Furia aulló a su espalda, luego saltó sobre la nieve y se arrojó contra la criatura desarmada. El feroz lobo comenzó a desgarrar el abultado vientre del hombre-morsa, que se retorcía y trataba desesperadamente de ahuyentar al animal. A pesar de sus heridas, Furia esquivó con agilidad los colmillos de la criatura. La sangre tiñó la nieve, que adquirió una tonalidad rosada bajo la pálida luz de la luna.
—¡No consigo atraer la atención de Groller! —gritó Gilthanas mientras caminaba hacia el semiogro con la lanza en la mano.
—¡No te acerques más! —gritó Ulin—. ¿Puedes hacerle un escudo?
Un suave resplandor rojizo rodeaba las manos de Ulin, que había unido los pulgares y señalaba con el resto de los dedos el árbol donde estaba el semiogro.
El qualinesti cerró los ojos y dejó caer su capa de pieles. Sintió que el viento le azotaba el cuerpo, como si fuera un ser vivo, una amante acariciándole la piel. Invocó a ese viento, le ordenó que se acercara y absorbió la energía de cada racha de aire. La fuerza del viento palpitó en su interior y, aunque no consiguió calentarlo, lo llenó de un poder mágico.
Los labios de Gilthanas comenzaron a temblar de frío. Aunque continuaba absorbiendo energía, el hielo empezaba a cuajar debajo de su nariz. Los dedos de sus manos y pies se entumecieron mientras él se sacudía de manera incontrolable; pero, cuando por fin el viento se rindió a su voluntad, Gilthanas ahuecó las palmas de las manos representando un escudo.
—¡Ya está, Ulin! —gritó el qualinesti sin dejar de concentrarse—. Pero no podré mantenerlo durante mucho tiempo.
En cuanto las palabras de Gilthanas se apagaron, Ulin puso en práctica su encantamiento. De inmediato, el pino en el que se apoyaba Groller se convirtió en un leño gigante. Su tronco y sus ramas se cubrieron de resplandecientes lenguas de fuego. Las agujas encendidas del pino cayeron de las ramas y bañaron a las criaturas. Sin embargo, ninguna de ellas tocó a Groller pues el viento formó una bóveda alrededor del sorprendido semiogro, aislándolo de la magia.
Los hombres-morsa, que no estaba acostumbrados al calor, se retorcían en el suelo, donde los alcanzaron más agujas y trozos de ramas encendidas que prendieron fuego a sus pieles. El aire se impregnó de olor a leña y carne quemadas, y las criaturas moribundas despidieron un hedor insoportable. Groller, que contemplaba la escena con una mezcla de fascinación y horror, echó un rápido vistazo a Furia. El lobo estaba fuera del círculo de fuego y continuaba mordiendo a la única criatura superviviente, cuyos forcejeos se hacían cada vez más débiles.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí! —gritó Gilthanas mientras recogía su capa y se cubría con ella. Luego se puso la lanza sobre el hombro—. ¡Avistarán el fuego desde kilómetros de distancia!
—El Blanco —musitó Ulin, consciente de que tal vez había cometido un terrible error.
—Sí; Escarcha podría avistar el fuego —respondió Gilthanas mientras salía del claro—. Y si nos ve, moriremos. A menos que yo tenga mucha, mucha suerte con esta lanza.
Lo único que quedaba del pino era una silueta negra que crepitaba bajo el viento. El fuego se había consumido con la misma rapidez con que se había encendido, y Groller se apartó con cuidado del árbol. Los tres miraron al lobo con expresión atónita. La herida de la lanza había cicatrizado en unos minutos.
—Ahora no tenemos tiempo para desentrañar este misterio —dijo Gilthanas señalando al lobo—. ¡Larguémonos de aquí!
Groller y Furia tomaron la delantera y enfilaron hacia el borde de un cañón que se extendía como una profunda cicatriz en la tierra. La luz de la luna iluminaba los bordes y se filtraba hacia el lejano suelo cubierto de nieve.
Tardaron horas en descender por la cuesta y no llegaron al fondo hasta el amanecer. Allí descansaron, durmiendo por turnos por si aparecían osos polares o más hombres-morsa. Antes de bajar la cuesta del cañón, habían descubierto huellas de oso, y en el fondo volvieron a encontrar el rastro de nueve pares de botas.
