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Margaret Weis: La guerra de los enanos

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Margaret Weis La guerra de los enanos

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Le tendió una mano de inmediato y dejó que se cerrasen en torno a ella los anhelantes dedos. Al sentir su contacto, el gladiador sollozó aliviado y se agarró con toda su fuerza a aquella tabla salvadora, tanto que la dama se mordió el labio a fin de contener un grito de dolor. Siguió sujetando al desvalido humano, sin descuidar por ello la cadena de la joya, ajena al crujir de sus maltratados huesos.

Se puso de pie, pues no quería desequilibrar al guerrero, y éste la abrazó aterrorizado, víctima del extravío que le imponía su ceguera. Consciente de su desmayo, Crysania escudriñó la penumbra. Tenía que encontrar una silla, un sofá, algún lugar donde acomodarlo antes de que se desmoronara.

En ese instante, se percató, como una súbita revelación, de que las ominosas brumas le devolvían la mirada, la observaban. Desvió presta los ojos y, parapetada en el halo protector que le brindaba el colgante, guió a Caramon hasta el único mueble que pudo atisbar.

—Siéntate aquí —le indicó—; apoya la espalda. Había instalado al hombretón en el suelo, haciendo que se reclinara en una adornada escribanía de madera, que se le antojó vagamente familiar. Al verla, afloraron a su recuerdo unas imágenes lacerantes y supo que la había visto en circunstancias poco halagüeñas. Pero, preocupada como estaba, no se detuvo a reflexionar.

—Caramon, ¿por qué yace inconsciente tu hermano? —indagó en un murmullo apenas audible—. ¿Acaso le ma…? —No pudo concluir.

—¿Qué me dices de Raistlin? —inquirió él a su vez. Se contrajeron sus desencajadas facciones, alarmado hasta lo inimaginable—. ¿Dónde estás, Raist? —vociferó, dispuesto a levantarse pese a su absoluta desorientación.

—¡No te muevas! —le espetó la sacerdotisa, en un acceso mezcla de cólera y miedo, al mismo tiempo que presionaba su hombro con mano firme.

El guerrero entornó los ojos, retorcidos los labios en una mueca que, por unos segundos, le otorgó una expresión similar a la de su gemelo.

—No, no lo maté si te referías a eso —contestó, ribeteadas sus palabras de amargura—. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo último que oí fue tu voz invocando a Paladine, y el mundo se sumió en la oscuridad. Mis músculos se agarrotaron, la espada se desplomó sin que lograra sujetarla. Luego…

Crysania había dejado de escucharle. Obsesionada por la figura que se arrebujaba en el suelo a escasa distancia, volvió a arrodillarse a su lado. Tras aproximar el Medallón al macilento semblante, introdujo su palma bajo el embozo a fin de sentir el palpito en la garganta y, reconfortada, alzó a su dios una muda plegaria.

—Está vivo —anunció al inquieto Caramon—. Mas, en ese caso, ¿qué le ocurre?

—Explícamelo tú —la imprecó el gladiador, entre áspero y temeroso—. Yo estoy ciego.

La dama se ruborizó, azotada por un repentino sentimiento de culpabilidad, y procedió a enumerar los síntomas.

—No es nada grave —dictaminó el hombretón encogiéndose de hombros, vacía su voz de emociones—. El encantamiento le ha agotado, más aún si, como tú misma afirmaste, ya estaba débil desde el principio. La proximidad de los dioses, aunque ignoro qué puede significar, le enfermó, y este hecho retrasará su recuperación. No es la primera vez que le sucede. Recuerdo que cuando utilizó el Orbe de los Dragones antes de dominar su manejo también quedó sin energías para sostenerse de pie. Tuve que prestarle mis brazos.

Enmudeció, perdido en las sombras, sereno aunque pesaroso.

—No podemos hacer nada por él —declaró tras una breve pausa—. Debe descansar; es la única medicina eficaz contra su mal.

Se produjo un nuevo silencio, en el que ambos se concentraron en sus propias cavilaciones.

—Hija Venerable, ¿puedes curarme? —preguntó al fin el hombretón. Su tono quedo compensó lo abrupto de su demanda.

