Jean Rabe - El héroe caído

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El héroe caído: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Hasta qué punto puede un héroe deshornarse? ¿Tanto como para perder su alma? Dhamon Fierolobo, Héroe del Corazón del pasado, se ha sumido en una amarga vida de crimen y sordidez. Ahora, mientras los poderosos dragones, señores supremos de la Quinta Era, conspiran fríamente para consolidar su dominio y destruir a sus enemigos, Dhamon debe encontrar la fuerza de voluntad para redimirse. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.

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—Ahora colocaos aquí. Y no habléis —ordenó Dhamon. Hizo un gesto con la espada al lado opuesto del sendero, donde una grisácea pared rocosa se alzaba hacia el brillante y despejado cielo azul—. Todo lo que quiero oír es el sol tostando vuestros miserables rostros.

Trajín se precipitó a la parte posterior de la pequeña caravana, jupak en mano, usándola para empujar a los restantes comerciantes fuera del carro. El hombre que descendió en último lugar se movía demasiado despacio para el gusto del kobold, de modo que éste lo golpeó detrás de las rodillas. El hombre cayó, y Trajín lo azotó con su arma unas cuantas veces. El caído se alzó a toda prisa.

Sin su encapuchada capa, que Rikali había dicho que debía tirar porque olía tan mal, el kobold ofrecía un aspecto aterrador a los humanos, a pesar de su pequeño tamaño. Escupió a una corpulenta mujer de mediana edad que sujetaba con fuerza un saco de lona ante ella, y señaló con la jupak, indicando que debía soltarlo en el suelo. Ella sacudió la cabeza con energía, lo agarró con más fuerza, y chilló:

—¡Demonio!

—Déjala —dijo Rikali acercándose al kobold—. Hay muchas otras cosas para nosotros. Deja que la vieja se quede con su preciosa antigualla. —Lanzó una risita ante su propio agudo sentido del humor.

Rikali y Trajín empujaron a los comerciantes hacia delante. Eran nueve en total, ocho de ellos adultos, y a juzgar por su piel oscura, dos eran ergothianos como Rig, que se hallaban muy lejos de su hogar. Todos alternaban expresiones de temor con maldiciones musitadas. El hombre de pelo canoso era quien las pronunciaba en voz más sonora.

—¡No podéis ganaros la vida honradamente! ¡Qué vergüenza! —masculló.

—Esto es bastante honrado para nuestro gusto —replicó Rikali. Hizo que los comerciantes formaran una hilera y examinó a cada uno con atención, alargando la mano veloz para agarrar el brazo de uno de los ergothianos—. El brazalete de plata. Quítatelo. Eso es. Ahora entrégamelo. Sin trucos. Despacio. Ah, es una belleza. —Intentó deslizado en su muñeca, pero resultó demasiado grande, de modo que llamó a Trajín a gritos, y éste fue hacia ella corriendo y le sujetó el brazalete alrededor de la rodilla, justo por encima del borde de la bota.

—De nada, Riki querida —dijo el kobold, sonriendo ampliamente, cuando varios de los comerciantes lanzaron una exclamación ahogada al comprobar que la diabólica criatura era capaz de hablar.

—¡Trajín! —Esta vez era Dhamon quien llamaba—. Registra los carros. Asegúrate de que no haya sorpresas en su interior.

Dhamon y Maldred volvieron toda su atención a la fila de mercaderes sudorosos y derrotados que buscaban cierta misericordia.

Dhamon contempló burlón a los ergothianos y tamborileó con los dedos de la mano libre sobre su cinturón. Sus ojos se entrecerraron, como diciéndoles dadme una excusa para pelear .

—No hay necesidad de que nadie resulte herido —dijo Maldred, inspirando cierta tranquilidad a los comerciantes.

Unos cuantos se relajaron ante sus palabras, pero los ergothianos contemplaron a Dhamon con cautela. El anciano mostró un poco de valentía y hundió los talones en el borde del sendero.

—¿Herido? ¿Robarnos no es hacernos daño? Estáis cogiendo todo lo que…

—Chist, Apryl —susurró la mujer corpulenta—. No los provoques. Tienen a un pequeño diablo como servidor.

