Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Raistlin recordó una pregunta que Tanis le había hecho en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando soplaban los vientos fríos del otoño: «¿Crees que hemos sido elegidos, Raistlin?... ¿Por qué? No somos el prototipo de héroes...»

Raistlin recordaba también su contestación: «Pero ¿elegidos por quién?¿Y con qué finalidad?»

Miró a Fizban y obtuvo la respuesta que buscaba. Al menos, parte.

Tasslehoff Burrfoot se veía imparable, irresponsable, irritante. Si Berem era el Hombre Eterno, Tas era el Niño Eterno. Pero el niño se había hecho mayor. Como Mari. Realmente triste.

Mientras Raistlin los observaba, Tanis, enfadado, ordenó al resto del grupo que buscase a Berem. Volvieron sobre sus pasos, cansados, estudiando el camino para encontrar el punto en el que Berem lo había abandonado. Fue Flint quien descubrió las huellas de Berem en el barro y echó a correr, mientras los demás se quedaban atrás.

—¡Flint! ¡Espera! —gritó Tanis.

Raistlin levantó la cabeza, sobresaltado. El grito no provenía del orbe. ¡Venía del otro lado de la pared de piedra! Raistlin miró hacia donde se oía la voz de Tanis y vio un paso estrecho en la piedra. Habría jurado que antes allí no había nada.

No tenía tiempo para muchas elucubraciones y, por lo que se veía, ya no necesitaba el Orbe de los Dragones. Kitiara tenía razón. Sus amigos habían estado buscando La Morada de los Dioses y parecía que habían dado con ella.

Raistlin volvió a guardar el orbe en su bolsa. Recogió el bastón y recitó apresuradamente las palabras de un hechizo, con la esperanza de que la magia funcionase en un lugar sagrado como aquél.

—Cermin shirak dari mayat, kulit mas ente bentuk.

Raistlin había conjurado un hechizo para hacerse invisible. Miró hacia el arroyo y no vio su propio reflejo. Si él mismo no se veía, tampoco lo verían sus amigos. La magia había funcionado.

Fizban podría ser la única excepción. Raistlin no quería correr riesgos, así que se deslizó entre dos columnas de piedra y se escondió detrás, justo en el mismo momento en que un hombre aparecía gateando por la abertura en la roca.

Aquél era el hombre del rostro de anciano y los ojos jóvenes, el hombre que estaba a bordo del barco en Flotsam, el hombre que los había conducido a El Remolino. Cuando Berem se puso de pie, en su pecho relució una esmeralda, bañada por los primeros rayos del sol.

Berem, el Hombre Eterno. El Hombre de la Joya Verde. El hermano de Jasla. El hombre que liberaría a la reina Takhisis o la dejaría cautiva para siempre en el Abismo.

Berem miró alrededor, asustado. Su rostro tenía la expresión de un hombre acosado, como un zorro que huye de los perros. Cruzó corriendo la superficie de piedra del valle. Flint y los demás no debían de estar muy lejos pero, por el momento, Berem y Raistlin estaban solos en La Morada de los Dioses.

Unas sencillas palabras mágicas y Raistlin podría inmovilizar a Berem, hacerlo su prisionero. Podría utilizar el Orbe de los Dragones para que fueran ambos a Neraka. Podría presentar ante Takhisis una ofrenda de valor incalculable. La diosa se lo agradecería. Le concedería cualquier cosa que su corazón ansiara. Incluso podría negociar la liberación de Laurana. Pero jamás podría volver a dormir tranquilo...

Raistlin vio que Berem pasó corriendo a su lado. El Hombre Eterno había descubierto lo que parecía ser otro paso en una pared que había más lejos. Y allí llegaba Flint, persiguiéndolo. El enano tenía el rostro colorado por el esfuerzo y la excitación. Berem le sacaba una buena ventaja. No parecía demasiado probable que Flint ganara aquella carrera.

Raistlin oyó un grito detrás de él y, al darse la vuelta, descubrió a Tasslehoff, a gatas por el estrecho túnel. El kender salió al valle y empezó a expresar su asombro ante las columnas de piedra, el suelo de piedra y otras maravillas, mediante sonoras exclamaciones. Raistlin podía oír también las voces del resto de sus amigos al otro lado del túnel. Sin embargo, no distinguía lo que decían.

