Un cubil de dragón abandonado sería el lugar lógico para que Sleet lo usara como su guarida, o ésa era la conclusión a la que Derek había llegado. Gracias al mapa sabía más o menos en qué dirección estaba el cubil y tomó un túnel que conducía hacia allí. La luz del sol, que pasaba a través del hielo, les alumbraba el camino y daba al pasadizo un titilante color azul verdoso. Habían recorrido una corta distancia cuando llegaron a un sitio en que su túnel se cruzaba con otros dos. Derek miró el mapa con el entrecejo fruncido, sin sacar nada o casi nada en claro. Aran señaló de repente la pared de hielo.
—¡Mirad esto! —exclamó.
En la superficie helada había marcadas unas flechas. Una señalaba hacia arriba, en tanto que otra apuntaba a lo que parecía ser un burdo dibujo de un dragón, una figura esquemática con alas y cola. Los caballeros investigaron los otros túneles y encontraron que en cada uno de ellos había flechas similares.
—La flecha que apunta hacia arriba debe de indicar que este túnel lleva al castillo propiamente dicho —dedujo Brian.
—Y este otro conduce al cubil del dragón —apuntó Derek con satisfacción.
—Me pregunto qué significará esa «X» —comentó Aran, que dio un sorbo de la petaca.
—Y quién las habrá labrado —planteó Sturm.
—Nada de eso tiene importancia. —Derek se encogió de hombros y echó a andar por el túnel que tenía dibujada la figura del dragón.
Gilthanas y Laurana, acompañados por Flint y Tas, seguían de cerca a los caballeros; avanzaban por los helados pasadizos en silencio, sigilosos. Se detuvieron cuando oyeron que los caballeros se paraban y escucharon la conversación sobre los túneles marcados. Cuando los caballeros reanudaron la marcha, fueron tras ellos.
El pequeño grupo se movía silenciosamente, manteniendo la distancia, y los caballeros no oyeron nada. Debido al frío, Flint había tenido que dejar atrás la cota de malla y el peto. Aunque se protegía con un coselete de cuero grueso e iba embutido hasta los ojos en montones de pieles y cuero, el enano aseguraba que se sentía desnudo sin su armadura. El crujido de las fuertes botas era el único sonido que hacía, aparte de los rezongos.
Tasslehoff estaba tan encantado con la idea de ser útil que se había propuesto obedecer la orden de Gilthanas de que estuviera callado, a pesar de que eso significaba tener que guardar para sí mismo todas las observaciones y preguntas interesantes; las fue reprimiendo hasta que empezó a sentirse como una gran jarra de gaseosa de jengibre que hubieran dejado al sol mucho tiempo: burbujeando y a punto de estallar.
De vez en cuando los caballeros hacían un alto para escuchar e intentar determinar si el enemigo se encontraba hacia el frente o a su espalda. Cuando se paraban, Laurana y su grupo hacían otro tanto.
—¿Por qué no los alcanzamos ahora mismo? —preguntó Flint, sin entender por qué actuaban así.
—No lo haremos hasta que Derek me conduzca al Orbe de los Dragones. —La voz del elfo sonó amenazante—. Entonces descubrirá que estoy aquí... con ganas de revancha.
Flint miró a Gilthanas sin salir de su sorpresa y desvió los ojos hacia Laurana, preocupado. La elfa dirigió una mirada suplicante al enano con la que le pedía comprensión. Flint siguió caminando, pero ya no refunfuñaba, una señal inequívoca de que estaba disgustado.
Los cuatro continuaron tras los pasos de los caballeros a través del laberinto de túneles. Pasaron por la cámara donde Feal-Thas había tenido el Orbe de los Dragones y a su monstruoso guardián mágico. Los caballeros repararon en la amplia gruta, pero la dejaron atrás, si bien los amigos oyeron a Aran decir que había visto una «X» en el muro. Aquello hizo que Gilthanas, que también se había fijado en las marcas de las paredes, entrara un momento para investigar. Laurana se acercó a él y dejó a Flint y a Tasslehoff de guardia en la puerta.
Estremecida por el terror, Laurana contempló los huesos, miembros cercenados y sangre congelada en el hielo.