La montaña retumbó de improviso. Pero en lugar de disiparse rápidamente, el temblor creció en intensidad, derribando al anciano al suelo y provocando que Dhamon y todos los demás se tambalearan intentando mantener el equilibrio. Trajín estaba introduciéndose en el carromato que iba en cabeza cuando se inició la sacudida, y lanzó un juramento agudo en su curiosa lengua al golpearse la cabeza contra una caja del interior. Volvió a maldecir y sacó la cabeza por debajo de la solapa de lona, aullando en un curioso idioma gutural.

—No es nada —consoló el hombretón al kobold—. Un ligero temblor. Ocurre todo el tiempo en las Khalkist, desde la Guerra de Caos.

—No es un temblor. ¡Es la tierra que está enojada con vosotros! —interpuso la mujer corpulenta—. ¡Robar a la gente decente! ¡Los espíritus de los dioses están furiosos con vosotros! —Retrocedió al instante y encorvó los hombros, asustada ante los bandidos y temerosa de que sus palabras pudieran provocarlos.

Los otros también parecían acobardados, con excepción del anciano que seguía con su expresión enfurecida mientras Maldred explicaba que había un arroyo a unos dos días de camino a pie, tal vez un poco más, donde podrían beber y pasar la noche, antes de seguir adelante. Les arrojó su odre de mayor tamaño para que lo compartieran con frugalidad hasta que llegaran allí. Y más allá de aquel lugar, siguió el hombretón, había un sendero en dirección sur que los conduciría a una u otra de dos poblaciones enanas, si bien la más lejana podría disponer de menos alojamientos.

—Pero, sin duda conocéis esas ciudades —terminó—. Seguramente os dirigíais a una de ellas o a un asentamiento humano de mayor tamaño que está más al sur.

—No. Se dirigían a la costa —supuso Dhamon, sonriendo débilmente cuando una mirada hosca del joven confirmó que su sospecha era correcta. Paseó ante los ergothianos, observando que también ellos se habían relajado un poco; todo bravatas, se dijo—. Tal vez a Kalin Akphan. Es bastante grande. Llevan mercancías suficientes para vender a algún capitán de barco allí. En especial con todos estos caballos.

—Bien, pues —indicó Maldred—. Os hemos ahorrado un largo viaje, ¿no es así? La costa está a una distancia considerable, demasiado lejos para viajar hasta allí con este calor.

—Así que podéis darnos las gracias —se mofó Rikali; hundió la punta de la bota en el pedregoso terreno y lo removió—. Desde luego, hemos…

Se detuvo al distinguir un destello de oro que surgía de debajo de la manga de un ergothiano, y se acercó más para examinarla. En un santiamén, el hombre, que había parecido tan condescendiente, se abalanzó sobre ella y consiguió agarrarla, haciéndola girar hacia él al tiempo que le arrebataba el cuchillo de la mano. El mercader, sorprendentemente fuerte, apoyó la afilada hoja del arma bajo la garganta de la mujer.

—¡Quieto! —gritó a Maldred.

—¡Suéltala! —espetó el hombretón—. ¡Ahora!

—No todos los comerciantes son presas fáciles —replicó el ergothiano—. ¡No entregamos nuestras mercancías fácilmente a los bandidos! —Su compañero introdujo las manos bajo la camisa y sacó dos dagas de hoja ondulada de unas fundas ocultas—. Oímos hablar de robos por estos senderos y venimos bien preparados. ¡Ahora retroceded vosotros! ¡Y soltad las armas!

Maldred y Dhamon no se movieron, y ninguno de ellos hizo el menor gesto de soltar las armas.

—Si la matas —dijo Dhamon tajante—, sólo significará menos gente entre la que dividir el botín. —Observó la expresión enfurecida de Riki pero mantuvo la expresión indiferente—. Además, se pasa el día quejándose. Y nos iría bien un poco de silencio.

Tras lo que parecieron varios minutos larguísimos, en los que el único sonido era el viento susurrando por el desfiladero, Dhamon movió los hombros, una señal dirigida a Maldred de que había evaluado a los ergothianos y estaba listo.

El hombretón dio un paso en dirección a los dos hombres, observando a los otros comerciantes con el rabillo del ojo.

—Estaréis muertos antes de que podáis cortarle el cuello —afirmó—. Soy más rápido que vosotros. Y realmente preferiría no mataros. Sin duda tenéis parientes en alguna parte que preferirían que siguierais con vida. Así pues, ¿por qué no soltáis las espadas? Viviréis para ver el día de mañana.

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