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Margaret Weis: Los Caballeros de Neraka

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Margaret Weis Los Caballeros de Neraka

Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado. Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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El minotauro se abrió paso empujando con el hombro al jefe de garra, que lo miró con una mueca desdeñosa en sus finos labios.

La patrulla continuó hacia su punto de destino confiando en llegar cuando aún brillara el sol, si es que podía decirse tal cosa de aquella luz grisácea que no calentaba. El canto gemebundo de ultratumba seguía sonando. Uno de los nuevos reclutas cabalgaba con las mejillas húmedas por las lágrimas. Los veteranos lo hacían encorvados, metida la cabeza entre los hombros, como si así pudiesen taparse los oídos para no oírlo. Pero aunque se los hubiesen taponado con estopa, aunque se hubiesen roto los tímpanos, habrían seguido oyendo la terrible salmodia, porque el Canto de los Muertos sonaba en el corazón.

La patrulla entró en el valle que se llamaba Neraka. En tiempos remotos, la diosa Takhisis, Reina de la Oscuridad, colocó en el extremo meridional del valle una piedra fundamental, la Piedra Angular, rescatada de un templo maldito, el Gran Templo del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. La piedra fundamental empezó a crecer, recurriendo a la maldad del mundo para alimentarse con su energía. La piedra se convirtió en un santuario vasto y horrendo, un templo de magnífica y espantosa oscuridad.

Takhisis planeaba utilizarlo para regresar al mundo, del que había sido expulsada por Huma Dragonbane, pero se interpuso en su camino el amor y el sacrificio, cerrándole el paso. Aun así, su poder era grande y desató una guerra en el mundo que casi lo destruyó. Sus perversos comandantes, como una manada de perros salvajes, empezaron a luchar entre ellos. Surgió un grupo de héroes, quienes, al buscar en sus corazones, hallaron la fuerza para desafiarla, derrotarla y expulsarla.

Su templo en Neraka fue destruido; ella misma, en la furia desatada por su caída, lo hizo volar en pedazos.

Al explotar las paredes del santuario, enormes bloques de piedra negra cayeron desde el cielo en aquel terrible día y aplastaron la maldita ciudad de Neraka. El fuego purificador de los incendios destruyó edificios, mercados, prisiones de esclavos y sus numerosos cuarteles, llenando de ceniza el laberinto de sus tortuosas calles.

Casi setenta años después no quedaba rastro de lo que había sido la ciudad. La zona meridional del valle estaba llena de fragmentos del templo, si bien el viento había arrastrado la ceniza mucho tiempo atrás. En esa parte del valle no crecía nada; todo signo de vida había quedado cubierto por las arremolinadas arenas desde hacía largos años.

Sólo las piedras negras, los restos del templo, permanecían allí. Ofrecían un espectáculo horrendo, e incluso el jefe de garra, al verlas por primera vez, se preguntó para sus adentros si su decisión de cabalgar hacia esa zona del valle habría sido acertada. Podría haber tomado la ruta que lo rodeaba, pero con ello el viaje se habría alargado dos días más, y ya iba con retraso; había pasado unas cuantas noches con una nueva ramera que había llegado a su lupanar favorito. Tenía que recuperar el tiempo perdido, de modo que había tomado como atajo la ruta actual, a través del extremo sur del valle.

Tal vez debido a la fuerza de la explosión, la piedra negra que formaba los muros exteriores del templo había adquirido una estructura cristalina, de modo que los grandes fragmentos que sobresalían de la arena no eran ni ásperos ni irregulares. Por el contrario, sus caras eran suaves, con planos claramente definidos que culminaban en puntas facetadas. Su aspecto era el de grandes cristales de cuarzo negro emergiendo de la arena gris hasta una altura cuatro veces superior a la de un hombre. Ese supuesto hombre podría ver su reflejo en las brillantes y negras facetas; una imagen distorsionada, deforme y, sin embargo, completamente reconocible como el reflejo de sí mismo.

