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Margaret Weis: La Reina de la Oscuridad

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Margaret Weis La Reina de la Oscuridad

La Reina de la Oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La guerra contra los dragones siervos de la Reina de la Oscuridad sigue su curso. Armados con los misteriosos y mágicos Orbes de los Dragones y con la resplandeciente Dragonlance, los compañeros se convierten en la esperanza del mundo. Pero ahora, cuando amanece un nuevo día, los oscuros secretos que han ensombrecido los corazones de este grupo de amigos salen a la luz. La traición, el engaño, la debilidad estarán a punto de destruir todo lo que ya han conseguido. Les queda por librar la más grande de las batallas: cada uno consigo mismo. Y al final, serán héroes.

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Maquesta se asomó a la barandilla con ojos soñadores, como si pudiera penetrar las revueltas aguas para Ver los fabulosos tesoros de la ciudad perdida. Lanzó un anhelante suspiro y Goldmoon observó su morena tez con aversión, llenos sus ojos de la tristeza y del terror que le inspiraban la destrucción y pérdida de tantas vidas.

—No puedo creer que las mareas agiten constantemente la tierra —declaró Riverwind frunciendo el ceño—. Ni tampoco las olas y las corrientes pueden ser las causantes pues éstas no habrían impedido que el terreno acabase por asentarse.

—Cierto, bárbaro —admitió Maquesta alzando una mirada de admiración hacia el alto y atractivo habitante de las Llanuras— No os he explicado el fenómeno porque tengo entendido que ninguno de vosotros es navegante. Pero vuestro pueblo, si no me equivoco, está formado por granjeros y por consiguiente conocéis la textura de la tierra. Si hundes la mano en el agua, palparás sus, aún, recios granos. En realidad lo que provoca todo este movimiento es, según afirman, un remolino situado en el centro del Mar Sangriento, dotado de una fuerza insólita y capaz de arrastrar cualquier masa en sus violentas ondas. ¿Quién sabe? Quizá se trate de otra de las imaginativas historias de William. Debo confesar que nunca lo he visto, ni tampoco las personas que han viajado conmigo; y os aseguro que he surcado estos mares desde que era una niña, pues aprendí el oficio de mi padre. De todos modos, nadie ha cometido la imprudencia de internarse en la tempestad que veis suspendida sobre el corazón de este mar.

—¿Cómo llegaremos a Mithas? —gruñó Tanis—. Si tus cartas de navegación son correctas, está al otro lado del Mar Sangriento.

—Arribaremos a Mithas poniendo rumbo sur, si alguien nos persigue. De lo contrario bordearemos el extremo occidental del océano y seguiremos sin abandonar la costa hacia el norte, por el cabo Nordmaar. No te preocupes, semielfo —añadió Maq agitando la mano en un ademán exagerado—. Al menos podrás contar que has visto el Mar Sangriento, una de las maravillas del Krynn.

Cuando se disponía a alejarse, Maquesta fue llamada por el vigía.

—¡He avistado una nave por el oeste!

Al instante Maquesta y Koraf extrajeron sus catalejos y examinaron el horizonte de poniente. Los compañeros, por su parte, intercambiaron miradas inquietas y se agruparon. Incluso Raistlin abandonó su rincón bajo la protectora vela y cruzó la cubierta, sin cesar de escudriñar el punto indicado con sus dorados ojos.

—¿Ves algún velamen? —susurró la capitana al minotauro.

—No —contestó el interpelado con su tosca versión de la lengua común—. No es una nave, quizá sólo una nube. Pero avanza muy deprisa, más que cualquier tormenta que haya oteado nunca.

No acertaban a distinguir sino unas manchas oscuras perfiladas en lontananza, manchas que crecían bajo sus atentas miradas.

De pronto Tanis sintió un punzante dolor en sus entrañas, como si le hubieran traspasado con una espada. Tan agudo y auténtico era su sufrimiento que quedó sin resuello y tuvo que agarrarse a Caramon para no caer desplomado. Los demás lo contemplaron preocupados, mientras el guerrero le rodeaba con su poderoso brazo en un intento de sostenerlo.

Tanis sabía quiénes se aproximaban.

Y también conocía a su cabecilla.

3

La creciente oscuridad.

—Un grupo de dragones alados —dijo Raistlin, plantándose junto a su hermano—. Creo haber contado cinco.

—¡Dragones! —exclamó Maquesta con voz ahogada. Se aferró a la barandilla con manos temblorosas, pero pronto se repuso y dio media vuelta para ordenar—: ¡A toda vela!

