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Margaret Weis: La guerra de los enanos

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Margaret Weis La guerra de los enanos

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La sacerdotisa se concentró en las sombras, en aquella nebulosa que les miraba persistente. A eso se refería Caramon, era innegable que alguien se agazapaba en el manto de negrura y, cuanto más empeño ponía ella en descubrir su identidad, mayor era el realismo que asumía. No se trataba de una sola criatura. Pese a su invisibilidad, advirtió que eran varias y que aguardaban su oportunidad detrás del círculo luminoso del Medallón. Tal como había apuntado Caramon, destilaban sentimientos adversos y, peor aún, la sacerdotisa tomó conciencia de la ola maléfica que la cercaba por todos los flancos. Ya había experimentado algo semejante en otra ocasión, en…

Contuvo el aliento; y el guerrero se dio cuenta.

—¿Qué sucede? —exclamó, sobresaltado.

—Sst —siseó ella—. Ya sé dónde estamos.

Él nada dijo, pero giró la faz hacia aquellos ojos que sustituían los suyos.

—En la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas —aseveró la dama en un murmullo.

—¿En la morada de Raistlin? —El gladiador exhaló un suspiro de alivio.

—Sí y no —titubeó Crysania—. Sin duda éste es el aposento que conocí, su estudio, mas su aspecto ha cambiado, como si nadie lo habitase desde hace siglos. ¡Ya lo tengo, Caramon! Raistlin me anunció que me llevaría a un tiempo en el que no existían los clérigos. Y no puede ser otro que la época que medió entre el Cataclismo y las guerras posteriores. Antes…

—Antes de que él regresara a fin de reclamar la exclusiva propiedad de la Torre —terminó el humano por ella—. Eso significa que la maldición todavía pesa sobre la mole, Hija Venerable, que nos hallamos en el único recinto de Krynn donde el Mal reina a su antojo, sin cortapisas. Nuestro viaje nos ha llevado al rincón más temido de cuantos pueblan la faz del mundo, donde ningún mortal osa internarse a causa del Robledal de Shoikan, su escudo protector, y los seres siniestros que alberga. ¡Me produce escalofríos pensar que nos hemos materializado en el seno de la perversidad!

Crysania vislumbró unos rostros lívidos que, inesperadamente, se dibujaron a su alrededor sin atravesar la aureola creada por la gema. ¿Acaso los habían invocado las palabras del hombretón? Aquellas cabezas desprovistas de cuerpo la contemplaban con pupilas vidriosas, selladas por la muerte años atrás; flotaban en el frío aire y abrían la boca en anticipación al placer que había de proporcionarles la sangre cálida, viva.

—Caramon, ahora distingo sus semblantes con absoluta nitidez —farfulló, apretujándose contra el fornido humano.

—Yo sentí el contacto de sus manos —explicó el aludido mientras, sobreponiéndose a sus propios espasmos, atraía a la mujer, deseoso de prestarle cobijo—. Me atacaron, y su roce congeló mi piel. Ése fue el motivo de mis llamadas de auxilio.

—¿Por qué no se han manifestado en todo este rato? ¿Qué les impide agredirnos ahora?

—Tú, Crysania —aseveró él—. Eres una sacerdotisa de Paladine, y estos engendros han surgido de la malignidad. Nacidos a través de un conjuro, carecen de poder para lastimarte.

La dama estudió el disco de platino que sostenía. La luz irradiaba aún de su superficie, pero su fulgor se apagaba a ojos vistas y, al percatarse, recordó con una punzada de culpabilidad a Loralon, el clérigo elfo. No podía sustraerse a aquellas frases que pronunciara, augurando que sólo cuando la oscuridad la cegara nacería en su alma la auténtica percepción.

—Soy una sacerdotisa —apostilló al parlamento del guerrero, sin acertar a disimular su desasosiego—, mas mi fe es imperfecta. Estos espectros adivinan mis dudas, mi flaqueza. Una criatura tan fuerte como Elistan podría luchar contra ellos, yo no. Mi luz se extingue, Caramon —agregó, absorta en las intermitencias del Medallón.

Guardó unos minutos de silencio, en los que oteó a aquellas pálidas faces en su lento, inexorable acercamiento, y se encogió bajo el abrazo del corpulento hombretón.

