—Nuestra madre sólo dio a luz a un hijo tonto, hermanita, y ése fue Caramon. Si te lo digo ahora, ¿qué iba a impedir que me matases? Para encontrar a Berem tienes que mantenerme con vida.
Kitiara le dio un empujón que por poco lo tira.
—¡Estás mintiendo! ¡No tienes ni idea de dónde está Berem! No hay trato.
Raistlin se encogió de hombros y se dio media vuelta para irse.
—¡Espera! ¡Quieto! —Kitiara se mordió el labio y lo miró fijamente.
—¿Por qué iba yo a unirme a ti? —preguntó por fin.
—Porque quieres la Corona del Poder. Y Ariakas es quien la lleva. He leído sobre esa corona y sé cómo funciona su magia. Aquel que la lleva es invencible ante...
—¡Todo eso ya lo sé! —Kitiara lo interrumpió, perdiendo la paciencia—. No necesito que un libro me lo cuente.
—Lo que iba a decir es que la corona es «invencible ante los ataques físicos y la mayoría de las agresiones mágicas comunes» —terminó Raistlin fríamente.
Kitiara frunció el entrecejo.
—No lo entiendo.
—Yo nunca he sido «común» —dijo Raistlin.
Los ojos de Kitiara centellearon bajo sus largas pestañas negras.
—Acepto tu trato, hermanito. Mañana será un día que siempre se recordará en la historia de Krynn.
31
El Espiritual. El Templo de la reina Oscura.
Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC
Amaneció el sol, parecía tener los ojos rojos y llorosos, la expresión huraña después de una noche caótica regada de alcohol. Las alcantarillas de las calles de Neraka eran arroyos de color carmesí que corrían hacia el comienzo de aquel día único y, sin embargo, el enemigo ni siquiera estaba a la vista. Las fuerzas de los Señores de los Dragones combatían entre ellas.
Como el emperador había llegado tarde, las tropas de los demás Señores de los Dragones tenían prohibida la entrada a la ciudad de Neraka, lo que significaba que les quedaba prohibido disfrutar de la cerveza, del aguardiente enano y de otros placeres que ofrecía la ciudad. Los soldados, que en muchos casos habían tenido que avanzar a marchas forzadas para llegar a Neraka a tiempo, habían soportado la marcha, los latigazos, el agua putrefacta y la mala comida porque les habían prometido unas buenas vacaciones en Neraka. Cuando les dijeron que no podían entrar en la ciudad y que tenían que seguir comiendo aquella bazofia y bebiendo únicamente agua, se amotinaron.
Dos Señores de los Dragones, Lucien de Takar, el líder semiogro del Ejército de los Dragones Negro, y Salah-Kahn, líder del Verde, llevaban un mes enzarzados en su propia guerra. Los dos pretendían extender sus dominios con el territorio de su contrincante. Los humanos de Khur, bajo las órdenes de Salah-Kahn, siempre habían odiado a los ogros; éstos, por su parte, siempre habían odiado a los humanos. Las dos razas se habían aliado en la guerra sin mucho entusiasmo, pero cuando la guerra empezó a ir mal, cada Señor del Dragón se preocupó por sí mismo. Cuando estallaron las refriegas entre las tropas, los líderes se echaron la culpa entre sí pero ninguno hizo nada por poner paz.
El Ejército de los Dragones Blanco era el que estaba en peores condiciones, pues carecía de líder. El hobgoblin Toede, que era quien estaba al mando, no había aparecido y se rumoreaba que había muerto. Los oficiales draconianos y humanos empezaron a pelearse por el cargo y se esmeraban para caer en gracia al emperador, pero nadie se ocupaba de mantener la disciplina y el orden entre las filas.
Sólo uno de los Señores de los Dragones conseguía mantener a sus fuerzas bajo control, y se trataba de Kitiara, la Dama Azul. Sus oficiales y sus tropas le eran leales y mostraban gran disciplina. Se sentían orgullosos de su líder y de sí mismos, y aunque había alguna queja porque estaban perdiéndose la diversión, los soldados permanecían en su campamento.
