Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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— ¿Qué ocurre, Hank?

— Hay problemas, señora Sanderholt.

— Ahora mismo estoy ocupada con mis propios problemas. ¿Es que no sois capaces ni de sacar el pan de los hornos sin mí?

— Sí, señora Sanderholt —repuso el hombre, inclinando repetidamente la cabeza—. Es otro tipo de problemas. Son… —Hank clavó la mirada en el hediondo cadáver de un mriswith tirado cerca—, es sobre estas cosas.

Aquí Richard intervino.

— ¿Qué pasa con ellas?

Hank lanzó un vistazo a la espada que pendía de su cadera y luego desvió la mirada.

— Creo que fue… —Cuando levantó la vista hacia Gratch y el gar sonrió, el hombre se quedó mudo.

— Hank, mírame a mí. —Richard esperó hasta que el hombre obedeció—. El gar no te hará ningún daño. Y estas cosas se llaman mriswith. Gratch y yo los matamos. Ahora cuéntame qué pasa.

El hombre se restregó las palmas de las manos en los pantalones de lana.

— He echado un vistazo a sus cuchillos de tres filos. Y creo que han sido las armas empleadas. —Su expresión se ensombreció—. Las noticias corren por toda la ciudad y crean el pánico. Algunas personas han sido asesinadas por algo que nadie ha podido ver. Alguien les había abierto el vientre con un arma de tres filos.

Richard lanzó un angustiado suspiro y luego se pasó una mano por la cara.

— Así es como matan los mriswith: destripan a sus víctimas, y uno ni siquiera los ve venir. ¿Dónde han ocurrido los asesinatos?

— Por toda la ciudad, más o menos a la misma hora, justo al amanecer. Por lo que he oído, tiene que tratarse de asesinos diferentes. Y viendo ahora el número de estas cosas llamadas mriswith, apuesto a que estoy en lo cierto. Todos los indicios conducen hasta aquí, como los radios de una rueda.

»Mataron a todo el mundo que encontraron a su paso: hombres, mujeres e incluso caballos. Las tropas están alborotadas, pues entre los asesinados también había algunos soldados, y sus compañeros creen que se enfrentan a algún tipo de ataque. Uno de estos malditos mriswith se abrió paso entre la multitud reunida en la calle sin molestarse siquiera en dar un rodeo, sino que pasó por en medio matando a todo los que pudo. —Hank lanzó una mirada de pesar a la señora Sanderholt antes de proseguir—: Uno de ellos entró en palacio y mató a una doncella, a dos guardias y a Jocelyn.

La señora Sanderholt ahogó un grito y se tapó la boca con una de sus manos vendadas. Entonces cerró los ojos y musitó una oración.

— Lo siento mucho, señora Sanderholt, pero creo que no sufrió. Llegué junto a ella enseguida y ya había muerto.

— ¿Alguien más del personal de cocina?

— Sólo Jocelyn. No estaba en la cocina, sino haciendo un recado.

Sin decir nada, Gratch siguió la mirada de Richard, que se posaba en la montaña y en los muros de piedra. La luz del amanecer teñía de rosa la nieve caída. El joven frunció los labios, frustrado, mientras nuevamente miraba la ciudad y sentía cómo la bilis le subía hasta la garganta.

— Hank.

— ¿Señor?

Richard se volvió hacia él.

— Coge a algunos hombres —le ordenó. Llevad a los mriswith fuera, frente al palacio, y alineadlos a lo largo de la entrada principal. Rápido, antes de que se congelen. —Los músculos de la mandíbula se le marcaban, pues apretaba los dientes—. Clavad en postes las cabezas cercenadas y disponed los postes en línea recta a ambos lados, de modo que cualquiera que quiera entrar en palacio tenga que pasar entre ellos.

Hank carraspeó, como si fuese a protestar, pero entonces miró la espada que Richard llevaba al cinto y dijo:

— Como ordenéis.

Luego, tras hacer una inclinación de cabeza a la señora Sanderholt, corrió hacia el palacio en busca de ayuda.

— Estoy seguro de que los mriswith poseen magia. Tal vez el miedo a la magia mantendrá alejados a los d’haranianos durante un tiempo.

