—¡Muerto!
Las velas de la habitación hacían brillar la superficie de la mesa, y el mago ogro contempló en ella el reflejo de su ancho rostro. ¿Cómo era posible que pudiera ver su imagen? ¿Cómo era posible que pudiera tocar la lisa madera? ¿Cómo era posible que notara cómo se aceleraba su respiración?
—¿Cómo murió?
—Ya te lo he dicho, hijo. Sombrío era viejo. De haber estado aquí, también tú podrías haber hablado en la ceremonia. Sombrío te apreciaba mucho.
Maldred soltó la mesa.
—Debo marchar.
—¿Tan pronto? Acabas de llegar.
—Te repito, que no estoy aquí realmente —replicó él con aspereza—. No soy más que una visión producida por una bola de cristal que se encuentra muy, muy lejos de aquí. —Se puso en pie, y pasó junto a los guardianes—. Regresaré, padre. Tan pronto como pueda, regresaré aquí sin la ayuda de la esfera de cristal. Y te prometo que encontraremos un modo de detener el pantano.
Sabar lo acompañó mientras cruzaba la verja, pero él no le hizo ni caso, y se limitó a seguir andando. Sin dejar de avanzar a buen ritmo, el ogro desanduvo el camino por el que habían venido, y giró justo después de dejar atrás la familiar taberna. Seguía siendo esa nebulosa hora que antecede al amanecer. Aparentemente, la conversación con su padre no había ocupado ni un minuto de tiempo. A lo mejor el tiempo se distorsionaba dentro del cristal, y puede que también se distorsionaran otras cosas.
—Tal vez Sombrío no esté realmente muerto —dijo, esperanzado.
El cielo era de un tono gris pálido cuando el mago ogro y la mujer llegaron al edificio que había servido de residencia a Sombrío Kedar.
—El lugar parece igual que siempre —indicó a Sabar.
—Se ve sucio —respondió ella.
La fachada de madera aparecía deteriorada y resquebrajada, como arrugas en el rostro de un anciano, y la ventana de la fachada tenía los postigos cerrados. La puerta también estaba cerrada; algo que Maldred no había esperado, pues Sombrío jamás cerraba con llave.
Los dedos del mago ogro acariciaron el picaporte; luego, se volvió y dijo a Sabar:
—Dices que no estoy aquí físicamente, pero entonces ¿cómo es que noto este metal? Comí la comida de mi padre. Siento el frío, y puedo ver mi aliento. No comprendo cómo puede suceder esto.
—Tu mente es poderosa —respondió ella—, y te permite sentir cosas que personas más débiles podrían pasar por alto. Tienes suerte de poseer tanta magia en tu interior.
—Sí —respondió Maldred, taciturno—, soy realmente afortunado de ser lo que soy. —Giró el picaporte, rompió el cierre, y abrió la puerta de un empujón—. Aguarda un minuto.
Su mirada se desvió hacia lo alto de la parte delantera del edificio de tres pisos situado frente al del sanador, y vio una figura que se movía por detrás de la única sección intacta del almenado tejado.
Resultaba difícil distinguir con claridad de qué se trataba, se dijo, de modo que permaneció muy quieto, con la mano aún sobre la puerta, sin dejar de observar la figura que se movía sigilosa. Sintió los fríos dedos de Sabar en la parte posterior del brazo.
—Parece… —Entrecerró los ojos al mismo tiempo que se precipitaba al interior de la tienda del viejo sanador—… un drac. Un apestoso drac.
Sabar lo siguió, y cerró la puerta a sus espaldas. Maldred alargó la mano, farfulló una retahíla de palabras antiguas en el lenguaje de los ogros e hizo que una esfera de luz se iluminara en la palma de su mano.
—¡Sombrío!
Volvió a intentarlo al cabo de unos instantes.
—¡Sombrío Kedar!
El interior de la tienda estaba tan ordenado como siempre. Había dos mesas y sillas en las que los clientes de Sombrío se sentaban y bebían sus brebajes y, en ocasiones, celebraban alguna partida. Detrás del mostrador había una entrada tapada por una cortina hecha a base de huesos de dedos, que conducía a una habitación donde el sanador ogro utilizaba sus hierbas y conocimientos mágicos en los pacientes que pagaban por ello.