—¡Tanis, date prisa! —exclamó Tas.

—¿No hay otro camino? —La voz de Caramon sonaba desesperada a través del angosto paso.

Tasslehoff recorría el valle, intentando dar con Flint, pero entre el enano y el kender se alzaban las columnas, que les impedían verse. Tas volvió corriendo al túnel y se agachó para mirar hacia el interior.

Gritó algo por el hueco y otro grito le respondió. Por los sonidos que llegaban, todos habían intentado entrar gateando, y parecía que Caramon se había quedado atascado.

Flint estaba cada vez más cerca de Berem. Los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban lentas sombras sobre las paredes de piedra, y Berem ya no encontraba el paso. Corría de un lado a otro, como un conejo que ha caído en la trampa y busca la salida frenéticamente. Por fin, encontró la abertura y se lanzó hacia ella.

Berem estaba a punto de desaparecer a gatas por el agujero. Raistlin reflexionaba sobre qué debería hacer, preguntándose si sería mejor detenerlo, cuando de repente Flint lanzó un chillido terrible. El enano se llevó las manos al pecho y, aullando de dolor, cayó de rodillas.

—Su corazón. Lo sabía —dijo Raistlin—. Lo había avisado.

El instinto le llevaba a ir a socorrer al enano, pero se detuvo. Ya no formaba parte de sus vidas. Ellos ya no formaban parte de la suya. Raistlin se quedó observando y esperando. De todos modos, no podía hacer nada.

Berem oyó el grito de Flint y se volvió, temeroso. Al ver que el viejo enano se desplomaba, el hombre vaciló. Miró la abertura en la pared, miró a Flint y echó a correr para ayudarlo. Berem se arrodilló junto al enano, que se había quedado pálido.

—¿Qué te pasa? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Berem.

—No es nada. —Flint boqueaba en busca de aire. Se apretaba el pecho con las manos—. Tengo la digestión un poco pesada, eso es todo. Algo que he comido. Sólo... ayúdame a ponerme de pie. Me cuesta respirar. Si camino un poco...

Berem ayudó al enano a levantarse.

Desde el otro extremo del valle, Tasslehoff por fin los había visto. Pero, como no podía ser de otra manera, el kender interpretó mal toda la situación. Creyó que Berem estaba atacando a Flint.

—¡Allí está Berem! —gritó fuera de sí el kender—. ¡Y está haciéndole algo a Flint! ¡Corre, Tanis!

Flint dio un paso y se tambaleó. Se le pusieron los ojos en blanco. Le fallaron las piernas. Berem cogió al enano en brazos y lo tumbó delicadamente sobre las rocas. Se quedó inclinado sobre él, sin saber qué hacer.

Al oír las pisadas que corrían hacia él, Berem se incorporó. Parecía aliviado. Por fin llegaba ayuda.

—¿Qué has hecho? —aullaba Tanis enfurecido—. ¡Lo has matado!

Desenvainó la espada y hundió la hoja en el pecho de Berem.

El hombre se estremeció y dejó escapar un grito. Se tambaleó y, atravesado por la espada, cayó sobre Tanis. El peso de su cuerpo estuvo a punto de tirarlos a los dos al suelo.

Las manos de Tanis se cubrieron de sangre. El semielfo arrancó la espada de su víctima y se volvió, dispuesto a enfrentarse a Caramon, que intentaba apartarlo. Berem gemía en el suelo, mientras la sangre manaba de la herida mortal. Tika sollozaba.

Flint no había visto nada de lo sucedido. Estaba abandonando el mundo, su alma se disponía a emprender la próxima etapa del viaje. Tasslehoff cogió al enano de la mano e intentó que se incorporara.

—Déjame, cabeza de chorlito —protestó Flint con un hilo de voz—. ¿No ves que estoy muriéndome?

Tasslehoff gimió, sobrepasado por el dolor, y cayó de rodillas.

—¡No estás muriéndote, Flint! No digas eso.

—¡Sabré yo si estoy muriéndome o no! —repuso Flint iracundo, mirándolo ceñudo.

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