Richelle Mead - Succubus

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Súcubo (n.): Demonio seductor, capaz de cambiar de forma, que tienta y proporciona placeres a los mortales de sexo masculino.
Georgina Kincaid es un súcubo y la protagonista de esta historia. En apariencia es una joven veinteañera de estatura media y cabello largo, pero lleva mucho más tiempo en el mundo gracias a la inmortalidad de los seres de su condición. Un súcubo vive gracias a los años de vida que va robando a los hombres con los que se acuesta. Su misión es propagar el mal a través de la tentación carnal, pero Georgina intenta llevar una vida normal y sólo hace sus tareas de súcubo con hombres que no se verán perjudicados por ello. En otras palabras, Georgina no es feliz con su condición de súcubo y por eso trata de llevar una vida humana, con su trabajo en una librería y sus amigos humanos.

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– ¿Cuándo?

– Ahora, que yo sepa. Porque ésta era la última parada de su gira. Va a quedarse con su hermano pero planea instalarse pronto por su cuenta. -Se agachó sobre mí con un brillo depredador en la mirada-. Georgina, un escritor famoso que se deje caer por aquí con regularidad nos dará buena prensa.

Sinceramente, mi preocupación más inmediata no era dónde iba a escribir Seth. Lo que me sacaba de quicio era que no pensara largarse a otra franja horaria a corto plazo, una franja horaria donde podría olvidarse de mí y dejar que los dos siguiéramos con nuestras vidas. Ahora podría tropezarme con él cualquier día. Literalmente, si se cumplían los deseos de Paige.

– ¿No será una distracción para él si todo el mundo sabe dónde escribe? ¿Fans entrometidos y tal?

– No permitiremos que eso sea un problema. Le sacaremos el máximo partido sin dejar de respetar su intimidad. Cuidado, que viene.

Bebí un poco más de moca, maravillándome por el modo en que funcionaba la mente de Paige. Se le ocurrían ideas promocionales que a mí jamás me habrían pasado por la cabeza. Puede que Warren fuera el que invertía su capital en este sitio, pero su éxito se debía al genio mercadotécnico de Paige.

– Buenos días -nos saludó Seth. Llevaba puestos unos vaqueros, una camiseta de Def Leppard y una chaqueta de pana marrón. La pinta de su pelo no me convenció de que se hubiera peinado esa mañana.

Paige me lanzó una miradita cargada de intención, y yo suspiré.

– En marcha.

Seth me siguió en silencio afuera, con esa sensación de torpeza creciendo entre nosotros como una barrera palpable. Él no me miraba; yo no lo miraba a él. Sólo cuando nos encontramos en Queen Anne Avenue y comprendí que no tenía ningún plan para hoy surgió la conversación.

– ¿Por dónde empezar? Seattle, al contrario que la Galia, no se divide sólo en tres partes.

Hice la broma más bien para mí misma, pero Seth se rió de repente.

– Seattle península est -observó, ampliando mi comentario.

– No exactamente. Además, eso es Beda, no César.

– Lo sé. Pero el latín no es mi fuerte. -Esbozó aquella sonrisita tan peculiar que parecía ser su expresión característica-. ¿Y tú?

– Regular. -Me pregunté cómo reaccionaría si mencionara mi dominio de los dialectos latinos de distintas etapas del imperio romano. Debió de interpretar mi vaga respuesta como falta de interés porque apartó la mirada y volvió a hacerse el silencio-. ¿Quieres ver algo en concreto?

– No especialmente.

No especialmente. Vale. Bien. Cuanto antes empezáramos con esto, antes terminaríamos y podría ir a ver a Erik.

– Sígueme.

Mientras conducía, esperaba que entabláramos algún tipo de conversación interesante de forma natural, a pesar de nuestro comienzo con mal pie del día anterior. Sin embargo, conforme se sucedían los kilómetros, quedó claro que Seth no tenía la menor intención de enfrascarse en ningún tipo de discurso. Recordé su nerviosismo enfrente de la multitud ayer e incluso con algunos de los empleados de la tienda. Este tipo tenía serias fobias sociales, comprendí, aunque había hecho un valiente esfuerzo por desembarazarse de ellas durante nuestros coqueteos iníciales. Luego yo había ido y activado las malas vibraciones, sin duda asustándolo de por vida y desbaratando cualquier posible progreso que hubiera hecho él. Bien por ti, Georgina.

