—Eso supongo. —La voz del hombretón había perdido su sonora potencia; se sentía mareado y terriblemente débil—. No sé cómo o por qué pero la señora suprema Roja lo hizo.
—Por mi vida, estás más que herido. —Rikali lanzó una ojeada a Maldred—. Lo siento. Soy tan egoísta. Has perdido tanta sangre, Mal…
Haciendo caso omiso de sus palabras, él hombre se puso en pie con un esfuerzo y luego se inclinó para sujetar a Dhamon con el brazo sano; pero otra oleada de vértigo lo acometió, amenazando con derribarlo al suelo.
—Necesitas descansar, Mal —protestó la semielfa—. No deberías moverte. Yo puedo llevar a Dhamon. ¡Puedo hacerlo! Todos nosotros necesitamos…
—Necesitamos salir de aquí —jadeó él—. Tal como dijiste. No tardarán en aparecer más enanos, que querrán saber cómo quedó su bendito valle después del terremoto. Ya habrá tiempo para curaciones más tarde, Riki… siempre y cuando consigamos salir vivos de aquí.
El suelo volvió a temblar. Maldred se había apuntalado, pero la semielfa no reaccionó con tanta rapidez, y cayó al suelo aunque consiguió agarrarse a una aguja de roca. El terreno se estremeció unos instantes y luego se apaciguó.
¿Vienes? articuló el hombretón en silencio, mientras la mujer se incorporaba; luego dio media vuelta y volvió a iniciar la ascensión por la ladera.
Recuperaron dos abultados sacos de piedras preciosas durante el ascenso, que Rikali transportó cuando Maldred insistió en que podía ocuparse él solo de Dhamon. Aun así, el hombretón dio media docena de traspiés durante la marcha. La montaña retumbó otras dos veces mientras ascendían; sacudidas secundarias del primer temblor o precursoras de uno nuevo. El temor los hizo avanzar más deprisa.
—Sigue ahí —anunció Rikali cuando distinguió el carro—. ¡Cerdos, creí que los caballos habrían marchado ya, llevándose todas nuestras joyas con ellos!
Instantes después descubrió el motivo de que los caballos no se hubieran desbocado; una roca había rodado hasta allí y había cerrado el paso a los animales. Se habían quedado sin un lugar al que huir.
Maldred instaló a Dhamon encima de los sacos en el fondo del carro, usando las ropas robadas a modo de almohadones para que no se moviera. Por suerte, el carromato no había sufrido demasiados daños. Y el ladrón se desplomó de rodillas y cerró los ojos, luego se reclinó hacia atrás, abrió la boca para decir algo, pero se desmayó y cayó de espaldas.
—¡Mal!
Rikali se esforzó por incorporarlo, pero era un peso muerto y demasiado para ella.
Trajín depositó el saco de gemas que de algún modo había conseguido mantener agarrado, luego corrió junto al hombretón y empezó a tirar de su camisa en un intento por ayudar.
—Inútil —escupió la semielfa al kobold—. Ya te costó bastante acarrear los sacos de piedras preciosas. No puedes levantar a Mal.
Impertérrito, el kobold concentró sus esfuerzos en pellizcar la tirante carne del rostro de Dhamon y lanzarle grititos en su curiosa lengua materna, cosa que sabía que el humano hallaba muy irritante.
—Qué… —los ojos del herido parpadearon al tiempo que éste gemía en voz baja, y el otro señaló con la cabeza en dirección a la parte posterior del carro.
—Ayúdame —lo instó Rikali—. Vamos, puedes hacerlo.
Dhamon se sacudió la sensación de mareo y estiró los brazos por encima de la parte posterior del carromato para rodear con ellos el pecho de Maldred. Sus músculos se hincharon y la mandíbula se crispó con fuerza mientras arrastraba al hombretón al interior del carro.
—Es más pesado de lo que parece —resopló, con los brazos momentáneamente entumecidos por el esfuerzo—. Mucho más pesado. —Se desplomó junto a su compañero y sus dedos palparon su propia frente, localizando la herida y presionándola vacilante.
—Sácanos de aquí, Trajín —espetó Dhamon—. Antes de que tengamos más compañía.
