Estas palabras interrumpieron la comunicación entre Dhamon y la Roja. Malystryx gruñó mientras volvía a contemplar los serpenteantes ríos de lava que descendían desde la cima de sus preciosos volcanes. El espíritu de ese hombre era fuerte, mucho más fuerte que el de Gistere y el de cualquiera de los demás vasallos desperdigados por el territorio de Ansalon.
Sabía que podía volver a imponer su voluntad, pero no quería apremiar demasiado a Dhamon, al menos por el momento.
—Ya no nos espían desde la Torre de Wayreth, mi reina.
El hablante interrumpió los pensamientos de Malys. Un gruñido comenzó a formarse en su garganta, pero la Roja lo contuvo y miró con admiración a la criatura que había aparecido entre dos volcanes. Caminaba sobre la lava y la abrasadora planicie sin inmutarse.
—Bien hecho, vasallo —silbó Malys.
La Roja observó con satisfacción a su primogénito. Medía poco más de un metro y medio de altura, y sus abultados músculos estaban cubiertos de pequeñas escamas rojas que resplandecían a la luz del ocaso. Cuando la criatura se movía, sus patas parecían sinuosas columnas de fuego. Sus manos y sus pies acababan en garras extremadamente afiladas de color rubí. Y su cola, armada de púas, se agitaba sinuosamente entre los tobillos como una cautivadora serpiente.
La cara de la criatura era prácticamente humana, pese a estar cubierta con un grueso pellejo rojo salpicado de escamas también rojas. Sus ojos eran anaranjados, del color de las brasas, y entre ellos discurría una rugosa protuberancia que se convertía en cresta en la brillante coronilla y se extendía hasta la punta de la cola. Las alas, oscuras como la sangre seca, se asemejaban a las de un murciélago. La criatura las agitaba con tanta delicadeza que prácticamente flotaba en dirección a Malys. No quería mancillar con sus garras el trono de su reina.
—¿Quieres que haga algo más, mi reina?
—Los kenders —respondió Malystryx—. Mis informantes dicen que tienen un escondite en mi reino. Encuéntralo.
—Sí, mi reina.
La criatura hizo una respetuosa reverencia a su ama y creadora, batió las alas con más fuerza y ascendió sobre la planicie, para desaparecer luego entre las volutas de vapor que salían de los ollares de la hembra Roja.
En la Sala de las Lanzas, Ulin se estiró en su improvisado lecho de pieles. Se alegraba de haber podido despojarse de las incómodas prendas de abrigo y más aun de estar en el interior de un edificio. Aunque estaba agotado, no conseguía conciliar el sueño.
—¿Quién iba a pensar que habría más de una? —musitó mientras miraba las filas de lanzas. Algunas eran auténticas obras de arte; otras, rústicas y sencillas—. ¿Cómo vamos a averiguar cuál pertenecía a Huma? ¿La más antigua? ¿La mejor decorada?
Oyó el feroz zumbido del viento en la montaña, que también silbaba en el interior de la sala y se arremolinaba alrededor de las lanzas, mudo pero misteriosamente persistente.
Sus compañeros se habían dormido en pocos segundos. Gilthanas, tendido a escasos palmos de él, dormía protegiendo con un brazo la lanza de Rig. Groller emitía suaves ronquidos. A su lado, Furia hacía pequeños movimientos espasmódicos con las patas y la cola, como si corriera en sueños. Los dos Caballeros de Takhisis también dormían. Como medida de precaución, les habían atado con cinturones las muñecas y los tobillos.
Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia, estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Tenía los ojos abiertos.
—¿No puedes dormir? —susurró Ulin.
—Estoy intranquila —respondió ella con otro susurro.
—Aquí estamos seguros —dijo una voz también baja, pero masculina y desconocida.
Ulin apartó las pieles, se incorporó de un salto y miró alrededor buscando a la persona que había pronunciado esas inesperadas palabras. Todos sus compañeros dormían. Se acercó a Fiona y le tendió una mano para ayudarla a levantarse.