Quizá si abordara algún tema sugerente, recuperaría su anterior confianza y podríamos reanudar nuestra relación… a su platónica manera, naturalmente. Intenté rememorar mis preguntas profundas de la noche previa. Y una vez más, me eludieron, así que recurrí a las triviales.

– ¿De modo que tu hermano vive por aquí?

– Sip.

– ¿En qué parte?

– Lake Foresta Park.

– Bonita zona. ¿Vas a buscar un sitio por allí?

– Probablemente no.

– ¿Tienes otro sitio en mente?

– No especialmente.

Vale, esto no iba a ninguna parte. Enojada por cómo este maestro de la palabra escrita podía ser tan parco a la hora de hablar, decidí finalmente cortar toda conversación. Conseguir que se implicara costaba demasiado trabajo. En vez de eso, seguí charlando amigablemente sin él, señalando los lugares más conocidos: Pioneer Square, Pike Place Market, el Trol de Fremont. Le enseñé incluso los ejemplos más cochambrosos de nuestra competencia, siguiendo las instrucciones de Paige. Sin embargo, no le dediqué más que un mero ademán con la cabeza a la Space Needle. Sin duda ya la había visto desde las ventanas de Emerald City y podría pagar el exorbitante precio que costaba visitarla de cerca si realmente necesitaba esa experiencia turística.

Almorzamos en el Distrito U. Me siguió sin rechistar ni hacer comentario alguno a mi restaurante vietnamita favorito. La comida transcurrió en silencio cuando dejé de hablar, con los dos degustando fideos y contemplando el bullicio de estudiantes y coches por la ventana más cercana.

– Se está bien aquí.

Era la frase más larga que había dicho Seth en un buen rato, y el sonido de su voz estuvo a punto de hacerme dar un respingo.

– Sí. El sitio no parece gran cosa, pero preparan un pho para chuparse los dedos.

– No, me refería a ahí fuera. Esta zona.

Seguí su gesto hacia University Way, sin ver nada al principio más que estudiantes malhumorados cargados con mochilas. Luego, al expandir mi búsqueda, reparé en los otros pequeños restaurantes especializados, las cafeterías y las librerías de segunda mano. Era una mezcla ecléctica, algo deshilachada en los bordes, pero tenía mucho que ofrecer a los tipos estrafalarios e intelectuales… escritores famosos introvertidos incluidos.

Miré a Seth, que me devolvió la mirada con expectación. Era la primera vez que nos mirábamos a los ojos en todo el día.

– ¿Se puede vivir por aquí?

– Claro. Si te apetece compartir piso con un puñado de universitarios. -Hice una pausa, pensando que esa opción quizá no estuviera tan exenta de atractivo para un chico-. Si quieres algo más sustancial en esta zona, te costará dinero. Supongo que Cady y O'Neill se encargan de que eso no sea un problema, ¿eh? Podemos dar una vuelta y mirar, si quieres.

– A lo mejor. Sinceramente, antes me gustaría ir ahí. -Señaló al otro lado de la calle, a una de las librerías de segunda mano. Sus ojos se posaron en mí de nuevo, inseguros-. Si a ti no te importa.

– Vamos.

Me encantaban las librerías de segunda mano, pero siempre que entraba en una me sentía un poco culpable. Era como ser infiel. Después de todo, trabajaba rodeada de libros impolutos y relucientes todo el tiempo. Podía conseguir una reimpresión de casi cualquier título que quisiera, nuevecito. Me sentía mal disfrutando tanto al estar rodeada de libros antiguos, del olor a papel viejo, a polvo y moho. Aquellas colecciones de conocimientos, algunas muy antiguas, siempre me recordaban épocas pretéritas y lugares que ya había visto, desencadenando una oleada de nostalgia. Estas emociones me hacían sentir vieja y joven al mismo tiempo. Los libros envejecían, pero yo no.

Una gata gris se estiró y parpadeó en nuestra dirección desde el mostrador cuando entramos. Le acaricié el lomo y saludé al anciano que había a su lado. El hombre levantó fugazmente la mirada de los libros que estaba ordenando, nos sonrió y regresó a su tarea. Seth miró alrededor de las grandes estanterías que nos rodeaban, con una expresión de felicidad en el rostro, y pronto desapareció entre ellas.

Yo me acerqué a la sección de literatura no novelesca, con la intención de ojear los libros de cocina. Me había criado preparando la comida sin microondas ni procesadores de alimentos y decidí que ya iba siendo hora de dejar que mis conocimientos culinarios se expandieran a este siglo.

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