Richelle Mead - Succubus

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Súcubo (n.): Demonio seductor, capaz de cambiar de forma, que tienta y proporciona placeres a los mortales de sexo masculino.
Georgina Kincaid es un súcubo y la protagonista de esta historia. En apariencia es una joven veinteañera de estatura media y cabello largo, pero lleva mucho más tiempo en el mundo gracias a la inmortalidad de los seres de su condición. Un súcubo vive gracias a los años de vida que va robando a los hombres con los que se acuesta. Su misión es propagar el mal a través de la tentación carnal, pero Georgina intenta llevar una vida normal y sólo hace sus tareas de súcubo con hombres que no se verán perjudicados por ello. En otras palabras, Georgina no es feliz con su condición de súcubo y por eso trata de llevar una vida humana, con su trabajo en una librería y sus amigos humanos.

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– Aun así habría sentido algo. Y Peter, seguro. Puede que tenga razón y estuviera imaginándome cosas. O puede que fuese un mortal normal, acechándonos para atracarnos o algo.

Lo dudaba. No podíamos sentir a los mortales como ocurría con los inmortales, pero uno lo tendría difícil para acercarse a un vampiro sin ser detectado.

– Gracias por avisarme. Has hecho bien.

– ¿Qué debería hacer ahora?

Una extraña sensación de ansiedad se apoderó de mí mientras pensaba en algún chiflado acosando a Peter y a Cody. Por disfuncionales que fueran, los quería. Eran lo más parecido a una familia que tenía. No podía permitir que les sucediera nada.

– Lo que dijo Jerome. Andaos con cuidado. Quedaos con más gente. Avisadme inmediatamente si ocurre algo más.

– ¿Qué hay de ti?

Pensé en Erik.

– Voy a aclarar las cosas, de una vez por todas.

Capítulo 8

Paige era toda sonrisas cuando llegué para cubrir el turno de la mañana al día siguiente.

– Buen trabajo con Seth Mortensen -me felicitó, levantando la mirada del montón de papeles cuidadosamente ordenados que había encima de su mesa. El escritorio que compartíamos Doug y yo en la trastienda de la librería acostumbraba a parecer el escenario de un apocalipsis bélico.

– ¿Por qué lo dices?

– Por convencerlo para que trabaje aquí.

Parpadeé. En el transcurso de nuestras peripecias en el Distrito U y Krystal Starz no le había dicho ni una palabra de convertirse en nuestro escritor residente.

– ¿Oh?

– Acabo de verlo arriba, en la cafetería. Dice que ayer se lo pasó bomba.

Salí de su despacho, perpleja, preguntándome si se me habría escapado algo el día antes. La excursión no me había parecido tan espectacular, pero supuse que Seth debía de estar contento y agradecido por los libros rebajados. ¿Había ocurrido algo digno de mención?

Sin previo aviso, me asaltó el recuerdo del contacto de la mano de Seth, la curiosa oleada de familiaridad que me había recorrido. No, decidí, aquello no había sido nada. Imaginaciones mías.

Subí a la cafetería en busca de un moca, desconcertada aún. Cómo no, Seth estaba sentado en una esquina, con el portátil abierto encima de la mesa ante él. Su aspecto era casi idéntico al del día anterior, sólo que hoy su camiseta lucía la efigie del teleñeco Beaker. Con la mirada fija en la pantalla, sus dedos volaban furiosamente sobre las teclas.

– Hola -le dije.

– Hola.

Eso fue todo. Ni siquiera levantó la cabeza.

– ¿Estás trabajando?

– Sí.

Me quedé esperando a que añadiera algo más, sin éxito. De modo que continué.

– Pues, esto, Paige me ha dicho que piensas mudarte aquí.

No respondió. Ni siquiera sabía si me habría oído. De pronto me miró con un brillo en los ojos.

– ¿Has estado alguna vez en Tejas?

Eso me pilló por sorpresa.

– Claro. ¿En qué parte?

– Austin. Necesito saber cómo es el tiempo por allí.

– ¿Cuándo? ¿En esta época del año?

– No… Más bien en primavera, o a principios de verano. Escarbé en mi memoria.

– Calor. Lluvia y tormentas. Algo de humedad. Está al filo de la senda de los tornados, ¿sabes?

– Ah. -Seth se quedó pensativo, antes de asentir ligeramente y volver a agachar la cabeza-. A Cady le encantará. Gracias.

Tardé un momento en darme cuenta de que se refería a uno de sus personajes. La aversión al mal tiempo de Nina Cady era famosa. El estómago me dio un vuelco y se me cayó el alma a los pies. Me extrañó que no oyera el golpe.

