Terry Goodkind - La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio
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— Deja que te lo ponga yo.
Una vez que el guardián le puso el colgante alrededor del cuello, Rachel cogió la piedra de ámbar entre sus menudas manos e inclinó la cabeza para contemplarla.
— Lo cuidaré bien, Zedd. Te lo prometo.
— Estoy seguro, pequeña —replicó el mago, mientras la despeinaba cariñosamente. A continuación le posó sendos dedos en las sienes y le inculcó mágicamente el pensamiento de lo importante que era ese colgante, que no debía hablar con nadie de él ni revelar de dónde lo había sacado y que debía protegerlo del mismo modo que la caja del Destino.
Entonces retiró los dedos. La niña abrió los ojos y sonrió. Chase la levantó por la cintura y la sentó en el banco, junto a él. Entonces rebuscó entre el arsenal de cuchillos que llevaba al cinto hasta hallar la correa que sujetaba el menor de ellos. Después de desatar la correa de cuero, desenvainó el cuchillo y lo sostuvo frente a su rostro.
— Puesto que ahora eres hija mía, llevarás un cuchillo, como yo. Pero no quiero que lo saques de su funda hasta que yo te enseñe a manejarlo. Podrías hacerte mucho daño. Yo te enseñaré a usarlo de manera segura. Voy a enseñarte a protegerte a ti misma para que nada te ocurra. ¿De acuerdo?
— ¿Me enseñarás a ser como tú? —preguntó la niña, con rostro radiante—. Me encantaría, Chase.
— No sé si sabré enseñarte. —El guardián lanzó un gruñido mientras volvía a atarse al cinto la correa de cuero—. Al parecer, ni siquiera soy capaz de enseñarte a que me llames papá.
— Chase y papá significan lo mismo para mí —confesó Rachel con una tímida sonrisa.
El guardián sacudió la cabeza y esbozó una resignada sonrisa. Zedd se levantó y se alisó la túnica.
— Chase, si necesitas algo, pídeselo al comandante general Trimack. Llévate todos los hombres que creas preciso.
— Preferiría no llevar ninguno. Si debemos darnos prisa, es mejor que no acarree impedimenta extra. Además, creo que un hombre y su hija llamarán menos la atención. Se trata de eso, ¿verdad? —inquirió Chase, mirando elocuentemente la piedra que llevaba Rachel al cuello.
Zedd sonrió. El guardián del Límite tenía una mente muy aguda. Él y la niña hacían buena pareja.
— Os acompañaré hasta llegar a la ruta que me conducirá hasta Adie. Por la mañana tendré que ocuparme de unos asuntos, y luego partiremos.
— Bien. Creo que necesitas una buena noche de descanso.
— Sí, tienes razón.
De pronto, Zedd cayó en la cuenta de por qué se sentía tan cansado. No era porque llevara varios días sin dormir, como él había creído, sino porque llevaba meses luchando para detener a Rahl el Oscuro y, justo cuando pensaba que todo había acabado y que, por fin, habían ganado, se daba cuenta de que no había hecho más que empezar. Y esta vez no se enfrentaban sólo con un mago peligroso, sino con el Custodio del inframundo.
En la lucha contra Rahl el Oscuro conocía casi todas las reglas del juego, sabía cómo funcionaban las Cajas del Destino y de cuánto tiempo disponían. Pero ahora estaba casi totalmente a oscuras. El Custodio podía alzarse con la victoria en los próximos cinco minutos. Zedd se sentía completamente ignorante. Con un silencioso suspiro se dijo que tendría que basarse en lo poco que sabía.
— Por cierto —añadió Chase, mientras colgaba el cuchillo de la cintura de Rachel—, una de las curanderas, Kelley, creo que se llama, me dejó un mensaje para ti. —El guardián se inclinó hacia atrás, rebuscó en el bolsillo con dos dedos enormes y sacó un trocito de papel que tendió al mago.
— ¿Qué es? —El papel decía: «Borde Occidental, Camino de las Tierras Altas Norteñas, tercer nivel».
Chase señaló el papel que Zedd sostenía, y lo leyó.
