Habían muerto nueve ogros, bien por culpa de mordiscos venenosos, bien por caídas desde las alturas. Un décimo seguía desaparecido. Fiona consideró al mercenario muerto y decidió que nadie debía trepar al dosel de hojas en su busca, porque entonces podrían ser dos los que desaparecieran.
—Nuestro número se ha visto reducido en una cuarta parte —anunció Maldred.
—Por alguien que no nos quiere aquí —añadió Dhamon.
—Eso es evidente —farfulló Rig.
Murmullos de Sable recorrieron como una oleada el grupo de ogros que quedaban, la palabra claramente distinguible en su gutural lengua.
Dhamon se volvió a Mulok y escupió una serie de sencillas palabras en ogro, señalando los cadáveres. Luego miró a Maldred.
—Puede que sea la Negra, como dicen algunos de los ogros, pero yo no lo creo. Lo más probable es que se trate de uno de sus esbirros. De haber sido Sable, estaríamos todos muertos.
Y si hubiera sido ella u otro dragón —pensó para sí el guerrero—, lo habría percibido. La escama de la pierna me lo habría dicho .
Como había hecho cuando el dragón sobrevoló el valle de Caos, o como le había advertido sobre la gran hembra de Dragón Verde en los bosques de Qualinesti.
—Yo lo habría sabido —dijo en voz alta.
Rig se dedicaba a limpiarse la sangre de las mejillas, presionando con suavidad las heridas producidas por mordiscos y soltando su último odre de agua, que vació sobre su rostro porque sabía que podría volver a llenarlo en un arroyo cercano. Las lesiones le escocían, y varias estaban hinchadas y le dolían. A Maldred parecía haberle ido igual de mal, pero no hacía nada para ocuparse de sus heridas. Los ogros sí se ocupaban cuidadosamente de sí mismos, usando su agua, mientras algunos se aplicaban incluso savia procedente de raíces que desenterraban. Rig consideró la posibilidad de probar eso, pero luego cambió de idea. Tal vez tales cuidados eran el motivo de que estuvieran cubiertos de furúnculos y verrugas y de que, en conjunto, resultaran tan feos. Dhamon parecía haber sufrido sólo unos pocos mordiscos, que secó con un pedazo de tela empapada en alcohol.
Convencido de que no había nada más que pudiera hacer por sus heridas, el marinero empezó a rebuscar alrededor de la base del nogal donde había apoyado su alabarda. Estaba seguro de haber localizado el árbol correcto, pues reconocía raíces nudosas que parecían patas de arañas gigantes. Sí, ése era el árbol. —musitó—. ¿Dónde está mi arma?
—¿Dónde?
Se arrodilló, palpó el suelo y encontró la marca que el mango de la alabarda había hecho, aunque estaba demasiado oscuro para ver detalles, y el árbol se hallaba demasiado lejos de las antorchas.
—Ya veremos —anunció, incorporándose y avanzando a grandes zancadas hacia Fiona.
Se detuvo unos pocos metros antes de llegar a ella, arrancó una antorcha y la llevó de vuelta al árbol, sin darse cuenta de que la mujer lo seguía y que Dhamon y Maldred lo observaban. El marinero clavó la antorcha en un trozo de tierra firme y volvió a arrodillarse.
—¿Qué buscas? —le preguntó la solámnica.
—Mi alabarda. La deposité aquí cuando intentaba dormir. Antes de que aparecieran las serpientes. Es el árbol correcto. Estaba justo aquí. ¿Ves? —Clavó el dedo en la señal—. Luego llegaron las serpientes y…
—Maldred dice que estaban hechizadas. Que no eran realmente serpientes. Simples enredaderas que un conjuro dotó de vida. Él lo sabe porque juguetea con la magia.
—Vaya, está lleno de sorpresas, ¿verdad? —Los dedos de Rig golpeaban el suelo—. De todos modos, tiene que ser un hechizo poderoso para lanzar a todas esas criaturas viscosas sobre nosotros. Algo que podría haber surgido del reino de Feril.