Los marineros fijaron la vista en el poniente, atenazadas sus mentes por los horrores que sin duda se avecinaban. Maquesta tuvo que repetir su orden, esta vez gritando con todas sus fuerzas, si bien lo único que la inquietaba era la suerte de su amado barco. La serenidad y firmeza de su actitud lograron vencer los primeros y aún vagos temores de sus marineros. Instintivamente unos pocos se pusieron en movimiento para obedecerla, y los demás siguieron por inercia. Koraf contribuyó con su látigo, que hacía restallar contra la piel de quienes no actuaban con la celeridad debida. Al cabo de unos momentos, todas las velas ondeaban en sus mástiles. Los cabos crujían de un modo siniestro, mientras que los aparejos entonaban una triste melodía.

—¡Flanquea la tormenta sin adentrarse en ella! —instruyó Maquesta a Berem. El timonel asintió despacio, pero la abstraída expresión de su rostro hacía difícil adivinar si la había oído.

Al parecer sí se había enterado, pues el Perechon se acercó a la perpetua tempestad que envolvía el Mar Sangriento jalonando la blanca espuma de las olas y aprovechando el viento brumoso de la borrasca.

La maniobra era temeraria, y Maq lo sabía. Si una sola verga se torcía, se quebraba un cabo o se rasgaba una vela, quedarían indefensos. Pero había que correr ese riesgo.

—Es inútil—comentó Raistlin con frialdad—. Nunca dejaremos atrás a los dragones, fijaos cuán raudos acortan la distancia. Te han seguido, semielfo —añadió volviéndose hacia Tanis—. Te mantuvieron vigilado desde que abandonaste el campamento, o bien —su voz se tornó sibilante— los has guiado hasta aquí.

—¡No! ¡Lo juro! —protestó Tanis.

¡El draconiano ebrio! Cerró los ojos, sumido en la desesperación y maldiciéndose a sí mismo. Por supuesto Kit hizo que lo espiaran, no iba a confiar más en él que en los otros hombres que compartían su lecho. Se había comportado como un necio engreído al creer que significaba algo especial para aquella mujer y al suponer que lo amaba. Kitiara no quería a nadie, era incapaz de semejante emoción.

—¡Me han seguido, no cabe duda! —exclamó con los dientes apretados—. Debéis confiar en mí. Quizá haya sido un estúpido, pero no un traidor. No imaginé que fueran tras mis pasos en la tormenta.

—Tranquilízate Tanis, te creemos —declaró Goldmoon acercándose a él, mientras lanzaba a Raistlin una enfurecida mirada de soslayo.

El mago no despegó los labios, que se retorcieron en una mueca burlona. Tanis evitaba los ojos, y prefirió concentrarse en los dragones que se dibujaban ya con total nitidez. Todos a bordo podían ver sus enormes alas extendidas, las largas colas agitándose en el viento, las afiladas garras que mantenían abiertas bajo sus descomunales cuerpos azulados.

—Uno transporta a un jinete —informó Maquesta desalentada, sin apartar el ojo del catalejo—. Un jinete que oculta su rostro tras una máscara astada.

—Un Señor del Dragón —confirmó Caramon sin necesidad, pues todos sabían qué significaba aquella descripción. El fornido guerrero dirigió a Tanis una mirada sombría— . Será mejor que nos expliques qué está ocurriendo, semielfo. Si ese Señor del Dragón creyó que eras uno de los oficiales a sus órdenes, ¿por qué se tomó la molestia de hacerte espiar y seguirte hasta aquí?

Tanis empezó a hablar, pero sofocó sus quebradas palabras un rugido agónico, inarticulado, un rugido en el que se entremezclaban el terror y la ira de un modo tan sobrenatural que todos los presentes alejaron a los dragones de su pensamiento. Provenía el extraño alarido del timón de la nave, y los compañeros se volvieron hacia él con las armas equilibradas. Los miembros de la tripulación interrumpieron su enloquecido faenar, a la vez que Koraf se quedaba inmóvil, contraída su faz animal en una mueca de asombro en medio de aquellos rugidos que sonaban a cada instante más desgarrados.

Sólo Maq mantuvo la calma, y empezó a cruzar la cubierta en pos del piloto.

—Berem —lo llamó, adentrándose en la mente de aquel hombre merced a la afinidad de sus sentimientos. Lo que leyó le produjo terror y, aunque saltó sobre él, llegó demasiado tarde.

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