Terry Goodkind - La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio
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La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio: краткое содержание, описание и аннотация
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La hermana Margaret miró ceñuda al guardia hasta que éste recordó sus buenos modales y la saludó con una rápida inclinación de cabeza. Al alzarla de nuevo, la mujer empezó a bajar por la muralla con el guardia pegado a sus talones.
— La Prelada no vendrá simplemente porque el Profeta haya empezado a gritar.
— Pero la está llamando.
Margaret se detuvo y unió ambas manos por encima del libro.
— ¿Quieres ser tú quien aporree la puerta de la alcoba de la Prelada en medio de la noche y la despierte sólo porque el Profeta la reclama?
— No, hermana —contestó el guardia, que palideció bajo la luz de la luna.
— Ya es suficiente con sacar a una hermana de su cama por esta tontería.
— Pero no sabéis qué ha estado diciendo, hermana. Gritaba que…
— Ya basta —lo amonestó la hermana en voz baja—. ¿Debo recordarte que te juegas la cabeza si repites una sola de sus palabras?
Instintivamente, el guardia se llevó una mano al cuello.
— No, hermana. Jamás diré nada, excepto a una hermana.
— Ni siquiera a una hermana. Nunca jamás debes repetirlo.
— Os pido perdón, hermana. —Ahora el tono del guardia era humilde—. Es que nunca antes lo había oído gritar así. Nunca le había oído la voz, excepto para llamar a una hermana. Las cosas que ha dicho me han alarmado. Nunca le había oído decirlas.
— Se las ha ingeniado para que su voz atravesara nuestros escudos. No es la primera vez que sucede. De vez en cuando lo logra. Justamente por eso los guardias que lo custodian deben jurar que nunca repetirán a nadie lo que puedan oír. Fuera lo que fuese lo que oyeras, te aconsejo que lo olvides antes de que terminemos esta conversación, o si no te ayudaremos a olvidar.
El soldado estaba tan aterrorizado que sólo pudo negar con la cabeza. A Margaret no le gustaba meterle el miedo en el cuerpo, pero no podía correr el riesgo de que se fuera de la lengua tomando una cerveza con sus amigos. Las mentes comunes no estaban preparadas para las profecías.
— ¿Cómo te llamas? —le preguntó, poniéndole suavemente una mano sobre el hombro.
— Soldado Kevin Andellmere, hermana.
— Soldado Andellmere, si me juras que no dirás ni media palabra de lo que has oído mientras vivas, me ocuparé personalmente de que te asignen a otro puesto. Es obvio que no estás hecho para esta misión.
— Alabada seáis, hermana —exclamó el guardia, hincando una rodilla—. Prefiero enfrentarme a centenares de paganos salvajes que volver a oír la voz del Profeta. Os lo juro por mi vida.
— Sea pues. Vuelve a tu puesto. Cuando acabes la vigilancia di al capitán de los guardias que la hermana Margaret ha ordenado que te cambien de servicio. Que el Creador bendiga a su siervo. —La hermana impartió la bendición tocándole la cabeza.
— Gracias por vuestra amabilidad, hermana.
Margaret siguió caminando por la muralla, atravesó la pequeña columnata del fondo, bajó la escalera de caracol y, finalmente, llegó al corredor iluminado por antorchas que conducía a los aposentos del Profeta. Dos guardias armados con lanzas custodiaban la puerta. Ambos se inclinaron al unísono.
— Me he enterado de que la voz del Profeta ha atravesado los escudos.
— ¿De veras? —uno de los guardias clavó en ella unos fríos ojos azules—. Yo no he oído nada. ¿Has oído tú algo? —preguntó a su compañero, sin apartar la mirada de los ojos de la hermana.
El otro guardia apoyó su peso en la lanza y volvió la cabeza para responder bruscamente:
— Nada de nada. Sólo silencio sepulcral.
— ¿Acaso el mocoso de arriba ha hablado más de la cuenta? —inquirió el primero.
— Hace mucho tiempo que el Profeta no hallaba el modo de filtrar por el escudo otra cosa que la llamada para una hermana. No había oído nunca hablar al Profeta. Eso es todo.
— ¿Queréis que me encargue de que no vuelva a oír ni decir nada nunca más?