—Fíjate en ese pedestal —señaló Gilthanas con tono triunfal—. Está hecho para sostener el Orbe de los Dragones. Mira esas runas. Hacen referencia al orbe y a cómo fue creado. Eso explica la masacre —añadió al tiempo que miraba la sangre y los despojos que había por doquier—. No somos los primeros en venir a buscarlo.
—Es decir, que el orbe se encontraba aquí y que alguien o algo lo guardaba, pero ya no está. A lo mejor hemos llegado demasiado tarde. —La voz de Laurana tenía un dejo de esperanza.
Gilthanas le lanzó una mirada iracunda y estaba a punto de decir algo cuando oyeron gritar a Flint.
—¡Maldito kender! —gruñó cuando salieron al pasadizo—. Ha escapado por allí. —Apuntó hacia un túnel marcado con el símbolo de un dragón.
Casi de inmediato, Tasslehoff regresó a todo correr.
—¡Creo que lo he encontrado! —dijo en un sonoro susurro—. ¡El cubil del dragón!
Gilthanas salió a toda prisa en pos de Tas, y Flint y Laurana se apresuraron a seguirlos. Al girar en un recodo, el elfo retrocedió hacia el túnel con un veloz salto e hizo señas a los demás para que se acercaran despacio.
—Están aquí —señaló, articulando las palabras en silencio.
Laurana se asomó cautelosamente al recodo y vio una enorme cámara vacía. Del techo colgaban carámbanos a semejanza de estalactitas blancas. Los caballeros se encontraban en el centro de la cámara y miraban a su alrededor.
—¿Y los guardias? —preguntó Brian en ese momento, tenso—. Hemos recorrido todo este trecho sin toparnos con nadie.
—Si había soldados guardando esta zona, probablemente se fueron a sumarse a la batalla —dijo Derek—. Aran, tú y Brightblade quedaos aquí y vigilad. Brian, tú vienes conmigo...
—Es una trampa, milord —advirtió Sturm, que habló con tal calma y convicción que los caballeros enmudecieron sobresaltados. Derek se recuperó rápidamente.
—Tonterías —dijo de mal humor.
—Creo que podría estar en lo cierto, Derek —intervino Aran—. Todo el rato hemos tenido la sensación de que nos seguía alguien.
Gilthanas retrocedió un poco más en el túnel y tiró de Laurana hacia atrás.
—Eso explica la razón de que Feal-Thas mandara marcharse a todos los que vigilaban el orbe, incluido el dragón —añadió Brian, tenso—. Quería engañarnos para que hiciéramos exactamente lo que estamos haciendo: meternos en una trampa.
Como si alguien lo estuviera escuchando, un aullido escalofriante resonó en la oscuridad como una risa bestial, burlona, vibrante de hostilidad, rebosante de una terrible amenaza de sangre, dolor y muerte. El aullido solitario fue coreado por mucho más que levantaron ecos en los túneles.
Laurana se aferró a su hermano, que la estrechó contra sí. Flint desenfundó el hacha y miró frenéticamente en derredor.
—¿Qué ha sido eso? —jadeó Laurana. Sentía los labios entumecidos por el frío y el miedo—. ¿Qué era ese horrendo sonido?
—Lobos —susurró Gilthanas, sin atreverse a hablar en voz alta—. La manada de lobos de Feal-Thas.
A la tajante orden de Derek, los caballeros tomaron posiciones, espalda contra espalda, mirando hacia fuera, prestas las espadas. El acero centelleó a la mágica luz.
Los lobos tenían cercados a los caballeros. Las fieras, una masa de pelambres blancas contra el fondo de la nieve y rojas pupilas feroces, daban vueltas alrededor de los caballeros con pasos silenciosos, acercándose más y más. Ahora guardaban silencio, centradas en la matanza inminente, en esquivar el afilado acero, en saltar y arrastrar al suelo y desgarrar, en beber la sangre caliente.
Uno de los lobos, más grande que los demás, se mantuvo aparte, fuera del círculo. Ese lobo no se unió al ataque, sólo observaba, era un espectador. A Laurana le dio la impresión de que el animal tenía una sonrisa cruel reflejada en los ojos oscuros.
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