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Margaret Weis: Los Caballeros de Neraka

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Margaret Weis Los Caballeros de Neraka

Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado. Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Los otros caballeros se reunieron alrededor, mirando de hito en hito a aquella persona joven, húmeda y brillante como un recién nacido. Los hombres tenían fruncido el entrecejo en un gesto inquieto, desconfiado. No se los podía culpar por ello. Todos se hacían la misma pregunta que Galdar: en nombre del gran dios astado que había desaparecido, abandonando desprotegido a su pueblo, ¿qué hacía ese humano en aquel valle maldito en una noche tan atroz?

—¿Cómo te llamas? —demandó el minotauro.

—Mina.

Una chica. Más bien una muchachita. No podía tener mas de diecisiete años, si es que los tenía. No obstante, aunque había dicho su nombre, un patronímico femenino muy popular entre los humanos, aunque se veían indicios de su sexo en las suaves líneas de su cuello y en la gracia de sus movimientos, Galdar seguía dudando. Había algo en ella que no era femenino.

Mina esbozó una sonrisa, como si pudiese oír sus dudas no expresadas.

—Soy hembra. —Se encogió de hombros—. Aunque eso no tiene importancia.

—Acércate más —ordenó en tono brusco Galdar.

La muchacha obedeció y adelantó un paso.

El minotauro la miró a los ojos y casi se le cortó la respiración. Había visto humanos de todas las formas y tamaños a lo largo de su vida, pero jamás a ningún ser vivo con ojos como aquéllos.

Desmesuradamente grandes, hundidos, tenían el color del ámbar, las pupilas negras, los iris bordeados por un anillo oscuro. La ausencia de cabello los hacía parecer aún más grandes. Mina parecía ser toda ella ojos, y aquellos ojos absorbieron y atraparon a Galdar del mismo modo que el dorado ámbar aprisionaba los cadáveres de pequeños insectos atrapados en él.

—¿Eres el jefe? —preguntó la muchacha.

Galdar echó una fugaz vistazo al cuerpo carbonizado que yacía al pie del monolito.

—Ahora sí —contestó.

Mina siguió su mirada y contempló el cadáver con desapasionada indiferencia. Luego volvió a mirar a Galdar, quien habría jurado que, durante un instante, había visto el cuerpo de Magit atrapado en el interior de los ojos ambarinos de la muchacha.

—¿Qué estás haciendo aquí, muchacha? —preguntó el minotauro—. ¿Te perdiste en la tormenta?

—No. Encontré mi camino en ella —repuso Mina. Sus iris ambarinos eran luminosos en aquellos ojos que no parpadeaban—. Os he hallado. He sido llamada y he acudido. Sois Caballeros de Takhisis, ¿verdad?

—Lo fuimos antaño —replicó secamente Galdar—. Aguardamos mucho tiempo el regreso de Takhisis, pero ahora los comandantes admiten lo que la mayoría de nosotros sabíamos desde hacía mucho. No va a volver. En consecuencia, ahora nos llamamos los Caballeros de Neraka.

Mina escuchó atentamente y meditó sobre ello. Pareció gustarle, porque asintió con actitud seria.

—Lo entiendo. He venido a unirme a los Caballeros de Neraka.

En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, los caballeros se habrían burlado o habrían hecho comentarios groseros, pero los hombres no estaban para frivolidades. Y tampoco Galdar. La tormenta había sido espantosa, en nada parecida a ninguna de las que había visto en su vida, y llevaba cuarenta años en el mundo. El jefe de garra había muerto, y los aguardaba una larga caminata a menos que, por algún milagro, pudiesen recuperar los caballos. No tenían vituallas, pues los animales se las habían llevado en las alforjas al huir. Tampoco disponían de más agua que la que pudiesen obtener escurriendo las mantas empapadas.

—Que esa estúpida mocosa vuelva corriendo a casa con su mamá —rezongó uno de los caballeros—. ¿Qué hacemos, suboficial?

—Yo voto por que nos larguemos de aquí —dijo otro—. Caminaré toda la noche si hace falta.

Los demás mascullaron su conformidad con él.

Galdar alzó la vista al cielo, que se había quedado despejado. Retumbaba el trueno, pero en la distancia; a lo lejos, los relámpagos fulguraban purpúreos sobre el horizonte occidental. La luna irradiaba suficiente luz para viajar. Galdar estaba cansado, terriblemente cansado. Los hombres tenían los rostros demacrados; todos ellos se encontraban al borde del agotamiento, pero el minotauro sabía qué sentían.