— Dijo que ahí podrías encontrarla. Me dijo que creía que necesitabas descansar y que, si acudías a su habitación, te prepararía una infusión de damiana.
Zedd esbozó una leve sonrisa para sí al mismo tiempo que arrugaba la nota con una mano.
— Más o menos. —El mago se quedó pensativo mientras se daba toques con un dedo en el labio inferior—. Vosotros dos id a descansar. Si crees que no podrás dormir por el dolor de las heridas, me encargaré de que una de las curanderas te prepare una…
— ¡No! Dormiré perfectamente.
— Perfecto. —Zedd dio una palmadita a Rachel en un brazo, otra a Chase en un hombro, y ya se marchaba cuando le vino una idea a la cabeza—. ¿Has visto alguna vez a Richard llevar un manto rojo? ¿Un manto rojo con botones dorados y brocado?
— ¿Richard? —Chase soltó una risotada—. Zedd, tú lo conoces desde niño y deberías saber mejor que yo que Richard no tiene nada parecido. Sólo tiene una capa marrón para los días de fiesta. Richard es un guía de bosque y prefiere los colores de la tierra. Nunca lo he visto llevar ni una camisa roja. ¿Por qué?
— Cuando lo veas —replicó el mago, haciendo caso omiso de la pregunta—, dile de mi parte que no se ponga nunca un manto rojo. ¡Nunca jamás! —enfatizó, agitando un dedo hacia Chase—. No lo olvides. Es muy importante. Nada de mantos rojos.
— De acuerdo. —Chase sabía cuándo no debía presionar a su viejo amigo.
El mago dirigió una sonrisa a Rachel y la abrazó apresuradamente antes de alejarse por el pasillo. El anciano se preguntaba si se acordaría de dónde estaba el comedor. Seguro que aún podían darle algo de cena.
Entonces se dio cuenta de que no sabía adónde se dirigía; todavía no había hecho preparativo alguno para hallar un lugar donde dormir. «Bueno, no importa —pensó—. El palacio tiene habitaciones de invitados. Él mismo se lo había dicho a Chase. Podía dormir allí.»
Zedd desplegó la nota arrugada que llevaba en la mano y la miró. Un hombre de aspecto distinguido, con una barba gris pulcramente recortada y ataviado con una túnica dorada oficial, pasaba por su lado. Zedd lo detuvo educadamente.
— Perdonadme, tal vez podríais decirme dónde está… —El mago miró de nuevo el papel—… el Borde Occidental, Camino de las Tierras Altas Norteñas, tercer nivel.
— Por supuesto, señor —respondió amablemente el hombre barbudo—. Es la zona de los curanderos. No está lejos. Permitidme que os acompañe un trozo y que luego os dé indicaciones.
Zedd esbozó una sonrisa. De repente ya no se sentía tan cansado.
— Muchas gracias. Sois muy amable.
5
Una vieja sirvienta, pertrechada con una fregona y un cubo, vio a la hermana Margaret cuando doblaba la esquina en lo alto de la escalinata de piedra y cayó de rodillas. La hermana se detuvo brevemente para tocar con su mano la coronilla de la anciana.
— Que el Creador bendiga a su sierva.
— Muchas gracias, hermana —respondió la anciana, alzando su rostro arrugado y mostrando una cálida sonrisa desdentada—. Que Él os bendiga en su trabajo.
Margaret le devolvió la sonrisa y contempló cómo la anciana se marchaba acarreando el pesado cubo. «Pobre mujer —pensó— tiene que trabajar en plena noche». Pero también ella estaba levantada y tenía trabajo que hacer.
Se notaba incómoda en el vestido, pues le tiraba de un hombro. Margaret bajó la mirada y comprobó que, con las prisas, se había abrochado mal los tres botones de arriba. Antes de empujar la pesada puerta de roble que conducía a la oscuridad exterior, se arregló el vestido a toda prisa.
Fuera, un guardia caminaba de arriba abajo. Al verla, corrió hacia ella. La mujer se tapó la boca con el libro para ocultar un bostezo. El guardia frenó bruscamente.
— ¡Hermana! ¿Dónde está la Prelada? El prisionero la llama a gritos. Su voz me produce escalofríos. ¿No ha venido?
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