Jean Rabe - Redención
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—Lo quemaron —respondió el joven, negando con la cabeza; luego se inclinó sobre el mostrador, para intentar ver qué leía el visitante—. Lo quemaron a él y a los otros que murieron el mismo día.
Maldred miró con fijeza al joven ogro, conteniendo la respiración.
—¿Otros?
—Seis más. Todos murieron el mismo día. Dijeron que mi tío murió porque era viejo, pero creo que se trató de una especie de epidemia. Algo que acabó con él y con los otros a la vez.
Maldred le instó a dar nombres, pero el joven sobrino de Sombrío Kedar sólo recordaba a dos de los otros muertos. Ambos habían sido amigos de Maldred desde su juventud, y se encontraban entre aquellos habitantes de la ciudad en quienes el sanador confiaba.
—Nura Bint-Drax —Maldred masculló el nombre como si se tratara de una maldición.
—¿Decías?
—La niña que mató a tu tío —explicó él—; también mató a mis amigos. Pero lo pagará.
Maldred siguió rebuscando en el libro, sin prestar atención al joven ogro, hasta que por fin localizó el pasaje que buscaba y lo memorizó con el entrecejo fruncido. Cuando estuvo seguro de saber el conjuro, se colocó detrás del mostrador y hurgó en tarros y cajas pequeñas.
—No puedes coger ninguna de esas cosas. Esta tienda es mía ahora.
Maldred lo apartó un poco al pasar, y luego bajó los ojos hacia Sabar.
—Dices que no estamos físicamente aquí. En ese caso ¿cómo puedo conservar estas cosas? Tal vez podría utilizarlas para ayudar a Dhamon a retardar la magia que lo está convirtiendo en un drac.
La mujer tomó de sus manos una colección de hojas curadas, y un paquete de grueso polvo rojo.
—Mi magia los conservará para ti —le dijo.
—Debemos realizar una parada más —indicó el mago ogro—. Al otro lado de la calle. Ese drac que vi, voy a…
El joven ogro abrió la boca para decir algo más, pero no surgió ninguna palabra de ella.
—Dame esa bola de cristal, ogro.
En un instante, Maldred se encontró de vuelta sentado en la parte delantera de la balsa. Los primeros rayos del sol de la mañana se alargaban ya sobre el río y le arrancaban destellos.
Ragh le arrebató la bola de cristal con la base cubierta de gemas, y la introdujo en su bolsa, que a continuación ató a un cinturón que se había hecho con un trozo de tela. La embarcación se inclinó peligrosamente, pero el draconiano alteró su posición y volvió a impulsar la nave con la alabarda.
—Yo me ocuparé de la dama y del cristal durante un rato —anunció tajante.
—No había terminado —bufó Maldred.
—Pues has estado mucho rato —replicó Ragh—; demasiado. Para empezar, no tendría que haberte permitido usarlo. No estando Dhamon dormido. ¿Cómo puedo saber qué tramas? —Al cabo de un instante añadió—: ¿Has hallado algo para ayudarle?
Maldred contempló al sivak con expresión furiosa, mientras meditaba si enfrentarse a él. El draconiano resultaría un adversario formidable, pero el mago ogro se consideraba más listo y fuerte, y estaba seguro de poder vencer a la criatura. Pero ¿con qué propósito?
—Encontré algo en el lugar al que fui —respondió por fin; una de las carnosas manos sujetaba varias plumas, hojas, y una pequeña bolsa de polvos—. Pero tenemos que esperar a que Dhamon recupere el conocimiento, porque debe aceptar la magia para que funcione el hechizo.
—A lo mejor no despierta nunca —repuso Ragh, con voz triste—. Y si lo hace, no estoy seguro de que vaya a aceptar magia que provenga de ti.
15
La travesía
Fiona estaba incómodamente sentada en la costa del Nuevo Mar, entre unos helechos de olor acre. Tenía las muñecas atadas con una gruesa tira de tela procedente de la túnica de Dhamon, y llevaba una mordaza teñida de sudor en la boca. La punta de su propia espada se le clavaba ligeramente en la espalda, cada vez que se movía en exceso.