— Richard, como tú mismo has dicho, son criaturas mágicas —replicó la mujer con arrugas de preocupación que le surcaban la frente—. ¿Además de ti, puede alguien más verlos cuando se acercan sigilosamente, cambiando de color?

Richard meneó la cabeza.

— Me dijeron que solamente yo, gracias a la especial magia que poseo, era capaz de percibirlos. Pero es obvio que Gratch también puede.

— La Orden Imperial proclama la perversidad de la magia y de quienes la poseen. ¿Y si ese Caminante de los Sueños ha enviado a los mriswith para que acaben con todos quienes tienen magia?

— Suena razonable. ¿Adónde quiere ir a parar?

La señora Sanderholt se quedó mirándolo largamente con expresión grave.

— Tu abuelo, Zedd, posee magia, y Kahlan también.

Al oír sus propios pensamientos en voz de la mujer Richard notó cómo se le ponía carne de gallina en los brazos.

— Lo sé, pero tengo una idea. Para empezar, tengo que hacer algo respecto a lo que sucede en Aydindril, respecto a la Orden.

— ¿Qué crees que puedes hacer tú? —La mujer inspiró hondo y suavizó el tono—. No te lo tomes a mal, Richard. Aunque posees el don, no sabes cómo usarlo. No eres ningún mago y, por tanto, nada puedes hacer aquí. Huye mientras aún puedas.

— ¿Adónde? Si los mriswith han podido encontrarme aquí, nada impide que me encuentren vaya a donde vaya. En ningún sitio estaría a salvo para siempre. —Con rostro encendido, desvió la mirada—. Sé muy bien que no soy un mago.

— ¿Entonces?

Richard posó en ella su mirada de halcón.

— Kahlan, en cuanto que Madre Confesora, en nombre de la Tierra Central ha declarado la guerra contra la Orden Imperial y contra su tiranía. El objetivo de la Orden es exterminar todo tipo de magia y gobernar todo el mundo. Si no luchamos juntos, todas las personas libres y quienes poseen magia seremos asesinados o esclavizados. Hasta que la Orden Imperial no sea aplastada, no habrá paz para la Tierra Central, para ningún país y para ninguna persona libre.

— Richard, son demasiados. Tú no podrás hacer nada solo contra todos ellos.

Richard estaba cansado ya de tantos sobresaltos y de no saber nunca qué le iba a suceder al momento siguiente. Estaba cansado de ser un prisionero, de que lo torturaran, de ser sometido a entrenamiento, de que le mintieran, de que lo utilizaran, de ver a gente indefensa masacrada. Tenía que hacer algo.

Pese a que él no era un mago, conocía a los magos. Zedd se hallaba a pocas semanas de distancia en dirección sudoeste. Zedd comprendería que era necesario liberar a Aydindril de la Orden Imperial y proteger el Alcázar del Hechicero. Si la Orden destruía la magia que albergaban sus muros, quién sabía qué podría perderse para siempre.

En caso necesario, había otros en el Palacio de los Profetas del Viejo Mundo que tal vez querrían y podrían ayudar. Warren era un amigo y, aunque aún no había completado su formación, ya era un mago y sabía mucho de magia. Al menos, mucho más que Richard.

Y la hermana Verna también lo ayudaría. Las Hermanas eran hechiceras y poseían el don, aunque, desde luego, no eran tan poderosas como un mago. De todas ellas solamente confiaba en la hermana Verna y quizá también en la prelada Annalina. No le gustaba el modo en que la Prelada le había escondido información y había tergiversado la verdad en su propio provecho, pero no había sido por maldad; la Prelada había actuado movida por su preocupación por los vivos. Sí, seguramente podía contar también con la ayuda de Ann.

Y quedaba Nathan, el Profeta que, gracias al hechizo que protegía el palacio, tenía ya casi mil años. Richard no osaba siquiera imaginar todo el saber que habría acumulado. Nathan había sabido que Richard era el primer mago guerrero nacido en miles de años y lo había ayudado a aceptar lo que eso comportaba. Nathan lo había ayudado, y Richard estaba razonablemente seguro de que volvería a hacerlo. Después de todo, Nathan era un Rahl, un antepasado de Richard.

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