—Me temo que no —repuso la sacerdotisa, ardientes sus pómulos—. Debió de ser mi hechizo lo que provocó tu ceguera.

Una vez más revivió en su memoria la escena en la que el robusto gladiador, armado con su ensangrentado acero, arremetió contra Raistlin resuelto a traspasarlo, a segar también su vida si osaba interferirse entre ambos.

—Lo lamento —se disculpó, tan exhausta que incluso sentía náuseas—. El pavor, el más hondo desaliento, se adueñaron de mí y me impulsaron a actuar de manera irreflexiva. Pero no debes preocuparte —añadió—. El efecto no es permanente. Se disipará con el tiempo.

—Comprendo —asintió Caramon—. ¿Hay alguna luz en esta sala? Dijiste que tenías una.

—Sí, la del Medallón —corroboró la dama.

—En ese caso, te ruego que eches una ojeada y me informes de todo cuanto llame tu atención.

—Pero Raistlin…

—Olvídate ahora de él —espetó el hombretón a su oponente, en tono imperioso—. Vuelve junto a mí y otea el panorama. ¡Vamos, obedece! Nuestras vidas, y también la suya, pueden depender de lo que me reveles. Fíjate bien en todos los detalles, hemos de averiguar dónde estamos.

Al posar sus ojos en las tinieblas, renacieron los temores de la sacerdotisa, quien, abandonando al nigromante en contra de su voluntad, fue a sentarse al lado de Caramon.

—Apenas distingo nada fuera del radio de acción de la alhaja —confesó, a la vez que sostenía en alto el refulgente disco—. Al espiar la cámara me asalta la sensación de haberla visto antes, de haberla visitado, mas no atino a localizarla. Hay varios muebles dispersos, quemados y rotos como si se hubiera declarado un incendio, y montones de libros en absoluto desorden. Atisbo asimismo una escribanía de madera, que es donde tú estás apoyado y la única pieza que se conserva en perfectas condiciones. Me resulta familiar, con sus bellas tallas repujadas representando toda suerte de criaturas extrañas.

Se interrumpió desconcertada, indecisa, ansiosa por recordar.

El guerrero tanteó con la mano el suelo y comentó:

—Palpo una alfombra sobre la roca.

—Sí, la hay… o la hubo. Está hecha jirones; parece como si la hubieran devorado.

Calló, de pronto, al percibir una diminuta criatura que huía precipitadamente del halo de claridad.

—¿Qué pasa? —indagó su interlocutor.

—Acabo de descubrir quién ha roído la alfombra —contestó Crysania con una risa nerviosa—: las ratas. Mientras hablaba, una de ellas se ha ocultado en un rincón. En el muro opuesto se perfila una chimenea —continuó—, que no ha sido utilizada durante años a juzgar por las telarañas que la envuelven. Lo cierto es que la sala está repleta de urdimbres similares.

La voz no le respondía. Repentinas visiones de arañas caídas del techo, de roedores que acometían sus indefensos pies la sumieron en convulsiones y la impulsaron a recogerse en su maltrecha túnica alba. Además, el desnudo hogar tuvo la virtud de acrecentar la sensación de frío que la atenazaba.

Al notar el temblor de su cuerpo, el gladiador esbozó una sonrisa y asió su mano para, con una fuerza que procedía de sus entrañas, inducirla a la cordura.

—Hija Venerable —susurró, tranquilo—, si no hemos de enfrentarnos más que a unos cuantos animalillos podemos considerarnos afortunados.

En los tímpanos de la sacerdotisa volvió a resonar el aullido de terror que profiriera su compañero durante el sueño, un grito fijo, ahora, de su imaginación, pues él se hallaba encerrado en su mutismo. Recapacitó que, estando ciego, su espanto no dejaba de ser singular.

—¿Por qué vociferabas antes? —se atrevió a inquirir—. Debiste de haber oído o sentido algo.

—«Sentido» es el término adecuado —confirmó el guerrero—. Anidan entes hostiles en este lugar, Crysania, espectros que nos contemplan. Rezuman odio. Dondequiera que hayamos venido a parar, nos hemos introducido en su mundo y acusan nuestra intrusión. ¿No recibes tú sus señales?

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