— No será necesario. Tengo su palabra y además he ordenado su traslado.
— Su palabra —repitió el soldado con cara agria—. Es fácil hacer un juramento. Pero la espada es definitiva.
— ¿De veras? ¿Debo suponer entonces que tu juramento de silencio no vale nada? ¿Debería ocuparme de un modo más contundente de que no hablarás? —La hermana Margaret sostuvo la torva mirada del guardia hasta que, al fin, éste la bajó.
— No hermana. Con mi palabra basta.
— Muy bien. ¿Lo ha oído gritar alguien más?
— No, hermana. Tan pronto como empezó a llamar a gritos a la Prelada, inspeccionamos la zona para asegurarnos de que no había nadie del servicio ni nadie más. Luego aposté guardias en todas las entradas y envié a llamar a una hermana. Como era la primera vez que llamaba a la Prelada, pensé que debía dejar a una hermana la decisión de si era conveniente despertar a la Prelada en medio de la noche, o no.
— Has hecho bien.
— Ahora que estáis aquí, hermana, deberíamos ir a asegurarnos de que nadie más ha oído nada —dijo con expresión nuevamente sombría.
— Idos. Y será mejor que el soldado Andellmere se ande con ojo y no se caiga de la muralla y se rompa el cuello, o te buscaré. —El guardián lanzó un irritado gruñido—. Pero, si algún día le oyes repetir una sola palabra de lo que ha oído esta noche, busca una hermana para que se ocupe de él.
Margaret atravesó la puerta y, al llegar a la mitad del corredor interior, se detuvo al notar los escudos. Sosteniendo el libro contra el pecho con ambas manos, se concentró mientras buscaba la brecha. Sonrió al encontrarla: no eran más que unas pocas hebras del tejido retorcidas. Probablemente le había llevado años conseguirlo. La mujer cerró los ojos y tejió de nuevo el escudo con una púa de poder que le impediría repetir la hazaña. Margaret estaba realmente impresionada por la ingenuidad y la persistencia del Profeta. «Bueno —se dijo con un suspiro—, tiene todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello.»
Las lámparas ardían dentro de los amplios aposentos. De una de las paredes colgaban tapices, y los suelos estaban generosamente cubiertos con las coloridas alfombras azules y amarillas de confección local. Los estantes se veían medio vacíos. Los libros que antes los llenaban estaban abiertos por todas partes; algunos encima de sillas y sofás, otros boca abajo sobre cojines tirados al suelo y otros amontonados en pilas cerca de su silla favorita, junto a la chimenea apagada.
La hermana Margaret se acercó al elegante escritorio de palisandro pulido situado a un lado de la estancia. Se sentó en la silla acolchada, abrió el libro colocado sobre el escritorio y hojeó las páginas escritas hasta llegar a una en blanco. No había ni rastro del Profeta. Probablemente se encontraba en el pequeño jardín. Por la puerta doble que conducía al jardín entraban suaves ráfagas de aire cálido. Margaret sacó de un cajón un tintero, una pluma y una cajita de arenilla para espolvorear, y lo colocó todo junto al libro de profecías abierto.
Al alzar de nuevo la vista, lo vio de pie en la puerta del jardín, en la penumbra, mirándola. Vestía una túnica negra y la capucha echada sobre el rostro. El Profeta se mantenía inmóvil, con las manos metidas en la manga del brazo contrario. Su presencia imponía, y no sólo por su tamaño físico.
— Buenas noches, Nathan. —La hermana Margaret tiró del tapón del tintero para sacarlo.
El hombre dio lentamente tres zancadas, que lo llevaron de las sombras a la luz de las lámparas, mientras se echaba hacia atrás la capucha y descubría unos largos cabellos blancos y lacios que le llegaban hasta los fuertes hombros. La parte superior del collar metálico asomaba apenas por el cuello de la túnica. Unas cejas también blancas ensombrecían sus ojos azul celeste, oscuros y profundos. Los músculos de su fuerte y afeitada mandíbula se veían tensos. Era un hombre de facciones toscas, pero atractivas, pese a tratarse del hombre más anciano que Margaret hubiese conocido en toda su vida.
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