayor? ¿Afroamericano? Trabaja aquí. El joven lacayo sacudió la cabeza.
– Aquí no hay ningún Erik. No en el tiempo que llevo trabajando. -Hablaba como si hubiera fundado el local.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Dos meses.
Puse los ojos en blanco. Un auténtico veterano.
– ¿Podría hablar con algún encargado?
– Bueno, Helena está por ahí, pero va a… ah, ahí está. -Indicó al fondo de la tienda, donde la mujer en cuestión había aparecido como si la hubieran invocado.
Ah, sí, Helena. Ella y yo ya nos habíamos cruzado antes. Pelo rubio pajizo, el cuello cargado de cristales y otros símbolos arcanos; estaba delante de una puerta designada SALA DE REUNIONES. Un chal de cerceta le cubría los hombros enjutos, y como siempre, me pregunté cuántos años tendría. Aparentaba treinta y pocos, pero había algo en su porte que siempre me hacía pensar que era mayor. Quizá se hubiera hecho un montón de cirugía plástica. Le pegaría, la verdad, considerando el resto de su rimbombante y artificial personalidad.
– ¿Todos? ¿Estamos ya todos? -hablaba con voz atiplada, evidentemente impostada, que pretendía sonar como un susurro, si bien un susurro capaz de alcanzar timbres atronadores. Por lo que básicamente sonaba cascada, como si estuviera resfriada-. Es hora de empezar.
La muchedumbre (unas treinta personas, diría) se dirigió a la sala de reuniones, y yo la seguí, fundiéndome con el gentío. Algunos de los que me rodeaban se parecían a Helena: vestidos de forma temática, todo de negro o en tonos vibrantes, con una plétora de pentagramas, cristales y oms a la vista. Otros parecían gente normal, vestidos de forma muy parecida a mí con mi ropa de faena, dejándose arrastrar por curiosidad morbosa.
Con una sonrisa falsa congelada en el rostro, Helena nos animaba a entrar en la sala, murmurando:
– Bienvenido, bienvenido. Siente la energía. -La sonrisa flaqueó cuando pasé por delante de ella-. A ti te conozco.
– Sí.
Su sonrisa menguó todavía más.
– Tú eres ésa que trabaja en esa librería tan grande… tan grande y comercial. -Unas pocas personas se pararon a escuchar nuestro intercambio, sin duda el motivo por el cual se abstuvo de señalar que la última vez que estuvo allí, la había tildado de hipócrita vendedora de chorradas inservibles.
En comparación con algunas cadenas nacionales, no consideraba que Emerald City fuera tan comercial. Sin embargo, le di la razón con un encogimiento de hombros.
– Sí, qué puedo decir, somos parte del problema de la América corporativa. Sin embargo, vendemos los mismos libros y barajas del tarot que vosotros, y a menudo ofrecemos descuentos si eres miembro del Programa de Lectores Frecuentes de Emerald City. -Esta última parte la mencioné en voz alta. Un poco de publicidad extra nunca hace daño.
La tambaleante sonrisa de Helena desapareció por completo, al igual que un poco de su voz ronca.
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