La pérdida de su memoria pudo deberse también a la prolongada lucha con su conciencia. Años antes de encontrarse, de grado o por fuerza, en aquel mundo extraño, había comenzado a sentirse insatisfecho consigo, disgustado con su forma de obrar, entristecido por su soledad. Nadie era más poderoso que un Señor, pero nadie padecía más la soledad o la sensación de que cada minuto podía ser el último. Otros Señores conspiraban contra él, y era imposible bajar la guardia.
Cualquiera fuera la causa, se había convertido en Wolff. Pero, tal como lo señalaba Kickaha, había cierta afinidad entre él, el cuerno y los puntos de resonancia. No había sido por mera casualidad que estuviera en el sótano de aquella casa de Arizona en el momento en que Kickaha hizo sonar el cuerno. Kickaha sospechó desde el primer instante que Wolff era un Señor desposeído y privado de la memoria.
Ahora, Wolff comprendía por qué pudo aprender todos los idiomas de ese mundo con tan extraordinaria rapidez. Sólo necesitaba recordarlos. Y la atracción poderosa e inmediata de Criseya tenía una explicación similar: ella había sido su favorita entre todas las mujeres de sus dominios, hasta inspirarle la idea de llevarla a su palacio para hacerla su Señora.
Criseya no pudo reconocerlo cuando lo encontró bajo la personalidad de Wolff, porque nunca había visto su rostro, oculto siempre por aquel truco barato del esplendor. En cuanto a su voz, solía utilizar un dispositivo que le permitía aumentarla o distorsionaría a gusto, con el solo fin de infundir respeto a sus súbditos. Tampoco su fuerza poderosa era natural, pues el bioprocesamiento lo proveía de músculos extraordinarios.
Enmendaría en lo posible la crueldad y la arrogancia de Jadawin, que ya no era sino una parte minúscula de sí. Crearía nuevos cuerpos humanos en los biocilindros para los cerebros de Podarga y sus hermanas, para los simios de Kickaha, para Ipsewas y cuantos lo desearan. Permitiría que el pueblo de Atlantis volviera a construir sus ciudades, y dejaría de ser un tirano. No volvería a interferir en los asuntos de cada nivel, a menos que fuera absolutamente necesario.
Kickaha llamó su atención hacia la pantalla. Arwoor se las había ingeniado para encontrar un caballo en aquella tierra de desolación, y galopaba furiosamente.
—¡Qué suerte tiene ese demonio! — gruñó Kickaha.
— Creo que la fatalidad espera a sus espaldas — dijo Wolff.
Arwoor levantó la vista y miró hacia atrás. De inmediato castigó a su caballo con una varilla.
—¡Conseguirá escapar! — dijo Kickaha —. ¡A setecientos kilómetros de allí hay un Templo del Señor!
Wolff contempló la gran estructura de piedra blanca que coronaba una colina. En su interior estaba la cámara secreta que él mismo había usado bajo la personalidad de Jadawin. Meneó la cabeza, exclamando:
—¡No!
Podarga apareció en la pantalla. Venía a gran velocidad, batiendo las alas, con el rostro proyectado en blanco sobre el verdor del cielo. Sus águilas venían tras ella.
Arwoor dirigió su caballo hacia la colina. Las patas de la yegua cedieron, y rodó por el suelo. Arwoor cayó de pie y emprendió la huida.
Podarga se lanzó en picada sobre él. El Señor esquivó su ataque, como un conejo que huyera del halcón. Pero la arpía lo siguió en su zigzag. Logró adelantarse a uno de sus desvíos y cayó sobre él. Sus garras se clavaron en la espalda.
Lo vieron alzar las manos; su boca se convirtió en un círculo, en un grito sin voz para quienes lo observaban detrás de la pantalla.
Arwoor cayó, con Podarga aferrada a él. Las otras águilas se posaron en el suelo para observar mejor.
FIN
Título original: THE MAKER OF UNIVERSES
Traducción de Edith Zilli
Depósito legal: B. 41.580 — 1976 ISBN: 84-350-0137-7
© 1976 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A. (EDHASA)
Avda. Infanta Carlota, 129, Barcelona — l5
Edición electrónica: diaspar, Málaga marzo de 1999