—Nos marchamos —anunció—. Pero antes hemos de hacer algo con eso. —Señaló con el pulgar hacia el cadáver calcinado de Ernst Magit.

—Dejémoslo ahí —dijo uno de los caballeros.

Galdar sacudió la astada cabeza. Era muy consciente de que durante todo el tiempo la chica lo observaba atentamente con aquellos extraños ojos.

—¿Acaso quieres que su espíritu te persiga el resto de tu vida? —preguntó el minotauro.

Los otros se miraron entre sí y después al cadáver. El día anterior habrían reído a mandíbula batiente ante la idea de que el fantasma de Magit los rondara. Ya no.

—¿Qué hacemos con él? —inquirió uno, desalentado—. No podemos enterrar a ese bastardo, porque el suelo es demasiado duro, y tampoco tenemos leña para incinerarlo.

—Envolved el cuerpo en una de las tiendas —intervino Mina—. Coged piedras y haced un túmulo sobre él. No es el primero que muere en el valle de Neraka —agregó fríamente—. Ni será el último.

Galdar miró hacia atrás. La tienda que habían atado a los monolitos permanecía intacta, aunque se hundía bajo el peso del agua de la lluvia.

—La idea de la chica es buena —manifestó—. Cortad la tienda para preparar una mortaja. Y daos prisa. Cuanto antes hayamos acabado, antes nos iremos. Quitadle la armadura —añadió—. Hemos de llevarla de vuelta al cuartel general como prueba de su muerte.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó uno de los caballeros al tiempo que hacía un gesto de repugnancia—. Su carne está pegada al metal como un filete sobre una parrilla.

—Cortadla —indicó Galdar—. Y limpiadla lo mejor que podáis. No le tenía tanto aprecio como para llevar trocitos suyos de un lado para otro.

Los hombres emprendieron la desagradable tarea azuzados por el ansia de marcharse cuanto antes de allí. Galdar se volvió hacia Mina y se encontró con aquellos ojos ambarinos, inmensos, clavados en él.

—Será mejor que regreses con tu familia, muchacha —rezongó—. Viajaremos a marchas forzadas, y no tendremos tiempo para ocuparnos de ti ni andar con mimos. Además, eres hembra, y esos hombres no son muy respetuosos con las virtudes de una mujer. Vuelve a casa.

—Estoy en ella —repuso Mina mientras miraba en derredor al valle. Los negros monolitos reflejaban la fría luz de las estrellas, como llamándolas para que brillasen, pálidas y gélidas, entre ellos—. Y he encontrado a mi familia. Me convertiré en uno de los Caballeros de Neraka. Ésa es mi vocación.

Galdar la miró exasperado, sin saber qué decir. Sólo le faltaba que aquella fantasiosa chiquilla viajara con ellos. No obstante, la muchacha se mostraba serena, tan segura de sí misma, controlando tan bien la situación que no se le ocurrió ningún argumento razonable.

Mientras reflexionaba sobre la situación hizo intención de envainar la espada. La empuñadura seguía mojada y resbaladiza, y no la sujetaba con firmeza. La manoseó torpemente, a punto de dejarla caer, y sólo consiguió asirla con un denodado esfuerzo. Alzó la mirada, furioso, ceñudo, como retando a la chica a que se atreviese siquiera a sonreír, ya fuera con desprecio o con lástima.

Mina observó sus esfuerzos sin decir nada, el rostro inexpresivo. Galdar metió la espada en la vaina.

—En cuanto a lo de unirte a la caballería, lo mejor que puedes hacer es presentarte en el cuartel de tu población y dar tu nombre.

Continuó recitando los procedimientos de reclutamiento, y siguió con los entrenamientos que conllevaba. Se lanzó a hacer un discurso sobre los años de dedicación y sacrificio, todo el tiempo sin dejar de pensar en Ernst Magit, que había comprado su ingreso en la caballería. De repente se dio cuenta de que la chica no lo escuchaba. Parecía prestar oídos a otra voz, una que él no podía oír. Su mirada era abstraída, y su semblante aparecía relajado, inexpresivo. Dejó de hablar sin acabar la frase.

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