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Margaret Weis: Los Caballeros de Takhisis

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Margaret Weis Los Caballeros de Takhisis

Los Caballeros de Takhisis: краткое содержание, описание и аннотация

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van. Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin. Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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A Usha se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió con rapidez para que no la viera llorar.

—Así que se me envía a Palanthas, ¿no? Bien. Sabes que hace tiempo que quería marcharme. Tenía planeado todo el viaje. Pensaba dirigirme a Kalaman, pero... —se encogió de hombros—, Palanthas servirá. Da igual un sitio que otro.

No había pensado en ir a Kalaman en ningún momento. Era el primer nombre de ciudad que le había venido a la cabeza, pero lo dijo de forma que parecía que llevara años planeando el viaje. La verdad era que estaba asustada. Terriblemente asustada.

«¡Los irdas saben dónde estuve anoche!» , pensó, sintiéndose culpable. «Saben que estuve en la playa. ¡Saben lo que estuve pensando, soñando!»

Sus sueños habían evocado las imágenes de los caballeros: sus jóvenes rostros, su cabello húmedo de sudor, sus fuertes y flexibles manos. En sus sueños se habían encontrado con ella, le habían hablado, se la habían llevado en su barco con cabeza de dragón. Le habían jurado que la amaban; habían renunciado a la guerra y a las armas por ella. Una estupidez, lo sabía. ¿Cómo podía un hombre amar a alguien tan feo como ella? Pero podía soñar que era hermosa, ¿no? Al recordar ahora sus sueños, Usha se ruborizó. Se avergonzaba de ellos, de los sentimientos que despertaban dentro de ella.

—Sí, los dos sabemos que ha llegado el momento de que te marches —dijo el Protector con cierta torpeza—. Ya habíamos hablado de ello antes.

Cierto, Usha había hablado de marcharse durante los últimos tres años. Planeaba el viaje, decidiendo qué llevarse consigo; incluso llegó a marcar una fecha de partida, una fecha imprecisa, como la Víspera del Solsticio de Verano, o el Día de las Tres Lunas. Esas fechas llegaron y pasaron, pero Usha siempre se quedaba. El mar estaba demasiado agitado, o el tiempo era demasiado frío o el bote resultaba inadecuado o los augurios desfavorables. El Protector siempre se mostraba de acuerdo con ella, afablemente, del mismo modo que estaba de acuerdo con todo lo que ella decía o hacía, y el tema quedaba zanjado. Hasta la próxima vez que Usha empezaba a planear su viaje.

—Tienes razón. De todas formas pensaba marcharme —repuso, confiando en que el temblor de su voz fuera tomado por excitación—. Tengo mi equipaje hecho a medias.

Se pasó una mano por los ojos y se volvió para mirar al hombre que la había criado desde la infancia.

—¿Pero qué haces, Prot? —inquirió dirigiéndose a él por el nombre con que lo llamaba de pequeña—. No pensarás que voy a ir a Palanthas llevando mi muñeca, ¿verdad? Déjala aquí. Te servirá de compañía mientras yo estoy ausente. Los dos podréis hablar hasta que vuelva.

—No volverás, pequeña —dijo el Protector con voz queda.

No la miró, pero acarició la usada muñeca. Luego, en silencio, se la tendió a la joven.

Usha lo miraba fijamente. El temblor de la voz dio paso a un nudo en la garganta, y éste provocó que las lágrimas volvieran a sus ojos. Cogió la muñeca con brusquedad y la arrojó al otro lado del cuarto.

—¡Se me está castigando! ¡Se me castiga por decir lo que pienso! ¡Porque no me da miedo ese hombre! ¡El Dictaminador me odia! ¡Todos vosotros me odiáis! ¡Me odiáis porque soy fea y estúpida y... y humana! ¡Vale! —Usha se limpió las lágrimas con el dorso de las manos, se atusó el cabello e inhaló honda, temblorosamente—. De todos modos no tenía planeado regresar. ¿Quién querría volver aquí? ¿A quién le importa un sitio aburrido en el que nadie le dirige la palabra a otro durante meses? ¡A mí, no! ¡Me marcho esta misma noche! ¡Al infierno con el equipaje! ¡No quiero nada de vosotros! ¡Nada! ¡Nunca más!