—¡Da la cara! —exclamó Ulin, lo bastante alto para despertar a Gilthanas, los Caballeros de Takhisis y Furia.
Groller, ajeno a la conmoción, fue el único que continuó durmiendo.
—Como quieras.
El hablante salió de un estrecho nicho flanqueado por dos lanzas de plata. Bajo y delgado, no aparentaba más de doce o trece años y vestía una sencilla túnica blanca que le llegaba a las rodillas. Tenía las piernas y los brazos desnudos y estaba descalzo.
Furia se acercó a él, gruñendo suavemente.
—¿Qué hace un niño aquí? —preguntó Gilthanas.
El elfo estaba preocupado por la inquietud del lobo y apretó con fuerza la lanza de Rig.
—Ten cuidado —advirtió Ulin—. No es lo que parece o está acompañado. Ningún niño viviría aquí.
—No soy un niño, aunque me gusta esta forma. He pasado más años en la tierra que cualquiera de vosotros. ¿Os sentiríais más tranquilos así?
La silueta del joven se desdibujó y creció en cuestión de segundos. Su piel adquirió el color del pergamino y se llenó de arrugas. Su calva estaba salpicada de manchas de la edad y sus estrechos hombros encorvados.
—¿O quizás así? —Se volvió aun más alto, con la espalda ancha y la piel oscura. Una espesa melena rubia le caía en cascada sobre los hombros. Sus venas sobresalían como sogas de los abultados músculos de sus brazos.
—¿Quién eres? —preguntó Gilthanas—. Explícate.
—Soy el guardián de este lugar —respondió el ser mientras volvía a adoptar la forma de un joven inocente y flotaba hacia el hechicero y los caballeros. Tendió una mano delgada y acarició al lobo. Curiosamente, Furia dejó de gruñir y agitó la cola—. Sois vosotros quienes tenéis que explicaros. De lo contrario os echaré de aquí y tendréis que regresar al frío.
El joven desconocido los interrogó en detalle sobre la misión y sus intenciones de llevarse la lanza de Huma. No obstante, se negó a responder a cualquier pregunta sobre su persona y sólo contestó a unas pocas sobre la tumba y la tierra que la rodeaba.
—Gellidus, o Escarcha, como lo llaman la mayoría de los humanos, sabe que estoy aquí. Pero no puede entrar en este sitio sagrado, de modo que aquí estoy a salvo de él.
—Eres un hechicero o un duende —declaró Gilthanas.
—Cree lo que quieras.
—Seas quien seas, no evitarás que cojamos la lanza de Huma —se arriesgó a decir el elfo.
—No os detendré —respondió el joven—. Pero antes tendréis que encontrarla.
Fiona se aclaró la garganta.
—Su causa es justa —dijo señalando a Ulin y a Gilthanas—. Si tú también eres justo, los ayudarás diciéndoles cuál es la lanza que buscan.
En la tersa cara del niño se dibujó una pequeña sonrisa.
—Os ayudaría si pudiera. Porque, salvo en vuestros dos compañeros —repuso haciendo un gesto hacia los Caballeros de Takhisis—, percibo una gran bondad en todos vosotros. Pero la verdad es que no sé cuál era la lanza de Huma.
Groller se estiró, pero no despertó. El semiogro soñaba. En sus sueños podía oír con claridad, tal como lo había hecho antes de que el dragón destruyera su hogar, su familia y su vida. Podía oír el llanto de los moribundos, los gritos de los heridos.
¿Por qué se habían salvado él y otros pocos?, se preguntaba una y otra vez. ¿Por qué lo habían dejado con vida? ¿Sólo para oír los quejidos de sus hermanos y rezar a los dioses ausentes para que acallaran aquellos sonidos horribles?
Pero aquel día todos los sonidos se habían apagado para siempre, y el semiogro no había vuelto a oír nada más. Había enterrado a su mujer y a sus hijos y se había marchado de su aldea, adonde no regresaría jamás.
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