—Dhamon cree…
—Sí, ya sé, podría ser un esbirro de la hembra de Dragón Negro. O Sable en persona. Tengo oídos. Pero no lo creo. Los dragones dejan huellas mayores. Y además, no me importa lo que piense Dhamon.
—Él no dijo un dragón, dijo un…
Rig desechó sus palabras con un ademán para que se acercara. Había localizado una pisada, una pequeña, no mayor que su mano abierta; luego otra y otra, estrechas e infantiles. Las señaló con el dedo; las huellas se alejaban en dirección a una ciénaga.
—Tal vez un elfo —dijo la guerrera, deslizándose más cerca para examinarlas por sí misma—. ¡Maldred!
Su compañero hizo una mueca de disgusto al oír al fornido ladrón chapoteando por el barro hacia ellos. Maldred se arrodilló junto a Rig, y Dhamon se movió en silencio algo más allá, para estudiar aquellas diminutas pisadas.
—Fiona tiene razón —declaró el hombretón—. Podría tratarse de un elfo. Había gran cantidad de elfos en estos bosques antes de que se instalara en ellos la Negra y lo convirtiera todo en un pantano.
Rig se alejó de Maldred y Fiona y se acercó con cautela a la ciénaga que se extendía hacia el oeste hasta donde alcanzaba la luz de la antorcha.
—Maldita sea. Se llevó mi alabarda, algún hada o elfo, puede que lo que fuera que provocó la lluvia de serpientes. Tal vez cayeron serpientes para que el pequeño demonio pudiera largarse con mi arma. Mi arma mágica. Será mejor que hagáis que vuestros amigos ogros echen una ojeada por el campamento por si falta algo más. A ver si localizan mi alabarda.
Puso a prueba el suelo en el borde de la ciénaga, y su bota se hundió profundamente.
—No vas a ir tras tu arma —declaró Fiona—. Es demasiado peligroso.
Tal vez no sería tan peligroso si tú vinieras conmigo , reflexionó él para sí. Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero no necesitó hacerlo, pues ella sin duda captó su pensamiento.
—Si las circunstancias fuera distintas —empezó la mujer—, si no nos dirigiéramos a Takar a pagar el rescate por mi hermano, todos te acompañaríamos y te ayudaríamos a encontrar tu alabarda. Pero un arma no vale…
Un gesto de la mano del marinero ahogó sus palabras. Un rictus de desagrado se marcaba profundamente en la frente del ergothiano. Valoraba las armas, lo había hecho desde que era un joven, y se introdujo a bordo de un barco para escapar de una desgraciada vida en su hogar. La alabarda que había transportado por todas partes estaba notablemente hechizada, y la apreciaba por encima de todas las otras que llevaba sujetas a su cuerpo, pues era un artefacto, como lo había denominado Palin Majere, de una época muy lejana. Un Dragón de Bronce se la había entregado a Dhamon Fierolobo, que la había tirado después de estar casi a punto de matar a sus amigos con ella… incluido el marinero. Rig se había apresurado a recogerla. El arma partía el metal como si fuera pergamino.
—Se llevó mi alabarda —repitió—. ¿Ahora cómo voy a recuperarla?
Dhamon insistió en su examen de las pisadas mientras oía los continuos rezongos del otro. Por un breve instante pensó en la posibilidad de preguntar a Wyrmsbane dónde estaba el arma, pero rechazó la idea rápidamente, ya que no deseaba hacerle ningún favor al marinero. Guardaría la magia de la espada de Tanis para sus propias preguntas, que a la mañana siguiente podrían tener que ver con esas pequeñas huellas que le preocupaban.
—Demasiado oscuro —dijo Dhamon, abandonando finalmente la cuestión de las pisadas.
El guerrero fue a reunirse de nuevo con los ogros, buscando a Mulok para compartir con él un poco más de la amarga bebida, y luego empezó a examinar los cadáveres de los mercenarios.
Fiona se apartó del nogal y de Rig e indicó a sus subalternos, a través de Maldred, que rebuscaran entre las pertenencias de los ogros muertos.
—Sólo por si faltan otras cosas —dijo—. Asegúrate de que recojan todas las raciones que encuentren.
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