Durante varios días siguieron el sinuoso curso del cañón, que afortunadamente los protegía del viento. Ya no necesitaban gritar para hacerse oír, y Gilthanas aprovechó la ocasión para interrogar a Ulin sobre su entrenamiento en el arte de la magia. Entretanto, seguían atentamente las huellas de las botas, se sobresaltaban ante cada sonido inesperado y especulaban sobre la milagrosa curación de Furia.
Una nevisca de tres días los obligó a aflojar la marcha, cubrió por completo las huellas de las botas y les hizo preguntarse si morirían antes de llegar a destino. Pero por fin la nevisca amainó y el sol hizo su insólita aparición.
—Si no me equivoco, ya han pasado tres semanas —dijo Ulin cuando se acercaban al final del cañón.
—Casi cuatro —corrigió Gilthanas.
—Parece una eternidad. —La embocadura del cañón se ensanchó y salieron a una vasta planicie cubierta de hielo—. ¿Dices que ha pasado un mes?
—Eso creo —respondió el elfo—. Hace unas décadas, cuando este terreno estaba cubierto de vegetación, habríamos tardado un par de semanas en cruzarlo. Así que calculo que con tanta nieve hemos tardado un mes.
—Tal vez sea un cálculo demasiado optimista —dijo Ulin—. Me pregunto si mi padre ya habrá encontrado el cetro. Puede que él esté sano y salvo en la Ciudadela de la Luz, junto a Goldmoon, antes de que nosotros localicemos la tumba.
—Sano, salvo y caliente —añadió Gilthanas.
—Ya no recuerdo cómo es el calor.
—No te preocupes; no falta mucho. Si no recuerdo mal, sólo nos quedan unos días de viaje —observó el elfo—. La tumba está al otro lado de esta llanura.
Sacudió una mano. Sus dedos estaban entumecidos debajo de los guantes y apenas sentía los de los pies. Durante la primera semana de viaje, él y Ulin se habían turnado para protestar por el clima, pero ahora el qualinesti se guardaba las quejas para sí. Miró el suelo y contuvo el aliento. Unos pasos más adelante había unas manchas rojas sobre la nieve. Era imposible determinar si la sangre era fresca, pues estaba congelada.
—¡O... so po... lar! —exclamó Groller.
El semiogro dio media vuelta y arrojó la lanza que había robado a uno de los hombres-morsa. A unos cinco metros de distancia había un oso polar, preparado para el ataque. Era difícil diferenciar su pelaje blanco del fondo de hielo y nieve, pero el semiogro había visto su hocico y sus ojos negros. La lanza se hundió en el estómago del oso, pero éste no se movió ni rugió. Permaneció inmóvil, con la lanza clavada en el cuerpo.
El pelo del lobo se erizó, formando una cresta sobre su lomo arqueado. Furia se inclinó, extendió la cola y olfateó el suelo. Groller observó con perplejidad las señas que le hacía Ulin, que ahora deseaba haber prestado más atención cuando el semiogro había enseñado a la kalanesti y al enano el lenguaje de signos que usaba para comunicarse. Ulin tiró de la manga de Groller, cerró las manos enguantadas en puños y los sacudió con energía delante de su pecho. Era una seña que significaba frío, congelado. Ulin señaló al oso y repitió el ademán, tratando de explicar al semiogro que el oso había muerto congelado en esa posición. Pero Groller negó con la cabeza.
—No sé —dijo—. Al... go ra... ro en el o... so.
Groller olfateó el aire, se acercó al desafortunado animal y recuperó su lanza. Luego miró a la espalda del oso. Ulin y Gilthanas lo siguieron, pero Furia permaneció donde estaba, emitiendo unos gruñidos cada vez más fuertes.
—En el nombre de Paladine —susurró Ulin.
Groller retiró parte de la nieve que cubría el muro donde estaba apoyado el oso congelado, revelando una fina lámina de hielo que se agrietó fácilmente tras unos cuantos golpes. Entonces vieron la entrada de una enorme cueva en cuyo interior había docenas de focas y más osos, todos congelados. También había una ballena inexplicablemente varada en el suelo de la cueva, tan lejos del mar.
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