Los soldados del Ejército de los Dragones Rojos ya estaban en la ciudad y habían recibido órdenes de mantener a los demás fuera hasta que llegara el emperador. Resultó una tarea complicada, porque los draconianos podían traspasar la muralla volando tranquilamente por encima y se amontonaban en El Broquel Partido y El Trol Peludo (ambas tabernas regentadas por nuevos dueños).
Cuando la guardia nerakiana, escoltada por los soldados del Ejército de los Dragones Rojo, intentó expulsar a los draconianos durante la noche, estallaron las peleas. El Señor de la Noche, al ver que la guardia estaba en desventaja al enfrentarse a aquella multitud amotinada, y temeroso de que los disturbios llegasen hasta el templo, envió en su ayuda a los guardias de ese recinto sagrado. Eso dejó el templo sin hombres de armas en un momento crítico, justo cuando el Señor de la Noche estaba preparando el consejo de guerra.
El Señor de la Noche estaba furioso y echaba toda la culpa a Ariakas, quien, según decían los rumores, había sido tan idiota como para casi dejarse liquidar por su propia furcia. El Señor de la Guerra ordenó a todos los peregrinos oscuros de la ciudad y de los alrededores que acudieran al templo para que colaboraran en la seguridad.
Raistlin se levantó antes del amanecer. Había pasado la noche en los túneles bajo la tienda de Lute. Esa mañana se quitó su túnica teñida de negro. Acarició el tejido con la mano. El tintorero no lo había engañado; el negro no se había descolorido ni se había tornado verdoso. La túnica le había hecho un buen servicio. La dobló y la dejó cuidadosamente en una silla.
Ató las bolsas de los ingredientes de hechizos y el Orbe de los Dragones en una tira de piel y se la colgó al cuello. Se colocó la daga de plata en la muñeca y se aseguró de que ésta le caería en la mano con un simple giro de muñeca. Por último, se vistió con la túnica de terciopelo negro de un Espiritual y se colgó el medallón de oro propio de un clérigo de alto rango de los dioses de la oscuridad. Kitiara era quien le había proporcionado el disfraz. Le contó que se había encontrado con el Espiritual cuando escapaba de la prisión de Ariakas.
La tela se deslizó por el cuello y los hombros de Raistlin. Colocó los amplios pliegues de forma que las bolsas quedaran debajo, ocultas a la vista. Los clérigos recibían su magia sagrada a través de sus oraciones a los dioses, no mediante pétalos de rosa y guano de murciélago.
Cuando estuvo listo, colocó el Orbe de los Dragones sobre la mesa y apoyó las manos sobre él.
—Muéstrame a mi hermano —ordenó.
Los colores del orbe empezaron a brillar y a girar en su interior. Aparecieron unas manos, pero no eran aquellas a las que ya estaba acostumbrado. Eran unas manos huesudas, con los dedos largos, descarnados, y las uñas horrendas de los cadáveres...
Raistlin ahogó un grito y rompió abruptamente el hechizo. Apartó las manos. Le llegó el eco de las carcajadas y aquella voz odiada.
—Si tu armadura está hecha de despojos, yo encontraré una grieta en ella.
—Los dos queremos lo mismo —dijo Raistlin a Fistandantilus—. Yo tengo los medios para conseguirlo. Si interfieres, los dos perderemos.
Raistlin esperó la respuesta en tensión. Al ver que no llegaba, vaciló. Después, como no aparecía ninguna mano, cogió el orbe y lo metió en la bolsa. No volvió a utilizar el orbe, sino que recorrió los pasadizos que lo llevaron al otro lado de la muralla, a Neraka.
Cuando llegó Raistlin, delante del templo ya estaba reunida una multitud de clérigos oscuros. La cola bajaba toda la calle y daba la vuelta al edificio.
Raistlin estaba a punto de ponerse el último, cuando se le ocurrió que un Espiritual, como se suponía que era él, no esperaría en la cola como los peregrinos más humildes. Eso podría resultar un poco sospechoso. Golpeó en la espinilla a las personas que tenía delante con el Bastón de Mago y les ordenó que se apartasen.
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