—¿Qué podemos hacer? —le consultó.

—¡No me preguntes eso, estoy ciego y desarmado! —se revolvió él, agónico, cerrando los puños.

—¡Calla! —le ordenó Crysania aferrada a su brazo, posados los ojos en las espeluznantes figuras—. Parecen adquirir nuevas energías al oír tus lamentos de impotencia. Quizá se alimenten del miedo, al igual que los moradores del Robledal de Shoikan. Dalamar así me lo contó.

El gladiador inhaló una bocanada de aire. Su piel brillaba a causa del abundante sudor, vibraban sus vísceras con inusitada violencia.

—Tenemos que despertar a Raistlin —sugirió la mujer.

—No servirá de nada —la previno el agitado guerrero—. Incluso podría ser contraproducente.

—¡Intentémoslo al menos! —se obstinó ella, mostrando firmeza pese a que la aterrorizaba la idea de avanzar un solo paso bajo tan abrumador escrutinio.

—Actúa con cautela, muévete despacio —le aconsejó Caramon.

La soltó y la sacerdotisa, escudada en el Medallón y sin apartar la mirada de los hijos de las tinieblas, se aproximó al mago. Posó la mano en la aterciopelada hombrera de su túnica y le invocó, con toda la vehemencia que la situación permitía.

—¡Raistlin! —dijo una y otra vez, zarandeándolo.

No obtuvo respuesta, fue como tratar de resucitar a un cadáver. Al asaltarle tal pensamiento, espió de nuevo a las acechantes figuras y se preguntó si se proponían matar al hechicero. Después de todo, no existía en este tiempo. El Amo del Pasado y del Presente aún no había regresado para enseñorearse de la Torre, su legítima propiedad.

¿O acaso se equivocaba en sus cálculos? No podía estar segura. Insistió en llamar al yaciente y, mientras lo hacía, espió sin tregua a los seres de ultratumba. A medida que se difuminaba la luz, los espectros cerraban el círculo en torno a sus proyectadas víctimas.

—¡Fistandantilus! —vociferó, aunque se dirigía a Raistlin.

—¡Buena idea! —la felicitó el gladiador—. Estoy persuadido de que reconocen ese nombre. ¿Qué ocurre ahora? Percibo un cambio.

—¡Se han detenido! —constató Crysania, quebrado el aliento—. Se han inmovilizado, y es a él al que examinan.

—Retrocede —la apremió Caramon, acuclillándose—. Mantente alejada de mi hermano, y aparta la luz de su semblante. Deben visualizarlo tal como lo conciben en las tinieblas.

—¡No! —se revolvió la dama enfurecida—. ¿Has perdido el juicio? En cuanto le prive del resplandor de la alhaja, lo devorarán.

—Es nuestra única posibilidad de sobrevivir.

Se lanzó el humano sobre la sacerdotisa y, aunque tuvo que hacerlo a ciegas, le favoreció el hecho de que Crysania no estaba preparada para esta reacción. Tras sujetarla con sus colosales manos, la arrancó del lado de Raistlin y la arrojó al suelo. Cayó entonces encima de su frágil cuerpo, tan aplomado que casi la aplastó.

—¡Caramon! —suplicó ella sin resuello—. ¡Lo despedazarán!

Entabló un frenético forcejeo con su aprehensor, pero a éste no le resultó difícil inmovilizarla.

En medio de su trifulca no desasió el Medallón, que, más opaco a cada instante, permaneció suspendido de su cadena. Al estirar el cuello, la sacerdotisa comprobó que Raistlin estaba envuelto en brumas, privado del halo salvador.

—¡Caramon, libérame! ¿No comprendes que van a acabar con él? —ordenó.

Pero el guerrero, imperturbable, rehusó aflojar su garra e incluso la presionó más contra el suelo. Se leía en sus facciones una creciente angustia que, aunque devastadora, no menoscabó su determinación. Tenía la piel fría, los músculos agarrotados y tensos.

«¡Debo formular un nuevo hechizo!», decidió Crysania. Pero cuando afloraban a sus labios los versículos, un desgarrado grito de dolor traspasó la penumbra.

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