Maldred apartó la cortina, y los huesos tintinearon entre sí a su espalda. Sabar se deslizó al interior tras él.
—¡Sombrío! ¡Sombrío Kedar!
—No está aquí.
Levantándose perezosamente de un catre situado en el fondo de la estancia había el ogro más escuálido que Maldred había visto jamás. Resultaba extrañamente delgado, con tan sólo un atisbo de músculos a lo largo de los antebrazos, y no medía más de dos metros diez de altura cuando se puso en pie.
—Mi tío está muerto.
El joven ogro se pasó los dedos por entre una masa de cabellos negros como el azabache y fijó los llorosos ojos rojos en Maldred.
»Te conozco —dijo—; y sólo porque seas el hijo del caudillo no puedes meterte tranquilamente en…
El mago ogro retrocedió de vuelta a la tienda, y los huesos castañetearon violentamente a su espalda. Se encaminó directamente a la pared opuesta y a una librería bamboleante, y una vez allí, arrojó la esfera luminosa hacia el techo y pasó los dedos sobre las encuadernaciones de los libros, buscando.
Los huesos volvieron a tintinear.
—Ten un poco de respeto —exigió el joven ogro.
Se abalanzó sobre Maldred e hizo un ademán para apartar el brazo del mago ogro, pero las manos atravesaron la azulada carne.
—¡En el nombre de…!
—Es magia —respondió el otro mientras giraba enojado—. Tengo gran cantidad de magia en mi interior, por lo que parece. Sombrío poseía magia, también. Magia curativa, si bien parece que no fue suficiente para salvarlo. Está realmente muerto, ¿verdad? Nadie más dormiría aquí si siguiera vivo.
—Mi tío… —empezó a decir el joven ogro con una mirada airada.
—Era un buen hombre —terminó Maldred—. El mejor de todos los que vivían en esta ciudad abandonada de los dioses.
—Lo sé —respondió el joven con tristeza—, era capaz de ayudar a cualquiera.
—Me ayudó a mí en numerosas ocasiones —indicó Maldred.
El joven ogro dirigió una veloz mirada a Sabar, que había traspuesto en silencio las cortinas detrás de ellos.
—Se sabía de él que incluso había ayudado a humanos —siguió diciendo el joven—. Decía que los dioses también los habían creado a ellos, y no debíamos despreciarlos de ese modo.
—Sombrío era una buena persona —repitió el mago ogro.
—Incluso recogió a uno en una ocasión.
—¿Cuándo? —quiso saber Maldred, enarcando una ceja.
—Era una chiquilla sucia que encontró vagando por la calle. La recogió para que nadie la convirtiera en su esclava. Eso sucedió un día o dos antes de que muriera.
—La niña…
—Oh, hace mucho que marchó. Alguien debió recogerla justo después de que lo encontraran muerto. Una bonita niña humana como aquella vale un buen puñado de monedas.
—Una chiquilla, dices —Maldred empezaba a sentir un nudo en la garganta.
—Pues sí, y…
—¿De esta altura? —La mano del mago ogro descendió hasta la altura de su cadera.
El otro asintió.
—¿Con los cabellos del color del cobre bruñido?
—Sí.
—Esa pequeña, ¿recuerdas su nombre?
—Jamás me preocupo de recordar los nombres de los humanos —repuso el otro con un encogimiento de hombros—. Nunca estoy cerca de ellos el tiempo suficiente para tener que preocuparme de aprender sus nombres.
Maldred devolvió la atención a la librería, de la que extrajo un libro especialmente antiguo que estaba el estante más alto, y del que se desprendieron fragmentos de papel de las páginas mientras lo llevaba hasta el mostrador. Hizo un gesto con la mano, y la esfera luminosa lo siguió, para quedarse flotando sobre su cabeza.
—¿Enterraron a Sombrío?
Читать дальше