Riéndome por lo bajo, continué camino de mi apartamento; me detuve tras unos pocos pasos más.
– Otra vez no -murmuré, exasperada.
Tras la puerta de mi apartamento se arremolinaban sensaciones familiares. Como una tempestad reluciente. Como un zumbido de abejas en el aire.
Había un grupo de inmortales en mi casa.
¿Qué coño? ¿Tendría que empezar a cobrar entrada en mi apartamento? ¿Por qué pensaba todo el mundo de repente que podían colarse dentro sin mi permiso?
Se me ocurrió entonces, brevemente, que antes no había percibido la presencia de Jerome y Cárter. Me habían pillado totalmente desprevenida. Eso era extraño, pero su noticia me había distraído demasiado como para fijarme en nada más.
Del mismo modo, mi rabia actual no me permitía recapacitar más sobre ese detalle singular. Estaba demasiado enfadada. Colgándome el bolso del hombro, irrumpí en mi casa como un vendaval.
– Para ser alguien que acaba de orquestar un asesinato, me parece que exageras.
¿Exagerar? En las últimas veinticuatro horas había tenido que soportar vírgenes, vampiros aterradores, asesinatos, acusaciones, y humillaciones enfrente de mi escritor favorito. La verdad, no creía que llegar a casa y encontrarse con un apartamento en calma fuera pedir demasiado. En vez de eso, había encontrado tres intrusos. Tres intrusos que también eran mis amigos, de acuerdo, pero eso no cambiaba el quid de la cuestión.
Naturalmente, ninguno de ellos comprendía mi irritación.
– ¡Estáis invadiendo mi intimidad! Y yo no he asesinado a nadie. ¿Por qué todo el mundo piensa lo mismo?
– Porque tú misma dijiste que ibas a hacerlo -me explicó Hugh. El diablillo estaba repantigado en mi diván, su porte relajado indicando que podría ser yo la extraña en su hogar-. Se lo oí decir a Jerome.
Frente a él, nuestro amigo Cody me ofreció una sonrisa cordial. Era excepcionalmente joven para tratarse de un vampiro y me recordaba al hermanito que nunca había tenido.
– No te preocupes. Se lo merecía. Estamos contigo hasta el final.
– Pero si yo no…
– ¿Es nuestra ilustre anfitriona eso que oigo? -llamó Peter desde el cuarto de baño. Un momento después, apareció en el pasillo-. Qué vestido más vistoso para un genio del crimen.
– Que yo no… -Las palabras murieron en mis labios cuando lo vi. Por un momento, todos los pensamientos sobre asesinatos y allanamientos de morada se borraron de mi mente-. Por el amor de Dios, Peter. ¿Qué te has hecho en el pelo?
Se pasó tímidamente una mano por las afiladas púas de un centímetro que le cubrían la cabeza. Ni siquiera alcanzaba a imaginarme la cantidad de productos de peluquería que habría hecho falta para desafiar las leyes de la física de esa manera. Peor aún, las puntas de las púas eran de color rubio platino, lo que contrastaba chillonamente con el habitual tono oscuro de su cabello.
– Me ayudó alguien con quien trabajo.
– ¿Alguien que te odia?
Peter frunció el ceño.
– Eres la súcubo menos encantadora que he visto en mi vida.
– Creo que las puntas realmente, esto, realzan la forma de tus cejas -ofreció diplomáticamente Cody-. Es sólo que… lleva algún tiempo acostumbrarse.
Sacudí la cabeza. Me caían bien Peter y Cody. Eran los únicos vampiros con los que había trabado amistad, pero eso no quería decir que no me sacaran de quicio. Entre las numerosas neuras de Peter y el impenitente optimismo de Cody, a veces me sentía como el tipo… er, tipa… con cara de palo en una comedia de situación.
– Llevará mucho tiempo acostumbrarse a eso -mascullé, cogiendo un taburete de la cocina.
– Mira quién habla -respondió Peter-. La de las alitas y el látigo.
Me quedé boquiabierta, y lancé una mirada de incredulidad a Hugh. Éste se apresuró a cerrar el catálogo de Victoria's Secret que estaba hojeando.
– Georgina…
– ¡Prometiste no contárselo a nadie! ¡Dijiste que tus labios estaban sellados y todo!