– ¿Estás… estás… escribiendo algo con Cady y O'Neill? ¿Ahora mismo?

– Sí. -Lo dijo como si nada, como si todavía estuviéramos hablando del tiempo-. Es el próximo libro. Bueno, el siguiente. El próximo ya está listo para su publicación. Llevo alrededor de una cuarta parte de éste.

Contemplé el portátil con admiración, como si fuera una dorada reliquia divina de antaño, capaz de realizar milagros. Acabar con las sequías. Con el hambre en el mundo. Me había quedado sin habla. Que la siguiente obra maestra se estuviera forjando delante de mis narices, que pudiera haber dicho algo que podría repercutir en ella era sobrecogedor. Tragué saliva con dificultad y me obligué a apartar la mirada del ordenador, a serenarme. Después de todo, no podía emocionarme con otro capítulo cuando todavía me faltaba por leer el anterior.

– Un libro de Cady y O'Neill. Guau. Eso es…

– Hm, esto, estoy ocupado. Tengo que aprovechar este momento. Perdona.

Sus palabras me cortaron en seco.

– ¿Qué? -¿Estaba echándome?

– ¿Podemos hablar más tarde?

Estaba echándome. Estaba echándome sin mirarme siquiera. Se me encendieron las mejillas.

– ¿Qué pasa con mi libro? -farfullé de cualquier manera.

– ¿Eh?

El pacto de Glasgow . ¿Lo has firmado ya?

– Ah. Eso.

– ¿Y bien?

– Te mandaré un e-mail.

– Que me mandarás… entonces, ¿no tienes mi libro?

Seth sacudió la cabeza y siguió trabajando.

– Oh. Vale. -No entendía lo del email, pero tampoco iba a perder el tiempo implorando que me prestara atención-. Bueno. Pues luego te veo. Avísanos si necesitas cualquier cosa. -Lo dije en tono frío y cortante, pero dudo que se percatara.

Intenté no bajar las escaleras al galope. ¿De qué iba tratándome así? Sobre todo después de que le hubiera hecho de guía el día antes. Por muy famoso que fuera, no tenía derecho a portarse como un capullo conmigo. Me sentía humillada.

«¿Humillada por qué, porque no te ha hecho caso?», me recriminó la voz de la razón. Tampoco es que haya montado una escena. Tan sólo estaba ocupado. Además, eras tú la que se quejaba de que no escribía lo suficientemente deprisa.

Hice oídos sordos a la voz y regresé al trabajo, sintiéndome todavía un poco ofendida. El negocio no me dejó recrearme en mi ego herido por mucho tiempo, sin embargo; la actividad vespertina y la falta de personal se aseguraron de mantenerme ocupada en la planta. Cuando conseguí volver a mi oficina, fue sólo para agarrar el bolso al final del turno.

Cuando me disponía a salir, vi un mensaje de Seth en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Me acerqué al ordenador y leí.

Georgina,

¿Te has fijado alguna vez en los agentes inmobiliarios… cómo se visten, los coches que conducen? La realidad supera a la ficción, como suele decirse. Anoche le comenté a mi hermano que podría interesarme vivir en el distrito universitario, así que llamó a una amiga suya, agente inmobiliaria. Se plantó allí en dos minutos exactos, toda una proeza si tenemos en cuenta que su oficina está en West Seattle. Llegó en un Jaguar blanco cuyo resplandor palidecía únicamente ante la luminosidad de su sonrisa de Miss América. Mientras parloteaba sin cesar sobre lo emocionante que era tenerme aquí iba aporreando su ordenador, buscando residencias apropiadas, tecleando con unas uñas lo bastante largas como para empalar niños pequeños en ellas. (¿Lo ves? Recuerdo lo mucho que te gustaba la palabra «empalar».)

Cada vez que encontraba un sitio prometedor, se ponía como una moto: «Sí… si. ¡Sí! ¡Éste! ¡Éste! ¡Sí! ¡Sí!» Confieso que, cuando acabamos, me sentía sucio y extenuado, como si me tocara dejar un puñado de billetes encima de la almohada o algo. Dejando sus aspavientos al margen, lo cierto es que encontramos un bonito apartamento no demasiado lejos del campus, nuevecito. Era tan caro como me previniste, pero creo que es exactamente lo que quiero. Mistee… sí, ése es su nombre… y yo vamos a echarle un vistazo esta noche. Me atemoriza un poco ver su reacción como puje por el sitio. Sin duda pensar en la comisión le provocará un orgasmo múltiple. (Y pensar que siempre había creído que era la postura del misionero lo que impedía que las mujeres gozaran al máximo.)

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