El kobold corrió a la parte delantera del carromato y apoyó el hombro contra la roca que impedía el paso. Gimió y maldijo, tensando los músculos; Rikali se le unió y empujó con fuerza. La tierra ayudó a ambos en sus esfuerzos retumbando ligeramente con otra réplica, lo que facilitó el impulso necesario para mover la piedra, que rodó despacio por la falda de la montaña, chocando contra columnas naturales y proyectando fragmentos de cristal por los aires hasta hacerse añicos en su loca carrera.
Sin aliento, el kobold trepó al carro, con los pies colgando. Rikali le pasó las riendas, luego se encaramó también ella y desgarró la camisa de Mal, arrancando la manga para convertirla en un torniquete para el brazo herido.
—No siento el brazo, Dhamon —dijo Mal, con una voz tan ronca y apagada que el otro tuvo que inclinar el rostro para oírlo—. No puedo moverlo.
Rikali le ofreció palabras de consuelo mientras Dhamon registraba bajo los sacos de lona y hallaba una jarra de sidra amarga. Vertió un poco en la herida, y Maldred se estremeció por el escozor.
—Ves, puedes sentir algo —dijo la mujer—. Eso es una buena señal. —En voz más baja, añadió—: ¿No es una buena señal, Dhamon?
Éste no respondió. Mientras se sujetaba la frente, examinaba con atención a su grandullón amigo, con los ojos insólitamente abiertos y compasivos, aunque mantenía el entrecejo fruncido.
—Eso espero —musitó por fin.
Rikali contempló a su compañero unos instantes.
—Tal vez debería ser yo quien yaciera aquí en lugar de Mal —dijo en voz demasiado baja para que él la oyera.
Luego dedicó toda su atención al hombretón e intentó secar un poco la sangre con un trozo de su propia túnica.
—¿Adonde podemos ir? Algún lugar donde consigamos ayuda para él. A algún lugar. Dhamon, no sé que… —empezó a decir.
—Hemos de salir de aquí —replicó él, haciendo una leve mueca mientras vertía un poco más de sidra sobre el brazo de Maldred—. En dirección a Bloten. Trajín conoce el camino.
* * *
Cuatro noches más tarde estaban sentados alrededor de una fogata asando un enorme conejo. No obstante lo avanzado de la hora, el aire seguía siendo abrasador, y el suelo estaba tan necesitado de agua que se había tornado polvoriento como las cenizas. Trajín aventuró unos cuantos sorbos de su último odre de agua y refunfuñó que serían aún más ricos si pudieran hallar un modo de hacer llover en aquellas montañas.
Muchas de las ropas que habían cogido de la caravana de los comerciantes se habían convertido en vendas para Maldred, que se reemplazaban a medida que era necesario.
Dhamon rechazó los intentos de Rikali para vendarlo, diciendo que quería guardar toda la tela disponible para Mal, y convenció a la semielfa de que tenía peor aspecto de lo que en realidad se sentía; no obstante, estaba seguro de que se había magullado algunas costillas o se las había roto. Se movía con cuidado y respiraba de modo superficial. Su cabello grasiento estaba cubierto de sangre, totalmente enmarañado y veteado de gris y marrón por el polvo y la tierra. La incipiente barba de su rostro se iba transformando en una barba desigual y antiestética, y sus ropas estaban sucias y desgarradas. Había conseguido guardar una camisa del botín obtenido de los mercaderes, ocultándola bajo un saco de piedras preciosas de modo que los otros no la encontraran y desgarraran para convertirla en vendas. Pero no había motivo para lucirla ahora; era para más adelante, decidió, cuando llegaran a Bloten y necesitara mostrar un mejor aspecto.
Las prendas de todos ellos estaban oscurecidas por las manchas de sudor y sangre reseca, y era Trajín el que había salido mejor parado, escapando con sólo unos pocos arañazos, aunque sus ropas estaban acribilladas de agujeros. El kobold se dedicaba a hacer de enfermero del resto, inspeccionando los cortes y magulladuras que habían recibido en su viaje montaña abajo, y actuaba también como centinela.
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