– Yo, eh… se me escapó.
– ¿De verdad tenías cuernos? -preguntó Peter.
– Vale, se acabó. Os quiero ver a todos fuera de aquí, ya. -Señalé a la puerta-. Bastante he tenido que soportar hoy como para encima tener que aguantaros a vosotros tres ahora.
– No nos has dicho nada de cómo pusiste precio a la cabeza de Duane. -Los ojitos de cachorro de Cody me miraron implorantes-. Nos morimos por saberlo.
– Bueno, técnicamente fue Duane el que se murió de verdad -observó en voz baja Peter.
– No te pases de listo -le advirtió Hugh-. Podrías ser el siguiente.
No me extrañaría que empezara a salirme humo por las orejas.
– ¡Por última vez, que yo no maté a Duane! Jerome me cree, ¿vale? Cody parecía pensativo.
– Pero sí que le amenazaste…
– Sí. Y que yo recuerde, lo mismo hicisteis todos en algún u otro momento. Esto es pura coincidencia. No contraté a nadie para que lo hiciera, y… -De repente se me ocurrió una cosa-. ¿Por qué la gente no deja de decir cosas como «orquestaste su muerte» o «pusiste precio a su cabeza»? ¿Por qué no dice nadie que lo hice yo misma?
– Espera… pero si acabas de decir que no fuiste tú.
Peter puso los ojos en blanco para Cody antes de volverse hacia mí; el mayor de los vampiros adoptó una expresión seria. Claro que, «seria» significa cualquier cosa si se combina con semejante peinado.
– Nadie dice que lo hiciste tú misma porque no podrías haberlo hecho.
– Y menos con esos zapatos. -Hugh indicó mis tacones con la cabeza.
– Os agradezco vuestra absoluta falta de fe en mis posibilidades, ¿pero no podría ser, no sé, que lo hubiera pillado por sorpresa? Hipotéticamente, quiero decir.
Peter sonrió.
– Eso daría igual. Los inmortales menores no pueden matarse entre sí. -Al ver mi expresión atónita, añadió-: ¿Cómo es posible que no lo sepas? ¿Después de tanto tiempo?
Sus palabras encerraban segundas intenciones. Siempre había existido un misterio privado entre Peter y yo, relacionado con cuál de los dos era el más antiguo de los mortales convertidos en inmortales de nuestro círculo. Ninguno quería reconocer su edad abiertamente, por lo que nunca habíamos determinado realmente quién tenía más siglos. Una noche, tras bebemos una botella de tequila, habíamos empezado a jugar a una especie de «¿Te acuerdas de…?». Sólo habíamos llegado hasta la Revolución Industrial antes de perder el sentido.
– Porque nadie ha intentado matarme nunca. ¿Entonces qué, intentas decirme que todas esas guerras territoriales que enfrentan a los vampiros no sirven de nada?
– Bueno, de nada no. Infligimos daños realmente terribles, créeme. Pero no, nadie muere nunca. Con tantas disputas territoriales, quedaríamos muy pocos si nos pudiéramos matar unos a otros.
Me quedé callada, dándole vueltas a esta revelación en mi cabeza.
– ¿Entonces cómo…? -Recordé de pronto lo que me había dicho Jerome-. Los matan los caza vampiros. Peter asintió con la cabeza.
– ¿Qué son? -pregunté-. Jerome no quiso explayarse. Hugh estaba igualmente interesado.
– ¿Quieres decir como esa chica de la tele? ¿La rubia buenorra?
– Va a ser una noche muy larga. -Peter nos fulminó a ambos con la mirada-. A todos os hacen falta unas clases de apoyo sobre vampiros. ¿No vas a ofrecernos nada de beber, Georgina?
Indiqué la cocina con un ademán de impaciencia.
– Sírvete lo que te apetezca. Quiero saber más sobre los cazadores de vampiros.
Peter salió pavoneándose de mi sala de estar, soltando un gritito cuando estuvo a punto de tropezar con una de las muchas pilas de libros que había desperdigadas por todas partes. Tomé nota mental de comprar una estantería nueva. Frunciendo el entrecejo, examinó mi frigorífico casi vacío con desaprobación.
Читать дальше