Richelle Mead - Succubus

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Súcubo (n.): Demonio seductor, capaz de cambiar de forma, que tienta y proporciona placeres a los mortales de sexo masculino.
Georgina Kincaid es un súcubo y la protagonista de esta historia. En apariencia es una joven veinteañera de estatura media y cabello largo, pero lleva mucho más tiempo en el mundo gracias a la inmortalidad de los seres de su condición. Un súcubo vive gracias a los años de vida que va robando a los hombres con los que se acuesta. Su misión es propagar el mal a través de la tentación carnal, pero Georgina intenta llevar una vida normal y sólo hace sus tareas de súcubo con hombres que no se verán perjudicados por ello. En otras palabras, Georgina no es feliz con su condición de súcubo y por eso trata de llevar una vida humana, con su trabajo en una librería y sus amigos humanos.

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– ¿Puedo ayudarte en algo?

– Estoy buscando a Erik.

– Erik ya no trabaja aquí.

– ¿Adonde ha ido?

– No estoy autorizada a divulgar esa información.

– ¿Por qué? ¿Temes que me lleve mi negocio a otra parte? Créeme, nunca has corrido peligro de tenerlo.

Se llevó los delicados dedos a la frente y me estudió seriamente, bizqueando casi.

– Siento mucha oscuridad en tu aura. Negro y rojo. -Levantó la voz, atrayendo la atención de sus acólitos-. Te vendría bien un poco de purificación. Un cuarzo ahumado o rutilado también te ayudaría. Tenemos excelentes ejemplos de los dos a la venta. Cualquiera de ellos aclararía tu aura.

No pude evitar una sonrisita. Creía en las auras, sabía que eran perfectamente reales. También sabía, sin embargo, que la mía no se parecía en nada a las de los mortales, y que alguien como Helena sería incapaz de verla. En realidad, un verdadero adepto humano, capaz de percibir cosas así, se daría cuenta de que en medio de un grupo de humanos, yo sería la única persona sin un aura discernible. Sería invisible para todos, salvo para alguien como Jerome o Cárter, aunque un mortal particularmente dotado podría ser capaz de presentir su fuerza y se mostraría comprensiblemente cauto. Erik era uno de esos mortales, motivo por el cual siempre me trataba con tanto respeto. No como Helena.

– Guau -silbé-. Es increíble que hayas podido deducir todo eso sin tu cámara áurea. -Krystal Starz alardeaba orgullosamente de tener una cámara que podía fotografiar tu aura por 9,95$-. ¿Te debo algo ahora?

Resopló.

– No necesito ninguna cámara para ver las auras de los demás. Soy una maestra. Además, los espíritus que se han reunido para esta reunión me dicen muchas cosas sobre ti.

Mi sonrisa se ensanchó.

– ¿Y qué es lo que te dicen? -Había tenido pocas experiencias con espíritus u otros seres etéreos en mi larga vida, pero si había alguno presente lo percibiría.

Cerró los ojos, manos en la frente de nuevo, arrugas de concentración en el rostro. Los curiosos la observaban maravillados.

– Me dicen que tienes muchas preocupaciones. Que la indecisión y la monotonía de tu vida te obligan a rebelarte, y que mientras elijas la senda de la oscuridad y la desconfianza, nunca encontrarás la paz ni la luz. -Sus ojos azules se abrieron, absortos en su sobrenatural éxtasis particular-. Quieren que te unas a nosotros. Siéntate en nuestro círculo, siente su energía curativa. Los espíritus te ayudarán a tener una vida mejor.

– ¿Igual que te ayudaron a ti a salir de la industria del porno? Se quedó petrificada, pálida, y casi me sentí mal por un momento. Los adeptos como Erik no eran los únicos con renombre en la comunidad inmortal. Las chifladas como Helena también eran conocidas de sobra. Alguien que aparentemente había sido fan suyo en su día la había reconocido en una película antigua y compartido sus trapos sucios con el resto de nosotros.

– No sé a qué te refieres -dijo por fin, esforzándose por controlar la expresión delante de sus esbirros.

– Fallo mío. Me recuerdas a alguien llamada Moana Licka. Frotas esos cristales igual que ella frotaba… bueno, ya captas la idea.

– Te equivocas -dijo Helena, a punto de perder el control de su voz-. Erik ya no trabaja aquí. Haz el favor de marcharte.

