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Margaret Weis: Los Caballeros de Takhisis

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Margaret Weis Los Caballeros de Takhisis

Los Caballeros de Takhisis: краткое содержание, описание и аннотация

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van. Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin. Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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»Su comandante, Ariakan, hijo del Señor del Dragón, Ariakas, posee el temple y la temeridad como para señalar a la Reina Oscura dónde está su punto débil. "El Mal se vuelve contra sí mismo." La Guerra de la Lanza se perdió debido a la ambición y egoísmo de los comandantes de la Reina Oscura. Ariakan, prisionero de los Caballeros de Solamnia durante la guerra y después de ella, se dio cuenta de que los solámnicos habían alcanzado la victoria mediante su buena disposición a hacer sacrificios por la causa; sacrificios que tuvieron su máximo exponente en la muerte del caballero Sturm Brightblade.

»Ariakan llevó sus ideas a la práctica y ahora ha formado un ejército de hombres y mujeres entregados en cuerpo y alma a la Reina Oscura y, lo más importante, a conquistar el mundo en su nombre. Renunciarán a cualquier cosa... riqueza, poder, sus propias vidas... con tal de alzarse con la victoria. Están vinculados por el honor y la sangre los unos con los otros. Son un enemigo indomable, sobre todo considerando que Ansalon está, una vez más, dividido y enfrentado.

»Los elfos están en guerra entre sí. Qualinesti tiene un nuevo líder, un muchacho, el hijo de Tanis el Semielfo y de la hija del último Orador de los Soles, Laurana. El muchacho fue inducido, con engaños primero y después obligado, a asumir el papel de rey. En realidad, es poco más que una marioneta cuyas cuerdas mueven algunos elfos partidarios del antiguo orden, que buscan el aislamiento de su raza y que odian a todo aquel que sea distinto de ellos. Eso incluye a sus propios primos de Silvanesti.

»Y, como esos elfos han reforzado su poder, los enanos de Thorbardin temen un ataque y están considerando la posibilidad de cerrar de nuevo su montaña. Los Caballeros de Solamnia están levantando y organizando sus defensas, no por temor a los caballeros negros, sino por miedo a los elfos. Los caballeros de Paladine han sido advertidos contra los oscuros paladines del Mal, pero rehúsan creer que el tigre pueda haber cambiado sus rayas, como reza el dicho. Los solámnicos todavía creen que el Mal se volverá contra sí mismo, como ocurrió en la Guerra de la Lanza, cuando la Señora del Dragón, Kitiara, acabó luchando contra su propio comandante, Ariakas, en tanto que el hechicero Túnica Negra, Raistlin Majere, los traicionaba a ambos. Eso no ocurrirá esta vez.

»La balanza se está inclinando de nuevo a favor de la Reina Oscura. —El Dictaminador echó una mirada a su alrededor, a su pueblo, y sus ojos fueron pasando de uno a otro hasta abarcarlos a todos—. Pero esta vez, amigos míos, creo que Takhisis va a ganar.

—¿Y qué pasa con Paladine? ¿Y Mishakal? Les rezamos ahora como hemos hecho en el pasado. Ellos nos protegerán. —Fue de nuevo el Protector quien habló, pero muchos otros asentían con la cabeza en señal de conformidad.

—¿Acaso nos protegió Paladine de los caballeros perversos? —preguntó el Dictaminador con tono áspero—. No. Permitió que desembarcaran en nuestra costa.

—Pero no nos hicieron daño alguno —hizo notar el Protector.

—Aun así —continuó el Dictaminador ominosamente—, los dioses del Bien, en cuya protección hemos confiado tanto tiempo, poco pueden hacer por nosotros. Este terrible incidente lo ha puesto de manifiesto. Nuestra magia, su magia, ha fallado. Es hora de que contemos con algo más poderoso.

—Es evidente que tienes una idea. Cuéntanos —instó el Protector con voz severa.

—Mi idea es ésta: que usemos el artilugio mágico más poderoso del mundo para protegernos, de una vez por todas, de los extranjeros. Sabéis el nombre del artilugio al que me refiero: la Gema Gris de Gargath.