Estos soldados se habían alistado voluntariamente al ejército de los Caballeros de Takhisis, tentados por las promesas de botines y de esclavos ganados en batalla, por su propio deleite en matar e intimidar, por su odio a elfos, kenders, enanos o cualquiera que fuese distinto a ellos. Estos soldados, endurecidos y ajenos a cualquier buen sentimiento, contemplaron los brillantes y negros planos de las piedras y se horrorizaron ante los rostros que les devolvían la mirada. Porque en aquellas caras podían ver cómo sus bocas se movían para entonar el terrible cántico.

La mayoría miró, se estremeció y apartó rápidamente los ojos. Galdar puso todo su empeño en no mirar. Nada más ver los negros cristales que sobresalían del suelo, había bajado los ojos, y así los mantuvo, inducido por un sentimiento de reverencia y respeto. Podría llamarse superstición, como sin duda lo calificaría Ernst Magit. Los dioses no estaban en ese valle. Galdar sabía que era imposible, porque habían sido expulsados de Krynn al finalizar la Guerra de Caos. No obstante, los fantasmas de los dioses permanecían allí, y de eso no le cabía la menor duda a Galdar.

Ernst Magit contempló su imagen reflejada en las rocas, y por el mero hecho de encogerse por dentro ante ella se obligó a mirarla fijamente hasta que aquélla la bajó.

—¡No me dejaré intimidar como un manso ante mi propia sombra! —manifestó al tiempo que echaba una ojeada significativa a Galdar. Hacía poco tiempo que a Magit se le había ocurrido ese chascarrillo bovino, y lo consideraba extremadamente ingenioso y divertido, de modo que no dejaba pasar la oportunidad de utilizarlo—. Como un manso. ¿Lo coges, minotauro? —rió el jefe de garra.

El fúnebre canto recogió la risa del hombre y le dio tono, un sonido aciago, discordante, desafinado, contrario al ritmo de las otras voces, tan horrible que Magit se impresionó. Para gran alivio de sus hombres, el oficial se tragó la risa y tosió.

—Nos has traído hasta aquí, jefe de garra —dijo Galdar—. Hemos visto que esta parte del valle está deshabitada, que ninguna fuerza solámnica se oculta por los alrededores, preparada para caer sobre nosotros. Podríamos continuar la marcha hasta nuestro objetivo con la tranquilidad de saber que no hay nada vivo que podamos temer que venga de esta dirección. Marchémonos ya de este sitio, y cuanto antes. Regresemos y presentemos nuestro informe.

Los caballos habían penetrado en la zona meridional del valle con tanta renuencia que en algunos casos sus jinetes se habían visto obligados a desmontar otra vez para cubrirles los ojos y guiarlos por la brida, como si salieran de un edificio en llamas. Se advertía claramente que tanto hombres como bestias ansiaban marcharse; los animales reculaban poco a poco hacia la calzada por la que habían llegado, y sus jinetes se desplazaban junto a ellos, disimuladamente.

Ernst Magit deseaba irse de aquel lugar funesto tanto como los demás, y precisamente por esa razón decidió que se quedarían. En el fondo era un cobarde. Y él lo sabía. Durante toda su vida había llevado a cabo empresas para demostrarse lo contrario. Nada verdaderamente heroico. Magit evitaba el peligro siempre que era posible, y por ese motivo, entre otros, realizaba misiones de patrulla en lugar de encontrarse con los otros Caballeros de Neraka que habían puesto cerco a la ciudad de Sanction, controlada por los solámnicos. Se encargaba de realizar acciones fáciles, nimias, y acometía actos que no entrañaban riesgo para él, pero con los que supuestamente demostraba, a sí mismo y a sus hombres, que no tenía miedo. Algo como, por ejemplo, pasar la noche en aquel valle maldito.

El jefe de garra escudriñó ostentosamente el cielo, que tenía un tono pálido, un matiz amarillo malsano, peculiar, como jamás habían visto los caballeros.

—Pronto empezará a anochecer —anunció sentenciosamente—. No quiero que la noche nos sorprenda en las montañas y nos extraviemos. Acamparemos aquí y reanudaremos la marcha por la mañana.

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