Afloró a mis labios otra respuesta, pero entonces, detrás de ella, vi a Seth. Se había acercado al filo de la multitud, observando el espectáculo con los otros. Al verlo, me sentí ridícula de repente, superficial y vulgar el placer de humillar a Helena. Avergonzada, conseguí mantener la cabeza alta mientras ponía rienda a mis comentarios y me alejaba de ella. Seth se situó a mi lado.

– Déjame adivinar -dije secamente-. Algunos escriben las historias, y otros las viven.

– Creo que no puedes evitar causar revuelo dondequiera que estés.

Supuse que estaba siendo sarcástico. Luego, miré de reojo y vi su franca expresión, sin censura ni sarcasmo. Su sinceridad era tan inesperada que di un ligero traspié, prestándole más atención a él que adónde iba. Haciendo gala de mi merecida reputación de grácil, me recuperé casi inmediatamente. Seth, sin embargo, alargó una mano instintivamente para sujetarme.

Al hacerlo, experimenté un repentino destello de… algo. Como aquel momento de conexión en el pasillo de los mapas. O la oleada de satisfacción que me producían sus libros. Fue breve, efímero, como si tal vez no hubiera sucedido nada en absoluto. Él parecía tan sorprendido como yo y me soltó el brazo tentativamente, casi con vacilación. Un momento después, una voz a mi espalda rompió por completo el hechizo.

– ¿Disculpa? -Al girarme, vi a una adolescente delgada con el pelo rojo rapado y las orejas cargadas de anillos-. Estabas buscando a Erik, ¿verdad?

– Sí…

– Te puedo decir dónde está. Se fue hará unos cinco meses para abrir su propia tienda. Está en Lake City… no recuerdo el nombre. Es un sitio animado, con una tienda de comestibles y un gran restaurante mexicano. Asentí con la cabeza.

– Conozco esa zona. La encontraré. Gracias. -La observé con curiosidad-. ¿Trabajas aquí?

– Sí. Erik siempre se portó bien conmigo, así que me alegraré si el negocio le va mejor que aquí. Me habría ido con él, pero en realidad no necesita más ayuda, así que estoy aquí atrapada con esa loca. -Apuntó con el pulgar en dirección a Helena.

La chica tenía un aspecto serio y práctico que la distinguía de la mayoría de los empleados de la tienda. Recordé entonces que la había visto ayudando a los clientes cuando entré.

– ¿Por qué trabajas aquí si no te gusta?

– No lo sé. Me gustan los libros, y me hace falta el dinero.

Escarbé en mi bolso, buscando una de las tarjetas de visita que rara vez utilizaba.

– Ten. Si quieres otro empleo, ven a verme algún día. Cogió la tarjeta y la leyó, con expresión sorprendida.

– Gracias… creo.

– Gracias por la información sobre Erik.

Hice una pausa, me lo pensé un poco más, y saqué otra tarjeta.

– Si tienes más amigos… otras personas que trabajen aquí y sean como tú… dales esto también.

– ¿Eso es legal? -me preguntó Seth más tarde.

– No sé. Pero estamos faltos de personal en Emerald City.

Me imaginé que una tienda especializada como la de Erik debía de estar cerrada a esas horas, de modo que puse rumbo a Lake Forest Park para llevar a Seth al hogar de su hermano. Confieso que me sentía inundada de alivio. Estar con el héroe de una era agotador, por no mencionar que cualquier interacción entre nosotros oscilaba entre polos diametralmente opuestos. Probablemente lo más seguro sería limitar nuestra relación a la lectura de sus libros por mi parte.

Lo dejé delante de una bonita casa suburbana, con el patio atestado de juguetes. No vi ni rastro de los niños, para mi decepción. Seth recogió su cargamento de libros, me dedicó otra sonrisa evanescente mientras me daba las gracias, y desapareció dentro del edificio. Ya casi había regresado a Queen Anne cuando me di cuenta de que se me había olvidado pedirle mi ejemplar de El pacto de Glasgow.

Enfadada, entré en mi edificio e inmediatamente oí al conserje que me llamaba.

– ¿Señorita Kincaid?

Me acerqué a él, y me entregó un jarrón con flores que bullían en tonos de púrpura y rosa oscuro.

– Han llegado éstas para usted hoy.

Acepté el jarrón entusiasmada, aspirando las fragancias entremezcladas de las rosas, los iris y las azucenas. No había ninguna tarjeta. Típico.

– ¿Quién las ha traído? Hizo un gesto a mi espalda.

– Ese hombre de ahí.

Capítulo 7

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