Ragh empuñaba el arma de la mujer, y yacía oculto entre los helechos más altos, detrás de la solámnica. Dhamon permanecía en pie, tambaleante, unos pocos metros por detrás de ellos, perfectamente oculto por las sombras de la tarde y un velo de hojas de sauce. Maldred lo acompañaba, observándolo todo y sin decir nada. El mago ogro había estado muy callado y ocupado desde el momento en que Dhamon recuperó el sentido, cerca de la medianoche, algo más de tres días después de que Fiona lo atacara.
Dhamon seguía padeciendo terribles dolores por culpa de las escamas, que casi le cubrían todo el cuerpo, pues sólo le quedaban tres zonas de cierta extensión con piel humana: en el lado izquierdo del rostro, en el costado izquierdo, y en la parte baja de la espalda. Maldred había usado un conjuro con él, uno particularmente incómodo al que en un principio el herido se había opuesto, lleno de desconfianza. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, Ragh se había puesto de parte del mago ogro en aquella ocasión, y declarado que el hechizo podría detener la propagación de las escamas. Dhamon había acabado por ceder, y ni una sola escama había surgido desde aquel conjuro; aunque tampoco había desaparecido ni una sola.
Dhamon había renunciado a las botas, debido a las escamas de la parte superior de los pies y a la gruesa piel gris dura como cuero cocido que cubría las plantas, gracias a la cual ya no notaba apenas el terreno pedregoso y las raíces que pisaba.
La herida de la espalda era lo peor, pero su capacidad para curar era extraordinaria, si se tenía en cuenta la profundidad a la que Fiona había hundido la espada. Sabía que la herida de la espalda debería haber acabado con él, pues habría matado al instante a cualquier hombre normal, e incluso él, aún no se había recuperado por completo. La fiebre que recorría todo su cuerpo podía estar provocada por aquella herida o por las escamas o incluso por el conjuro de Maldred; fuera cual fuese su origen, la fiebre incrementaba su sufrimiento.
La fiebre y el calor bochornoso amenazaban con derribarlo sobre el pantanoso barro, y por lo tanto se esforzaba en mantenerse alerta y se apoyaba en el mango de la alabarda para sostenerse.
Ragh le dirigió una mirada preocupada.
—Me encuentro bien —rezongó Dhamon.
Sorprendentemente, encontraba cierto consuelo en la preocupación del draconiano. No dejaba de resultar curioso que el destino lo hubiera unido a un sivak en ese trance de su vida. En la época en que perteneció a los Caballeros de Takhisis, éstos contaban con sivaks como espías e informadores, pero él nunca depositó su confianza en ninguna de las criaturas, y hasta que conoció a Ragh, los había despreciado a todos.
—De verdad, Ragh, me encuentro bien.
El draconiano le dedicó una mirada cargada de escepticismo, luego devolvió toda su atención a Fiona, y se arrastró para secar el sudor de la frente de la solámnica, antes de regresar a su puesto, detrás de ella. Dhamon pasó la andrajosa manga por la mejilla izquierda, para intentar limpiar los hilillos de sudor, pero la prenda estaba empapada y no sirvió para mejorar la situación. «Vuelvo a tener sed —pensó—. Necesito más agua potable, tal vez más descanso. Necesito estar en la orilla y sentir la brisa». Pero Dhamon no iba a permitirse ninguno de aquellos lujos, pues de sus tres compañeros, el draconiano era el único en el que creía poder confiar, el único, por lo que sabía, que no lo había traicionado.
Fiona se removió e intentó escupir la mordaza de la boca, y Ragh volvió a darle un golpecito con la espada.
—Quédate quieta, solámnica —advirtió el draconiano con un gruñido—. A menos que quieras… —Con la mano libre apartó los helechos—. ¡Dhamon! Otra embarcación. Ésta regresa a la playa.
El aludido cambió de posición para atisbar entre las hojas y observar el Nuevo Mar. Las aguas eran negras cerca de la playa, debido a los grupos de algas oscuras que se arremolinaban como aceite en la superficie. Pero más allá el líquido elemento era de un azul brillante, que reflejaba el color de un cielo sin nubes. El oleaje estaba algo picado por culpa de un ligero viento, y la luz del sol centelleaba en la superficie.
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