Ahora lloraba sin disimulo... Lloraba y observaba al mismo tiempo para ver el efecto que causaban sus lágrimas. El Protector la miraba con impotencia, como había hecho siempre cuando ella lloraba. Cedería. Siempre cedía. Haría cualquier cosa para apaciguarla, para consolarla; le daría lo que quisiera. Siempre lo había hecho.

Los irdas no están acostumbrados a mostrar sus emociones a menos que sean extraordinariamente fuertes. En consecuencia, los desconcertaban las extravagancias tempestuosas del temperamento humano. No podían soportar ver a nadie en un estado de profunda angustia emocional. Resultaba embarazoso, mal visto, falto de dignidad. Usha había aprendido muy pronto que las lágrimas y las rabietas le proporcionaban lo que quisiera, fuera lo que fuera. Sus sollozos se hicieron mas fuertes; se atragantó y se ahogó mientras se regocijaba para sus adentros. No tendría que marcharse. Ahora no.

«¡Me marcharé!», pensó con resentimiento. «Pero sólo cuando yo lo diga y esté dispuesta.»

Había llegado al estado de dolorosos hipidos y pensaba que era el momento de parar y dar al Protector una oportunidad de disculparse humildemente por disgustarla, cuando oyó algo asombroso:

El ruido de la puerta al cerrarse.

Usha tragó saliva, cogió torpemente un pañuelo para limpiarse los ojos y cuando pudo ver miró a su alrededor, estupefacta.

El protector se había marchado. La había dejado plantada.

Usha se sentó en la pequeña casa, silenciosa y vacía, que había sido suya durante todos los años que habían pasado desde que la trajeron aquí siendo un bebé. En una ocasión había intentado llevar las cuentas, marcar los años desde el día en que el Protector le dijo que había nacido. Pero dejó de contarlos alrededor de los trece. Hasta entonces fue como un juego, pero a esa edad —por alguna razón— el juego se volvió doloroso. Nadie le contaba gran cosa acerca de sus padres o por qué no estaban allí. No les gustaba hablar de esas cosas. Los ponía tristes cada vez que ella sacaba a colación el tema.

Nadie quiso decirle quién era... sólo lo que no era. No era una irda. Y así, en un acceso de rabia, había dejado de marcar los años, y cuando volvieron a ser importantes para ella, había perdido la cuenta. ¿Habían pasado cuatro o cinco años? ¿Seis? ¿Diez?

Tampoco es que importara mucho. No importaba nada.

Usha sabía que esta vez sus lágrimas no le servirían.

Al día siguiente, cuando el sol estaba en su cénit, más o menos, los irdas volvieron a reunirse —dos veces en dos días era algo prácticamente sin precedente en su historia— para decir adiós a la «pequeña» humana.

Ahora Usha estaba protegida por la cólera; la cólera y el resentimiento. Sus palabras de despedida fueron distantes y formales, como si estuviera diciendo adiós a algunos primos lejanos que habían venido de visita.

—No me importa —fue lo que el Protector le oyó decir, y no en voz demasiado baja, para sí misma—. ¡Me alegro de marcharme! No me queréis. Nadie me quiso nunca. No me importáis ninguno, puesto que yo no os he importado.

Pero a los irdas sí les importaba. El Protector deseó poder decírselo, pero le costaba pronunciar esas palabras, si es que era capaz de decirlas. Los irdas se habían encariñado con la chiquilla alegre, que reía y cantaba, que los había sacado de sus estudios contemplativos con sobresalto, obligándolos a abrir sus corazones cerrados a cal y canto. Si la habían mimado y malcriado —y lo habían hecho, de eso no le cabía duda al Protector— había sido sin intención. Se sentían felices al verla feliz y, por lo tanto, habían hecho todo lo posible para que siguiera así.

El Protector empezó a pensar, vagamente, que quizás esto era un error. Al mundo al que la empujaban de un modo tan brusco no le importaba Usha ni poco ni mucho. Estuviera triste o alegre, muerta o viva, no era asunto del mundo. Se le ocurrió ahora —un poco tarde— que quizás Usha debería haber recibido cierta disciplina, haber aprendido a afrontar tal indiferencia.

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