—La Gema Gris no es nuestra —argumentó el Protector con actitud severa—. No nos pertenece. Pertenece a los pueblos del mundo.

—Ya no —comentó el Dictaminador—. Fuimos nosotros los que hallamos este artefacto. Lo cogimos y lo trajimos aquí para tenerlo guardado a salvo.

—Lo robamos —dijo el Protector—. Se lo quitamos al candido pescador que lo encontró en la orilla, arrastrado por la marea, y que se lo llevó a su casa y lo guardó por sus brillantes facetas y el placer de presumir de él ante sus vecinos. No hacía uso de él, no sabía nada de magia ni le interesaba la magia. Y así la Gema Gris no pudo utilizarlo. Quizás el propósito era que él fuera su guardián. Quizás, al quitársela, hemos frustrado involuntariamente los planes de los dioses. Quizás ése sea el motivo por el que han dejado de protegernos.

—Puede que algunos consideren un robo lo que hicimos. —El Dictaminador miró con dureza al Protector—. Pero mi opinión es que al recuperar la Gema Gris hicimos un favor al mundo. Este artilugio ha sido un problema durante mucho tiempo, sembrando el caos por dondequiera que pasara. Habría escapado de ese simplón como lo hizo de otros muchos con anterioridad. Pero ahora está inmovilizado por nuestra magia. Al conservarlo aquí, bajo nuestro control, estamos haciendo un gran beneficio a la humanidad.

—Recuerdo que nos dijiste, Dictaminador, que la magia de la Gema Gris nos protegería de incursiones del mundo exterior. Pero, al parecer, no ha sido así —intervino el Protector—. ¿Cómo puedes decirnos ahora que su magia nos escudará?

—He empleado largos años estudiando la Gema Gris y recientemente he hecho un importante descubrimiento —contestó el Dictaminador—. La fuerza que impulsa a la Gema Gris, que la hace deambular por el mundo, no es propia de la piedra en sí, sino que creo que está oculta en su interior. La piedra sólo es su recipiente, que contiene y constriñe el poder de dentro. Esta fuerza mágica, una vez liberada, sin duda resultará ser inmensamente poderosa. Propongo a la asamblea que rompamos la Gema Gris, liberemos la fuerza que guarda en su interior, y la utilicemos para proteger nuestro hogar.

Era patente el desasosiego de los irdas. No les gustaba emprender acciones de ningún tipo, prefiriendo dedicar sus vidas a la meditación y al estudio. Tomar una decisión tan drástica era casi inconcebible. Aun así, sólo tenían que mirar a su alrededor para ver los daños causados en su amada tierra, su último refugio del mundo.

—Si hay una fuerza atrapada dentro de la Gema Gris —se aventuró el Protector a hacer una última protesta—, debe de ser, como bien has dicho, muy poderosa. ¿Estás seguro de que podremos controlarla?

—Actualmente somos capaces de controlar la propia Gema Gris con suma facilidad. No veo qué dificultad puede haber en controlar su poder y utilizarlo para defendernos.

—Pero ¿cómo estás seguro de que la Gema Gris está bajo tu control? ¡Puede que ella te esté controlando a ti, Dictaminador!

La voz que había intervenido —más bronca que la musical de los irdas— llegó de alguna parte, detrás del Protector. Todos los irdas volvieron la cabeza hacia la dirección de la voz y se apartaron para que la persona que había hablado pudiera ser vista. Era una mujer joven, una humana de edad indeterminada, entre los dieciocho y los veinticinco años humanos. La joven era, a los ojos de los irdas, una criatura extraordinariamente fea. A pesar de su aspecto poco atractivo —o quizás a causa de él— los irdas la querían, la adoraban, la mimaban. Lo habían hecho durante años, desde que llegó siendo aún un bebé, huérfana, para vivir entre ellos.

Pocos irdas se habrían atrevido a hacer una pregunta tan impertinente al Dictaminador. La joven debería saberlo. Las miradas desaprobadoras de todos se volvieron hacia el irda al que se había encargado el cuidado de la humana, aquel a quien, por esa misma razón, se conocía como el Protector.

Este parecía muy turbado mientras hablaba con la muchacha intentando, al parecer, convencerla para que regresara a su casa.

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